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La caricia
Se me va de los
dedos la caricia sin causa,
se me va de los dedos… En el viento, al pasar,
la caricia que vaga sin destino ni objeto,
la caricia perdida ¿quién la recogerá?
La caricia
perdida – ALFONSINA STORNI
Besé el rostro
sereno, dormido; Luis me abrazó. Repetí la caricia con cuidado para no
despertarlo, porque, si así fuese, la magia del momento se habría quebrado.
Tenía que prolongar esos instantes en los que podía satisfacer, muy fugazmente,
mi necesidad de dar afecto. Él giró, se desprendió de mis brazos y se acomodó
cerca del borde de la cama, en su pozo del colchón, en el fondo de ese abismo
profundo y oscuro donde vivía. El momento de ternura había pasado.
Me enamoré de Luis
por un equívoco. No fue porque sus ojos azules y ágiles me recordaran la infancia,
cuando contemplé asombrada por primera vez el mar tendiéndose apacible sobre la
playa de Hendaya, en Irún, cuando comencé con mis padres el Camino de Santiago.
Ni tampoco por la contradicción que no llegaba a comprender entre su
temperamento huraño y los ojos expresivos; ni siquiera porque necesitaba el
amor para olvidarme de tanta soledad.
Había empezado a
amarlo sin remedio el día que lo conocí, cuando me acompañó hasta mi casa
después del baile y, en la penumbra silenciosa del zaguán, me susurró al oído:
“Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes de lejos, y mi
voz no te toca”. Mi ignorancia poética me impidió
reconocer los versos y creí que habían nacido espontáneos. Luego, sus ojos vivaces
y las manos vehementes me revelaron una gran necesidad de cariño; y yo tenía
mucho para dar. Nos amamos en los lugares más insólitos y nos acariciamos por
debajo de la mesa en las reuniones familiares con sus adustos padres.
Los primeros años de casados fuimos muy felices. Hasta que, buscando
respuestas porque el hijo que tanto deseábamos no venía, Luis descubrió su
infertilidad. Comenzó a alejarse.
El accidente que a
Luis le costó la vista, terminó por recluirlo en su pequeño y a la vez profundo
universo de dolor y sombras. Quise ser su lazarillo, calmar su angustia con el
amor que me inspiraba. Él levantó una muralla.
Un día vino a
visitarlo Héctor, su gran amigo de la infancia. Comenzó a hablarle de fútbol,
la pasión de Luis. Al principio, venía los sábados por la tarde, se quedaba a
cenar y seguía una sobremesa de goles, regates, mundiales y campeonatos, hasta
la madrugada. Yo no entendía, no me interesaba el fútbol, pero me mantenía
expectante y feliz ante las manifestaciones de placer de Luis, cómo revivía,
cómo disfrutaba esos momentos. El resto de la semana permanecía callado y
distante, sumido quizá en lo que había hablado con su amigo el último sábado o
agobiado por viejos fantasmas. Durante las comidas, el silencio se espesaba;
podía sentirlo en la garganta, se me cerraba cada vez más, me costaba respirar.
Y una impotencia despiadada se escurría en mi ánimo como el rocío se cuela
entre los pliegues de la ropa. Creí que Héctor podría ayudarme a recuperar el
optimismo, la alegría, el amor de mi esposo.
— Por favor, ven
más seguido. A Luis le hace mucho bien.
Soltero, sin
compromisos, comenzó a visitarnos todos los días: durante la semana, cuando
salía del trabajo; los domingos llegaba después de almorzar y se quedaba conversando
conmigo hasta que Luis despertaba de la siesta.
— ¿Siempre te
gustó el fútbol?
— De niño.
Ahora..., para poder conversar con Luis, empecé a leer el suplemento deportivo
de los periódicos.
Desde que mi
esposo había quedado ciego, dejé de maquillarme; empecé a hacerlo de nuevo
cuando se acercaba la hora de la llegada de Héctor. Varias veces nuestras manos
se encontraron y las saqué rápido para no rendirme al mareo dulce que me
sobrevino. Fue mi confidente.
— ...y necesito
que me escuche, que me permita ayudarlo, mimarlo, me hacen falta sus caricias.
— Hablaré con
Luis.
Están sentados en
el sillón. Llevo los cafés en una bandeja, los dejo sobre la mesa ratona y me siento
entre los dos. Hablan de fútbol, toman café.
Estoy feliz de ver
a Luis entusiasmarse con la plática. Intento apoyar la cabeza sobre el respaldo y me recibe
el hueco de una mano. Pienso en la audacia de Héctor
que, por primera vez, se atreve a tocarme.
Debería apartarme, pero, el deseo de sentir una caricia tanto tiempo esperada,
hace que apoye la cabeza y la gire levemente, con los ojos cerrados, hacia uno
y otro lado. Los dedos se meten entre el pelo. Adivino una ternura profunda. Me
siento segura de que no avanzará demasiado. Me inclino, apenas, hacia Héctor.
Los dedos se detienen. Me froto contra ellos, buscando más. Pero la mano ha
quedado estática. Giro la cabeza hacia Héctor. Abro los ojos. Su expresión es
de asombro y algo de temor. Giro hacia Luis. También hay sorpresa en esos ojos
normalmente inexpresivos. En su boca aparece una mueca de angustia, al mismo
tiempo que retira su mano en medio de un silencio que comienza a pesar.
EL SEÑOR DE ALABASTRO
La enfermedad, la muerte y la
locura fueron los ángeles negros que velaron mi cuna y que me han perseguido
durante toda mi vida.
Es lo que asegura Edward Munch a Van Gogh, que le mira con expresión serena
mientras delimita su puntiagudo rostro con las manos. La habitación se ve
envuelta por los acordes de una obertura de Robert Schumann. El músico se
levanta de la silla, poderoso, como un Moisés dispuesto a dividir los mares,
coge el pincel de Vincent y el lienzo de Edward y los envuelve en un pergamino
que se mete en el bolsillo. Mi
imaginación va a mil por hora, no sé lo que está pasando. Una voz me susurra
algo al oído, puede que sean los peregrinos en este camino que nunca termina,
los audífonos se han vuelto a estropear. No consigo identificar de dónde
procede. Me da la sensación de que los dos pintores y el músico hablan a la
vez, como si vertiesen sus palabras en un embudo. A lo lejos, en la misma
estancia pero levitando, como suspendido entre nubes de algodón, me llama la
atención el cuerpo de un hombre, parece un Pantocrátor hecho para el pueblo,
regio pero cercano, temeroso pero confiado. Es Santiago el Mayor, poderoso,
enigmático, brillante como el alabastro de la abadía de Cañas, su espectáculo terrenal
goza de una delicadeza extrema, me emociona, me dejo llevar...
Una vez más, la muerte me acompaña,
por algo será. No me la quito de encima, es lo que me mantiene alerta, nada más
desperezarme pienso en ella, la ansío, quiero que venga a mi encuentro, sé que
nadie verterá una lágrima en mi funeral, ni siquiera lloverá ni hará mal
tiempo, algo que ensalza los entierros, al revés, un Sol de justicia secará los
ojos del sepulturero, que dejará la tumba a medio cubrir con tierra cuarteada
por el calor.
A mis 85 años, la vida no se ve
como un participante sino como espectador, hace lustros que vivo por inercia,
en realidad no me considero un muerto viviente, como muchos de mis amigos me
identifican, sino un vivo muerto, que es peor porque a la expresión se le quita
el componente poético. Sea como sea, en el camino me siento un poco vivo,
aunque me haya engañado y me resulte extraño emplear esa palabra.
La muerte siempre se lleva o deja
con vida a la persona equivocada. En mi caso se empeña en equivocarse, no sé
por qué, desde aquí hago un llamamiento a la innombrable para que acuda a mi
encuentro, anímate, no me abandones. Con ella podría hablar de mi pasado con
enjundia, con validez moral, me entendería, removería la ponzoña que me rodea y
crearía poemas de libertad con ella.
Estoy tan acostumbrado a hablar del
pasado con personas que no lo han vivido que termino inventándomelo. La única
versión válida es la que tú mismo aportas, la historia es solo tuya. Narrar
recuerdos, cuando solo existe un narrador, es escribir ficción. No lo sé, puede
que el pasado se invente para poder seguir adelante. A mi edad, casi todos mis
contemporáneos están muertos. Con ella a mi lado, con la Parca, seguro que la
tortilla se daría la vuelta y ese pasado adquiriría valor de futuro, justo lo
que un día fue. A Santiago lo mató Agripa, yo hace tiempo que vivo el tiempo de
descuento. Un paso más, y otro, me da la mano, me ayuda, me susurra palabras
reconfortantes desde el averno de los justos, vislumbro Logroño, Burgos, la
tierra de Campos, Astorga, me llegan ecos de Oviedo, me cuesta moverme, pero el
Mayor me da fuerzas…
Cuando envejeces, un extraño ocupa
tu cuerpo, te posee, no eres tú mismo, todos estamos en la misma cinta transportadora,
dirige la mercancía hacia un agujero, el hueco del abismo, del báratro, del
vacío, de la nada, de la oscuridad. A mi edad uno siente que se halla en el
quinto acto de una ópera de Wagner, es consciente de que el final será
infausto, pero no sabe cuándo llegará…
Santiago me espera en esa ciudad
brumosa que ahora es el corazón de Galicia, me está costando desplazarme por
estos senderos, no hago el camino por ningún motivo espiritual, simplemente
para morir al lado del hijo de Salomé.
Dicen que lloramos cuando nacemos y
cuando morimos. Yo no tengo ni idea de lo que hice al nacer porque nadie lo
sabe, puede que Santiago me ilumine. Sí que estoy seguro de que no lloraré
cuando muera, a pesar de que, gracias a las emociones vividas en el camino,
deseo aplazar ese momento un par de segundos para degustar lo sentido.
FIN