miércoles, 11 de septiembre de 2024

PUBLICACIÓN RELATOS CON PRIMERA Y SEGUNDA MENCIÓN EN XI CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

La foto en la cartera

 Autor: José Ramón Alonso Peña

Vengo de enterrar a mi padre. Al llegar al viejo caserón, cansado, me he quitado la corbata, la he tirado en un sillón y me he quedado vacilante en la sala sin saber a dónde ir.  En cualquier momento espero escuchar sus pisadas, su saludo breve, una llamada desde su habitación, pero nada de eso sucede. El cura, sus amigos y mi prima Antonia han ido a resolver las pocas cosas que había pendientes y también, me imagino, para dejarme solo y que pueda descansar. Tras sentarme, he notado su olor y el aire cerrado de la casa. ¡Cuánto ocupan las ausencias! En la sala silenciosa sorprende la continuidad de las cosas. El reloj de pared, al que le gustaba tanto dar cuerda, sigue en marcha con un tenue tic-tac y el suave balanceo del péndulo. En el pasillo, la vieja foto de sus padres que siempre tocaba al pasar. Entro al baño y hay una pastilla de jabón medio gastada encima del lavabo y crema de afeitar y un cepillo de dientes en una balda bajo el espejo. Soy incapaz de ponerme ahora a tirar esas cosas, pero tendré que hacerlo antes de volver a la ciudad. Que esos objetos desaparezcan ¿es morir un poco más? En el frigorífico hay un cartón de leche abierto, media coliflor, varios huevos, dos limones, una jarra de cristal con agua y las medicinas que tomaba. Tras esta larga enfermedad pensaba que estaba todo dispuesto, arreglado y no es así; pase lo que pase, hagas lo que hagas, siempre morimos de repente.

Necesitaba hacer algo y me he puesto a ordenar papeles. Voy tirando recibos de la luz de hace años -¡qué manía de guardarlo todo!-, una entrada usada del cine, cartas de bancos… Me he guardado un carné de identidad donde aparece fuerte y sonriente, con su barba sin apenas canas, tan lejano de esa imagen de los últimos meses donde sus brazos parecían palos, la barba era canosa y rala y los ojos se hundían en el rostro. También he separado unas llaves, tendré que intentar localizar a dónde corresponden, para qué cerradura valen. Es curioso como las llaves son eternas cuando la casa, el coche o el armario que abrían, hace tiempo que han desaparecido. Odio esas llaves que arrastro de un sitio a otro, de una mudanza a la siguiente, sin saber si valen para algo y, al mismo tiempo, incapaz de tirarlas por si un día me encuentro ante un cajón con el que ya no contaba y me reclama una de ellas. Una de esas llaves indestructibles.

De repente, dentro de una cartera vieja aparece una foto donde estamos los dos haciendo el Camino de Santiago. Yo tenía quince años y él debía tener cuarenta y cuatro. Los dos vamos con la mochila, el bastón, una gorra y una sonrisa de oreja a oreja. Se le ve tan lleno de vida, tan alegre, tan feliz, que no puedo reprimir una sonrisa. A mí se me nota fuerte y orgulloso, moreno y radiante. Esa foto debe ser cerca de Ponferrada y creo que nos la hizo Luis. Él decía que era español, sus padres habían emigrado desde Galicia a Toulouse al final de la Guerra Civil, pero nosotros le decíamos que era más francés que un croissant. Me gusta vernos así, con el brazo por encima del hombro del otro y con la mirada franca y limpia. Recuerdo el viaje, recorrer juntos senderos polvorientos, comer un bocadillo a media mañana debajo de un nogal y disfrutar de la comida y el vino en algún mesón del camino. Avanzar hacia Santiago y luego, quizá, acercarnos al mar. ¡Te voy a echar tanto de menos! En estos meses hemos hablado de tantas cosas menos de las realmente importantes. Esa forma de querernos sin intimidades, con ese amor tan profundo y al mismo tiempo tan discreto ¿tan cobarde?... El pudor de estas tierras donde intentas cuidar sin preguntar, amar sin invadir, respetar sin saber muy bien lo que eso implica. En silencio pienso en mi interior que debemos ser como esos médicos japoneses que tenían que diagnosticar a sus enfermas sin poder auscultarlas. Ellos llevaban la figurita de marfil de una mujer para que ella pudiera señalar dónde le dolía. Así somos, buscando subterfugios e implicando a terceros –nuestras muñecas de marfil- para preguntar ¿Dónde te duele? ¿En dónde está hoy tu alegría, tu esperanza, tu corazón? ¿Por qué nunca perdiste el esfuerzo y el ánimo? ¿Cómo estás, Papá?

Esa foto me ha hecho preguntarme sobre lo que es la felicidad, lo fácil que es y lo difícil que lo hacemos. He pensado en Miguel, mi hijo, su nieto querido. Me gustaría que algún día tenga una foto así conmigo, quiero que cultive sus recuerdos y también que esté en los míos. Le veo todavía como un niño, pero creo que le puede gustar, que nos puede venir bien, olvidar el móvil y las prisas, recuperar el ritmo lento, disfrutar del esfuerzo y el cansancio, estar juntos todas las horas del día. Y así, en un momento triste como el de hoy, recordar que estuvimos juntos, que fuimos felices, que la vida es esto, un largo camino, y que el camino también eres tú.


El bibliobús

 Autora: Raquel Lozano Calleja

A Madame Bovary le cosquillea el estómago cada vez que llegan al cerro de Macondo y Aureliano Buendía se acerca a por un libro. A él le gusta la novela bélica y mientras se pregunta por quién doblan las campanas de ese pueblo solitario, elude acercarse por la sección de novela romántica. Justamente en esa sección,  afligida se refugia en el consuelo de su mejores amigas, Ana Ozores que espera ansiosa la partida hacia Vetusta y también Wendy, que fantasea con recalar  como cada martes en el País de Nunca jamás.

El capitán Ahab, por otra parte, parece avistar desde el bajel pirata, la Isla del Tesoro. Ordena arriar banderas y atracan por error en un lugar llamado Lilliput. Como por arte de magia todos los libros se hacen pequeños, incluidos los diccionarios enciclopédicos de tal forma que las palabras parecen convertirse en símbolos químicos y Amor se convierte en Am y Felicidad en Fe.

La noche se adueña de la estancia y Drácula y el Doctor Jekyll deambulan errantes mientras observan besarse a Romeo y Julieta bajo la poca luz que emite la fosforescencia de emergencia.

El conductor del vehículo decide recalar en un camino que no lleva a ninguna parte, en tierra adentro, allí donde el trigo se bate en duelo con el viento y la avena está más loca que nunca. En el mar de Castilla, en el Camino de Santiago.

 Cierra las puertas del bibliobús y un tipo extraño se le acerca recitando algo que no acaba de entender. El conductor, acostumbrado a compartir  su tiempo con personajes más que peculiares, le extiende su mano a modo de saludo y es entonces, cuando aquel hombre de aspecto pálido, alto, delgado y de barba descuidada le susurra al oído:

-      No lo olvides nunca. Luchamos contra gigantes, querido Sancho. 






PUBLICACIÓN DEL RELATO GANADOR DEL XI CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

Bulliciosos gorriones

Autor: José Ángel Romano                                                      

                                                          Gijón, una tarde de junio

Hola, querido amigo.

 

Espero que estés bien. En este momento siento que estoy con vos en Buenos Aires, en el Café La Paz, ese bar que cobijó nuestros sueños y al que bautizáramos como nuestro atelier. Recuerdo aquellas noches en las que la madrugada nos sorprendía a los tres en plena arquitectura de ideales, dibujando las costas de aquella isla de Tomás Moro. Ella decía que el sonido de las conversaciones en el bar parecía el nocturno bullicio de gorriones posados en las ramas de un árbol frondoso.

Yo disfrutaba de ser testigo del amor que ustedes se tenían, de las discusiones sobre Camus y Sartre, de cómo se le encendían a ella sus ojos negros cuando te esgrimía a Simone de Beauvoir o hablaba del mayo francés. Sospecho que todo eso fue la semilla que años después, ya radicado en Cuenca, hizo nacer en mí el afán de escribir una novela sobre la historia de ustedes, mía también por la extensión de la amistad; sentí que escribirla sería una forma de hacer una declaración testimonial de aquellos tiempos en los que intentamos ser lo que nos pedía la piel urgente de la época y el clamor de nuestros sueños. Me caló hondo lo que me dijiste una vez sobre que quienes escribimos resultamos ser muchas veces cartógrafos de geografías de dolor.

¿Te acordás de aquella noche de octubre el día de su cumpleaños, cuando le llevé como regalo un casette con temas que le gustaban? Ella leyó los títulos y se puso a entonar “La Balsa”. Resuena en mi memoria su voz, ¡qué lindo cantaba! ¿Y esa vez que volvió furiosa del conservatorio, enojada con lo que estaba pasando y se puso a tocar con su violín, en la puerta del Café, los acordes de “La marcha de la bronca"? ¡Qué carácter tenía!  

¡Perdoname!, me dejé llevar por la emoción y los recuerdos. Sucede que estoy haciendo el Camino de Santiago, es una experiencia fantástica en todos los sentidos que se te ocurran, que te pone frente a paisajes geográficos, culturales y al propio mundo interior. Hace unas semanas lo comencé en Irún, el viaje retrospectivo y los soliloquios que vengo teniendo han ido movilizando mis recuerdos. Pasan por mi mente, sin solución de continuidad, un montón de imágenes en blanco y negro. Días pasados, a la salida de un pueblo llamado Ribadesella, encontré un bonito conjunto de piedras pintadas, una de ellas decía: “El Camino es la misma vida”. Me quedé un largo rato ahí, caminando por mi interior. Ratifiqué lo importante que fueron ustedes en mi existencia y me di cuenta de que llevo demasiados años acá, sin regresar. En ese momento vino a mi mente aquella noche cuando nos enteramos de que se la habían llevado. Todavía me lacera tu dolor y me sigue angustiando la insistente e infructuosa manera con la que intentamos averiguar su paradero. Ya sabés lo que me pasó después y la urgente necesidad que tuve de marcharme. Fueron años muy duros hasta que logré hacerme un lugar acá y poder vivir de lo que más amo hacer. Es muy fulera la añoranza, además. Me golpeó terriblemente la carta tuya que recibí meses después de mi llegada en la que me contabas lo que finalmente le habían hecho a ella. Que duro precio pagó por la nobleza de sus ideales y su lealtad. El día que recibí tu carta lloré por la impotencia que me provocaba no estar a tu lado para abrazarte.

Como si fuera poco todo lo que te pasó estoy haciendo que lo revivas, me siento un egoísta metido en mi propio laberinto. En realidad, te escribo para contarte que, después de muchos intentos y de resolver procesos interiores, por fin logré escribir aquella novela, “Bulliciosos gorriones” es su título. El veinticinco de octubre la editorial hará su presentación en Madrid, en la Casa de las Américas y ellos te van a escribir invitándote a participar de la misma. Cuando me dijeron que esa era la fecha se sacudieron mis cimientos sensibles y pensé en los curiosos mensajes que a veces llevan en su vuelo ciertas casualidades.

Aunque sé de tus impedimentos deseo de todo corazón que puedas venir, hace muchos años que perdido en la distancia anda dando vueltas un abrazo. De todas maneras, estoy seguro de que ese día, entre las palabras que yo diga o en las lágrimas que sin duda me aflorarán ella estará presente y por extensión, aunque no vengas, vos también.

Con la ilusión de verte acá en ese momento te mando esta carta.

                                                                                                       Tu amigo del alma

martes, 3 de septiembre de 2024

RESULTADO DEL XI CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

Según comunicación del jurado del XI Concurso de relatos " Una Historia en el Camino" formado por Doña Yolanda Nava Miguélez, Don Antonio Toribios García y Doña Elisa Rivero Tomé, el resultado de dicho Concurso ha sido el siguiente:  

Premio al mejor relato:  "Bulliciosos gorriones". Autor: José Ángel Romano.

Mención especial para el segundo mejor relato: "La foto en la cartera". Autor: José Ramón Alonso Peña.

Mención especial para el tercer mejor relato: "El Bibliobús". Autora: Raquel Lozano Calleja.

Nº de relatos presentados: 109

Próximamente publicaremos en este blog los relatos premiados.

Gracias a todos los que habéis participado en este concurso.

martes, 14 de mayo de 2024

CONVOCATORIA XI CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 ORGANIZA: ASOCIACIÓN CULTURAL PADRE SERAPIO. BERCIANOS DEL REAL CAMINO (LEÓN)

                    

BASES

 1.     Pueden concurrir a este certamen todos las personas mayores de 16 años, cualquiera que sea su  nacionalidad

2.    Los trabajos se presentarán en lengua castellana, han de ser originales e inéditos y no podrán haber sido premiados con anterioridad en ningún otro concurso literario. No se admitirán relatos cuyo autor haya sido premiado en ediciones anteriores de este concurso.

3.     Tema: será libre, pero en el relato se deberá mencionar de forma expresa “El Camino de Santiago”.

4.      Extensión, soporte y formato: Relatos de hasta  un máximo de 3 hojas tamaño DIN A-4, letra tamaño 12 y párrafo con interlineado 1,5. Ficheros de texto Word u Open office.

5.      Forma de presentación y envío:  Por cada obra se enviará dos ficheros al correo electrónico  asociacionpadreserapio@gmail.com con los siguientes contenidos:

- Un fichero denominado RELATO, seguido del “título de la obra” que contendrá el relato presentado, y no habrá datos identificativos de la persona autora.

- Y otro fichero denominado PLICA que contendrá  el título de la obra, el nombre y apellidos del autor, así como su dirección completa, y número de teléfono.

6.      Plazo de presentación: Hasta el 19 de junio de 2024 a las 23:59 horas (hora española), según datos de recepción del correo electrónico en destino.                                                     

7.    El jurado, cuya composición será decisión de la Junta Directiva de la Asociación Cultural Padre Serapio, tendrá además de las facultades de otorgar o declarar desierto el premio y emitir el fallo, las de interpretar las presentes bases. La decisión del jurado será inapelable.

8.      El fallo se comunicará personalmente a los premiados y se hará público, entre otros medios, a través del blog de la Asociación Cultural Padre Serapio, antes del día 1 de septiembre de 2024.

9.      Se establece un premio al mejor relato, dotado con 150 €. Se hará una mención especial, a los dos  relatos finalistas.

10.  La Asociación Cultural Padre Serapio podrá publicar en su blog http://asocpadreserapiobercianos.blogspot.com y en cualquier otro medio, los trabajos premiados en este concurso, incluyendo los dos relatos finalistas.

11.      No se devolverán los relatos no premiados.

12.    La participación en el concurso implica la total aceptación de estas Bases.

martes, 3 de octubre de 2023

PUBLICACiÓN RELATOS PRIMERA Y SEGUNDA MENCIÓN EN X CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

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La caricia

 

 Se me va de los dedos la caricia sin causa,

se me va de los dedos… En el viento, al pasar,

la caricia que vaga sin destino ni objeto,

la caricia perdida ¿quién la recogerá?

La caricia perdida – ALFONSINA STORNI

 

 

Besé el rostro sereno, dormido; Luis me abrazó. Repetí la caricia con cuidado para no despertarlo, porque, si así fuese, la magia del momento se habría quebrado. Tenía que prolongar esos instantes en los que podía satisfacer, muy fugazmente, mi necesidad de dar afecto. Él giró, se desprendió de mis brazos y se acomodó cerca del borde de la cama, en su pozo del colchón, en el fondo de ese abismo profundo y oscuro donde vivía. El momento de ternura había pasado.

Me enamoré de Luis por un equívoco. No fue porque sus ojos azules y ágiles me recordaran la infancia, cuando contemplé asombrada por primera vez el mar tendiéndose apacible sobre la playa de Hendaya, en Irún, cuando comencé con mis padres el Camino de Santiago. Ni tampoco por la contradicción que no llegaba a comprender entre su temperamento huraño y los ojos expresivos; ni siquiera porque necesitaba el amor para olvidarme de tanta soledad.

Había empezado a amarlo sin remedio el día que lo conocí, cuando me acompañó hasta mi casa después del baile y, en la penumbra silenciosa del zaguán, me susurró al oído: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes de lejos, y mi voz no te toca”. Mi ignorancia poética me impidió reconocer los versos y creí que habían nacido espontáneos. Luego, sus ojos vivaces y las manos vehementes me revelaron una gran necesidad de cariño; y yo tenía mucho para dar. Nos amamos en los lugares más insólitos y nos acariciamos por debajo de la mesa en las reuniones familiares con sus adustos padres.

Los primeros años de casados fuimos muy felices. Hasta que, buscando respuestas porque el hijo que tanto deseábamos no venía, Luis descubrió su infertilidad. Comenzó a alejarse.

El accidente que a Luis le costó la vista, terminó por recluirlo en su pequeño y a la vez profundo universo de dolor y sombras. Quise ser su lazarillo, calmar su angustia con el amor que me inspiraba. Él levantó una muralla.

Un día vino a visitarlo Héctor, su gran amigo de la infancia. Comenzó a hablarle de fútbol, la pasión de Luis. Al principio, venía los sábados por la tarde, se quedaba a cenar y seguía una sobremesa de goles, regates, mundiales y campeonatos, hasta la madrugada. Yo no entendía, no me interesaba el fútbol, pero me mantenía expectante y feliz ante las manifestaciones de placer de Luis, cómo revivía, cómo disfrutaba esos momentos. El resto de la semana permanecía callado y distante, sumido quizá en lo que había hablado con su amigo el último sábado o agobiado por viejos fantasmas. Durante las comidas, el silencio se espesaba; podía sentirlo en la garganta, se me cerraba cada vez más, me costaba respirar. Y una impotencia despiadada se escurría en mi ánimo como el rocío se cuela entre los pliegues de la ropa. Creí que Héctor podría ayudarme a recuperar el optimismo, la alegría, el amor de mi esposo.

— Por favor, ven más seguido. A Luis le hace mucho bien.

Soltero, sin compromisos, comenzó a visitarnos todos los días: durante la semana, cuando salía del trabajo; los domingos llegaba después de almorzar y se quedaba conversando conmigo hasta que Luis despertaba de la siesta.

— ¿Siempre te gustó el fútbol?

— De niño. Ahora..., para poder conversar con Luis, empecé a leer el suplemento deportivo de los periódicos.

Desde que mi esposo había quedado ciego, dejé de maquillarme; empecé a hacerlo de nuevo cuando se acercaba la hora de la llegada de Héctor. Varias veces nuestras manos se encontraron y las saqué rápido para no rendirme al mareo dulce que me sobrevino. Fue mi confidente.

— ...y necesito que me escuche, que me permita ayudarlo, mimarlo, me hacen falta sus caricias.

— Hablaré con Luis.

 

Están sentados en el sillón. Llevo los cafés en una bandeja, los dejo sobre la mesa ratona y me siento entre los dos. Hablan de fútbol, toman café.

Estoy feliz de ver a Luis entusiasmarse con la plática. Intento apoyar la cabeza sobre el respaldo y me recibe el hueco de una mano. Pienso en la audacia de Héctor que, por primera vez, se atreve a tocarme.

Debería apartarme, pero, el deseo de sentir una caricia tanto tiempo esperada, hace que apoye la cabeza y la gire levemente, con los ojos cerrados, hacia uno y otro lado. Los dedos se meten entre el pelo. Adivino una ternura profunda. Me siento segura de que no avanzará demasiado. Me inclino, apenas, hacia Héctor. Los dedos se detienen. Me froto contra ellos, buscando más. Pero la mano ha quedado estática. Giro la cabeza hacia Héctor. Abro los ojos. Su expresión es de asombro y algo de temor. Giro hacia Luis. También hay sorpresa en esos ojos normalmente inexpresivos. En su boca aparece una mueca de angustia, al mismo tiempo que retira su mano en medio de un silencio que comienza a pesar.

EL SEÑOR DE ALABASTRO

 

La enfermedad, la muerte y la locura fueron los ángeles negros que velaron mi cuna y que me han perseguido durante toda mi vida. Es lo que asegura Edward Munch a Van Gogh, que le mira con expresión serena mientras delimita su puntiagudo rostro con las manos. La habitación se ve envuelta por los acordes de una obertura de Robert Schumann. El músico se levanta de la silla, poderoso, como un Moisés dispuesto a dividir los mares, coge el pincel de Vincent y el lienzo de Edward y los envuelve en un pergamino que se mete en el bolsillo.  Mi imaginación va a mil por hora, no sé lo que está pasando. Una voz me susurra algo al oído, puede que sean los peregrinos en este camino que nunca termina, los audífonos se han vuelto a estropear. No consigo identificar de dónde procede. Me da la sensación de que los dos pintores y el músico hablan a la vez, como si vertiesen sus palabras en un embudo. A lo lejos, en la misma estancia pero levitando, como suspendido entre nubes de algodón, me llama la atención el cuerpo de un hombre, parece un Pantocrátor hecho para el pueblo, regio pero cercano, temeroso pero confiado. Es Santiago el Mayor, poderoso, enigmático, brillante como el alabastro de la abadía de Cañas, su espectáculo terrenal goza de una delicadeza extrema, me emociona, me dejo llevar...

Una vez más, la muerte me acompaña, por algo será. No me la quito de encima, es lo que me mantiene alerta, nada más desperezarme pienso en ella, la ansío, quiero que venga a mi encuentro, sé que nadie verterá una lágrima en mi funeral, ni siquiera lloverá ni hará mal tiempo, algo que ensalza los entierros, al revés, un Sol de justicia secará los ojos del sepulturero, que dejará la tumba a medio cubrir con tierra cuarteada por el calor.

A mis 85 años, la vida no se ve como un participante sino como espectador, hace lustros que vivo por inercia, en realidad no me considero un muerto viviente, como muchos de mis amigos me identifican, sino un vivo muerto, que es peor porque a la expresión se le quita el componente poético. Sea como sea, en el camino me siento un poco vivo, aunque me haya engañado y me resulte extraño emplear esa palabra.

La muerte siempre se lleva o deja con vida a la persona equivocada. En mi caso se empeña en equivocarse, no sé por qué, desde aquí hago un llamamiento a la innombrable para que acuda a mi encuentro, anímate, no me abandones. Con ella podría hablar de mi pasado con enjundia, con validez moral, me entendería, removería la ponzoña que me rodea y crearía poemas de libertad con ella.

Estoy tan acostumbrado a hablar del pasado con personas que no lo han vivido que termino inventándomelo. La única versión válida es la que tú mismo aportas, la historia es solo tuya. Narrar recuerdos, cuando solo existe un narrador, es escribir ficción. No lo sé, puede que el pasado se invente para poder seguir adelante. A mi edad, casi todos mis contemporáneos están muertos. Con ella a mi lado, con la Parca, seguro que la tortilla se daría la vuelta y ese pasado adquiriría valor de futuro, justo lo que un día fue. A Santiago lo mató Agripa, yo hace tiempo que vivo el tiempo de descuento. Un paso más, y otro, me da la mano, me ayuda, me susurra palabras reconfortantes desde el averno de los justos, vislumbro Logroño, Burgos, la tierra de Campos, Astorga, me llegan ecos de Oviedo, me cuesta moverme, pero el Mayor me da fuerzas…

Cuando envejeces, un extraño ocupa tu cuerpo, te posee, no eres tú mismo, todos estamos en la misma cinta transportadora, dirige la mercancía hacia un agujero, el hueco del abismo, del báratro, del vacío, de la nada, de la oscuridad. A mi edad uno siente que se halla en el quinto acto de una ópera de Wagner, es consciente de que el final será infausto, pero no sabe cuándo llegará…

Santiago me espera en esa ciudad brumosa que ahora es el corazón de Galicia, me está costando desplazarme por estos senderos, no hago el camino por ningún motivo espiritual, simplemente para morir al lado del hijo de Salomé.

Dicen que lloramos cuando nacemos y cuando morimos. Yo no tengo ni idea de lo que hice al nacer porque nadie lo sabe, puede que Santiago me ilumine. Sí que estoy seguro de que no lloraré cuando muera, a pesar de que, gracias a las emociones vividas en el camino, deseo aplazar ese momento un par de segundos para degustar lo sentido.

 

FIN

 

 

 

 

 

 

 

  


lunes, 2 de octubre de 2023

PUBLICACIÓN DEL RELATO PREMIADO EN EL X CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

GOLONDRINAS EN EL CIELO AZUL

 

 

Antidio solía ser el primero en sacar la silla. La arrastraba desde la puerta trasera del corralón arañando el pavimento para hacerse notar; luego la situaba en el centro exacto de Las Cortes, se sentaba, tosía innumerables veces hasta que aparecían los hermanos Antúnez.

–¿Ha pasado alguno?

–Ni un gato ha pasado.

Zacarías era el hermano mayor. Corpulento, colorado como una teja. Sólo su incipiente cojera y las gafas de culo de vaso contradecían el vigor de todo lo demás. José le seguía arrastrando los pies, más muerto que vivo. Viéndoles a los dos, nadie hubiera dicho que se llevaban ocho años, ni que el anciano de manos temblorosas y espalda curvada fue en su día el benjamín de la casa de los Antúnez.

Teodoro llegaba el último, hacia las once. Día sí, día no, lo hacía con un enorme puro entre sus dedos largos de señorito. Se los mandaba Fidel desde La Habana, eso decía él.

–¿Ha pasado alguno? –preguntaba a los presentes después de sentarse en su silla de camping.

–Ni un gato –respondía Antidio sin quitar los ojos del veguero–. Buen puro, compadre.

–Me los manda Fidel, ya sabes.

Lo llamaban Las Cortes porque allí iban los viejos a resolver los asuntos de España. Se discutían leyes, se destituían ministros, se abucheaban o aplaudían los nuevos impuestos con la misma pasión con que se hablaba del agua, de las cosechas, de las piernas de las señoras que aparecían en televisión. Del Camino de Santiago y los peregrinos también, en los últimos tiempos. Desde que reformaron el albergue de San Martín, era el asunto principal en las sesiones. Como si el atuendo de los caminantes, sus andares, sus distintas lenguas, hubieran desbancado a las derechas e izquierdas de toda la vida.

–Ahí vienen dos en bicicleta.

–¡Así también peregrino yo!

Zacarías era el purista de la reunión. Para él, ir en bicicleta a Santiago era como hacer trampas en el juego. Se escamoteaban las ampollas en los pies, el bordón en la mano, hasta la fe se escamoteaba.

–Son los tiempos –terciaba Teodoro mordiendo el puro–. Dentro de poco, habrá máquinas hasta para ayudarnos a mear.

–¿Estás seguro?

José parecía despertarse con esas cosas. No sólo por su próstata, más seca y retorcida que un rastrojo, sino por el resto de su persona. Levantaba la cabeza y fijaba sus ojillos azules en las figuras de los ciclistas, como si aquellos artefactos de dos ruedas fueran panacea contra espolones, orquitis, el asma y los ardores de estómago. Cuando los perdía de vista a la altura de las eras, antes que los demás por las cataratas, volvía a doblar la espalda con resignación.

–Algún día yo también iré a Santiago –susurraba Antidio al concluir el espectáculo.

–¿También en bicicleta?

–Volando, amigos, como los ángeles.

–Así iremos todos.

Cerca del mediodía, se animaban los escaños. Los que habían pernoctado en el albergue de San Martín pasaban entre las doce y la una, primero los más jóvenes, seguros y a buen ritmo con sus mochilas a la espalda.

–Ésos pillarán cama esta noche.

–Es ley de vida.

Después llegaban los maduritos, los de las ampollas, los que disfrutaban del paisaje porque tenían plaza en un hotel. A veces, algún viejo con sombrero y cargado de conchas.

–Si no fuera por esta maldita pierna… –rezongaba Zacarías palpándose la rodilla.

–Si no fuera por este maldito tabaco… –imitaba Teodoro sacando un nuevo puro de la chaqueta.

–Buen puro, compadre.

–Me los manda Fidel.

Después de comer, hablaban de peregrinos. Los de allí y los de todas partes, los verdaderos y los falsos. Las tonterías de algún ministro pasaban a un segundo o tercer lugar en el orden del día.

–¿Para qué andar tanto? –interpelaba Teodoro esgrimiendo su puro vespertino.

–Dicen que es la fe.

–No te engañes, Antidio. Ya nadie cree en nada.

Adormilado, Zacarías asentía con la cabeza.

–¿Y si la están buscando?

–Que anden entonces. Yo espero aquí sentado.

Los tres se quedaban mirando al fumador como si de repente se dieran cuenta de que ellos también estaban esperando algo. José, una bicicleta milagrosa para ahuyentar sus males; Zacarías, al peregrino perfecto que sería como él de joven, colosal, colorado como una teja; Antidio, al mismísimo Fidel Castro con una caja de puros en cada mano.

–¿Y tú qué esperas, Teodoro? –se interesaba alguno, media hora después.

–¿Qué espero? Que todo siga igual.

Nadie ejercía el turno de réplica ante semejante proclamación. Bajaban la mirada al suelo y eso era todo. Zumbaban las moscas, sonaban grillos a lo lejos, iba cayendo la tarde. Teodoro era el primero en retirarse. Plegaba la silla de camping y saludaba a la parroquia.

–Mañana más –decía.

Antidio lo imitaba enseguida. Sin toses, sin arañar el pavimento. Cruzaba la calle con la silla en vilo y se perdía en la puerta trasera del corralón.

–Bueno, hermano, ya está todo vendido –exclamaba el mayor de los Antúnez levantándose sin esfuerzo.

José se lo pensaba un buen rato antes de decidirse.

–¿Crees que será verdad? –preguntaba al fin con un brillo en los ojos, antes de incorporarse.

–¿El qué?

–Lo de la máquina para mear mejor.

–Algún día, quién sabe.

–¿Y lo de los ángeles? ¿Iremos volando a Santiago, como dice Antidio?

Zacarías se encogía de hombros y echaba la vista al cielo. Sobre su cabeza, chillonas y vertiginosas, trasteaban en el cielo azul las golondrinas.


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