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miércoles, 11 de septiembre de 2024

PUBLICACIÓN DEL RELATO GANADOR DEL XI CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

Bulliciosos gorriones

Autor: José Ángel Romano                                                      

                                                          Gijón, una tarde de junio

Hola, querido amigo.

 

Espero que estés bien. En este momento siento que estoy con vos en Buenos Aires, en el Café La Paz, ese bar que cobijó nuestros sueños y al que bautizáramos como nuestro atelier. Recuerdo aquellas noches en las que la madrugada nos sorprendía a los tres en plena arquitectura de ideales, dibujando las costas de aquella isla de Tomás Moro. Ella decía que el sonido de las conversaciones en el bar parecía el nocturno bullicio de gorriones posados en las ramas de un árbol frondoso.

Yo disfrutaba de ser testigo del amor que ustedes se tenían, de las discusiones sobre Camus y Sartre, de cómo se le encendían a ella sus ojos negros cuando te esgrimía a Simone de Beauvoir o hablaba del mayo francés. Sospecho que todo eso fue la semilla que años después, ya radicado en Cuenca, hizo nacer en mí el afán de escribir una novela sobre la historia de ustedes, mía también por la extensión de la amistad; sentí que escribirla sería una forma de hacer una declaración testimonial de aquellos tiempos en los que intentamos ser lo que nos pedía la piel urgente de la época y el clamor de nuestros sueños. Me caló hondo lo que me dijiste una vez sobre que quienes escribimos resultamos ser muchas veces cartógrafos de geografías de dolor.

¿Te acordás de aquella noche de octubre el día de su cumpleaños, cuando le llevé como regalo un casette con temas que le gustaban? Ella leyó los títulos y se puso a entonar “La Balsa”. Resuena en mi memoria su voz, ¡qué lindo cantaba! ¿Y esa vez que volvió furiosa del conservatorio, enojada con lo que estaba pasando y se puso a tocar con su violín, en la puerta del Café, los acordes de “La marcha de la bronca"? ¡Qué carácter tenía!  

¡Perdoname!, me dejé llevar por la emoción y los recuerdos. Sucede que estoy haciendo el Camino de Santiago, es una experiencia fantástica en todos los sentidos que se te ocurran, que te pone frente a paisajes geográficos, culturales y al propio mundo interior. Hace unas semanas lo comencé en Irún, el viaje retrospectivo y los soliloquios que vengo teniendo han ido movilizando mis recuerdos. Pasan por mi mente, sin solución de continuidad, un montón de imágenes en blanco y negro. Días pasados, a la salida de un pueblo llamado Ribadesella, encontré un bonito conjunto de piedras pintadas, una de ellas decía: “El Camino es la misma vida”. Me quedé un largo rato ahí, caminando por mi interior. Ratifiqué lo importante que fueron ustedes en mi existencia y me di cuenta de que llevo demasiados años acá, sin regresar. En ese momento vino a mi mente aquella noche cuando nos enteramos de que se la habían llevado. Todavía me lacera tu dolor y me sigue angustiando la insistente e infructuosa manera con la que intentamos averiguar su paradero. Ya sabés lo que me pasó después y la urgente necesidad que tuve de marcharme. Fueron años muy duros hasta que logré hacerme un lugar acá y poder vivir de lo que más amo hacer. Es muy fulera la añoranza, además. Me golpeó terriblemente la carta tuya que recibí meses después de mi llegada en la que me contabas lo que finalmente le habían hecho a ella. Que duro precio pagó por la nobleza de sus ideales y su lealtad. El día que recibí tu carta lloré por la impotencia que me provocaba no estar a tu lado para abrazarte.

Como si fuera poco todo lo que te pasó estoy haciendo que lo revivas, me siento un egoísta metido en mi propio laberinto. En realidad, te escribo para contarte que, después de muchos intentos y de resolver procesos interiores, por fin logré escribir aquella novela, “Bulliciosos gorriones” es su título. El veinticinco de octubre la editorial hará su presentación en Madrid, en la Casa de las Américas y ellos te van a escribir invitándote a participar de la misma. Cuando me dijeron que esa era la fecha se sacudieron mis cimientos sensibles y pensé en los curiosos mensajes que a veces llevan en su vuelo ciertas casualidades.

Aunque sé de tus impedimentos deseo de todo corazón que puedas venir, hace muchos años que perdido en la distancia anda dando vueltas un abrazo. De todas maneras, estoy seguro de que ese día, entre las palabras que yo diga o en las lágrimas que sin duda me aflorarán ella estará presente y por extensión, aunque no vengas, vos también.

Con la ilusión de verte acá en ese momento te mando esta carta.

                                                                                                       Tu amigo del alma

martes, 3 de septiembre de 2024

RESULTADO DEL XI CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

Según comunicación del jurado del XI Concurso de relatos " Una Historia en el Camino" formado por Doña Yolanda Nava Miguélez, Don Antonio Toribios García y Doña Elisa Rivero Tomé, el resultado de dicho Concurso ha sido el siguiente:  

Premio al mejor relato:  "Bulliciosos gorriones". Autor: José Ángel Romano.

Mención especial para el segundo mejor relato: "La foto en la cartera". Autor: José Ramón Alonso Peña.

Mención especial para el tercer mejor relato: "El Bibliobús". Autora: Raquel Lozano Calleja.

Nº de relatos presentados: 109

Próximamente publicaremos en este blog los relatos premiados.

Gracias a todos los que habéis participado en este concurso.

martes, 14 de mayo de 2024

CONVOCATORIA XI CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 ORGANIZA: ASOCIACIÓN CULTURAL PADRE SERAPIO. BERCIANOS DEL REAL CAMINO (LEÓN)

                    

BASES

 1.     Pueden concurrir a este certamen todos las personas mayores de 16 años, cualquiera que sea su  nacionalidad

2.    Los trabajos se presentarán en lengua castellana, han de ser originales e inéditos y no podrán haber sido premiados con anterioridad en ningún otro concurso literario. No se admitirán relatos cuyo autor haya sido premiado en ediciones anteriores de este concurso.

3.     Tema: será libre, pero en el relato se deberá mencionar de forma expresa “El Camino de Santiago”.

4.      Extensión, soporte y formato: Relatos de hasta  un máximo de 3 hojas tamaño DIN A-4, letra tamaño 12 y párrafo con interlineado 1,5. Ficheros de texto Word u Open office.

5.      Forma de presentación y envío:  Por cada obra se enviará dos ficheros al correo electrónico  asociacionpadreserapio@gmail.com con los siguientes contenidos:

- Un fichero denominado RELATO, seguido del “título de la obra” que contendrá el relato presentado, y no habrá datos identificativos de la persona autora.

- Y otro fichero denominado PLICA que contendrá  el título de la obra, el nombre y apellidos del autor, así como su dirección completa, y número de teléfono.

6.      Plazo de presentación: Hasta el 19 de junio de 2024 a las 23:59 horas (hora española), según datos de recepción del correo electrónico en destino.                                                     

7.    El jurado, cuya composición será decisión de la Junta Directiva de la Asociación Cultural Padre Serapio, tendrá además de las facultades de otorgar o declarar desierto el premio y emitir el fallo, las de interpretar las presentes bases. La decisión del jurado será inapelable.

8.      El fallo se comunicará personalmente a los premiados y se hará público, entre otros medios, a través del blog de la Asociación Cultural Padre Serapio, antes del día 1 de septiembre de 2024.

9.      Se establece un premio al mejor relato, dotado con 150 €. Se hará una mención especial, a los dos  relatos finalistas.

10.  La Asociación Cultural Padre Serapio podrá publicar en su blog http://asocpadreserapiobercianos.blogspot.com y en cualquier otro medio, los trabajos premiados en este concurso, incluyendo los dos relatos finalistas.

11.      No se devolverán los relatos no premiados.

12.    La participación en el concurso implica la total aceptación de estas Bases.

martes, 3 de octubre de 2023

PUBLICACiÓN RELATOS PRIMERA Y SEGUNDA MENCIÓN EN X CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

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La caricia

 

 Se me va de los dedos la caricia sin causa,

se me va de los dedos… En el viento, al pasar,

la caricia que vaga sin destino ni objeto,

la caricia perdida ¿quién la recogerá?

La caricia perdida – ALFONSINA STORNI

 

 

Besé el rostro sereno, dormido; Luis me abrazó. Repetí la caricia con cuidado para no despertarlo, porque, si así fuese, la magia del momento se habría quebrado. Tenía que prolongar esos instantes en los que podía satisfacer, muy fugazmente, mi necesidad de dar afecto. Él giró, se desprendió de mis brazos y se acomodó cerca del borde de la cama, en su pozo del colchón, en el fondo de ese abismo profundo y oscuro donde vivía. El momento de ternura había pasado.

Me enamoré de Luis por un equívoco. No fue porque sus ojos azules y ágiles me recordaran la infancia, cuando contemplé asombrada por primera vez el mar tendiéndose apacible sobre la playa de Hendaya, en Irún, cuando comencé con mis padres el Camino de Santiago. Ni tampoco por la contradicción que no llegaba a comprender entre su temperamento huraño y los ojos expresivos; ni siquiera porque necesitaba el amor para olvidarme de tanta soledad.

Había empezado a amarlo sin remedio el día que lo conocí, cuando me acompañó hasta mi casa después del baile y, en la penumbra silenciosa del zaguán, me susurró al oído: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes de lejos, y mi voz no te toca”. Mi ignorancia poética me impidió reconocer los versos y creí que habían nacido espontáneos. Luego, sus ojos vivaces y las manos vehementes me revelaron una gran necesidad de cariño; y yo tenía mucho para dar. Nos amamos en los lugares más insólitos y nos acariciamos por debajo de la mesa en las reuniones familiares con sus adustos padres.

Los primeros años de casados fuimos muy felices. Hasta que, buscando respuestas porque el hijo que tanto deseábamos no venía, Luis descubrió su infertilidad. Comenzó a alejarse.

El accidente que a Luis le costó la vista, terminó por recluirlo en su pequeño y a la vez profundo universo de dolor y sombras. Quise ser su lazarillo, calmar su angustia con el amor que me inspiraba. Él levantó una muralla.

Un día vino a visitarlo Héctor, su gran amigo de la infancia. Comenzó a hablarle de fútbol, la pasión de Luis. Al principio, venía los sábados por la tarde, se quedaba a cenar y seguía una sobremesa de goles, regates, mundiales y campeonatos, hasta la madrugada. Yo no entendía, no me interesaba el fútbol, pero me mantenía expectante y feliz ante las manifestaciones de placer de Luis, cómo revivía, cómo disfrutaba esos momentos. El resto de la semana permanecía callado y distante, sumido quizá en lo que había hablado con su amigo el último sábado o agobiado por viejos fantasmas. Durante las comidas, el silencio se espesaba; podía sentirlo en la garganta, se me cerraba cada vez más, me costaba respirar. Y una impotencia despiadada se escurría en mi ánimo como el rocío se cuela entre los pliegues de la ropa. Creí que Héctor podría ayudarme a recuperar el optimismo, la alegría, el amor de mi esposo.

— Por favor, ven más seguido. A Luis le hace mucho bien.

Soltero, sin compromisos, comenzó a visitarnos todos los días: durante la semana, cuando salía del trabajo; los domingos llegaba después de almorzar y se quedaba conversando conmigo hasta que Luis despertaba de la siesta.

— ¿Siempre te gustó el fútbol?

— De niño. Ahora..., para poder conversar con Luis, empecé a leer el suplemento deportivo de los periódicos.

Desde que mi esposo había quedado ciego, dejé de maquillarme; empecé a hacerlo de nuevo cuando se acercaba la hora de la llegada de Héctor. Varias veces nuestras manos se encontraron y las saqué rápido para no rendirme al mareo dulce que me sobrevino. Fue mi confidente.

— ...y necesito que me escuche, que me permita ayudarlo, mimarlo, me hacen falta sus caricias.

— Hablaré con Luis.

 

Están sentados en el sillón. Llevo los cafés en una bandeja, los dejo sobre la mesa ratona y me siento entre los dos. Hablan de fútbol, toman café.

Estoy feliz de ver a Luis entusiasmarse con la plática. Intento apoyar la cabeza sobre el respaldo y me recibe el hueco de una mano. Pienso en la audacia de Héctor que, por primera vez, se atreve a tocarme.

Debería apartarme, pero, el deseo de sentir una caricia tanto tiempo esperada, hace que apoye la cabeza y la gire levemente, con los ojos cerrados, hacia uno y otro lado. Los dedos se meten entre el pelo. Adivino una ternura profunda. Me siento segura de que no avanzará demasiado. Me inclino, apenas, hacia Héctor. Los dedos se detienen. Me froto contra ellos, buscando más. Pero la mano ha quedado estática. Giro la cabeza hacia Héctor. Abro los ojos. Su expresión es de asombro y algo de temor. Giro hacia Luis. También hay sorpresa en esos ojos normalmente inexpresivos. En su boca aparece una mueca de angustia, al mismo tiempo que retira su mano en medio de un silencio que comienza a pesar.

EL SEÑOR DE ALABASTRO

 

La enfermedad, la muerte y la locura fueron los ángeles negros que velaron mi cuna y que me han perseguido durante toda mi vida. Es lo que asegura Edward Munch a Van Gogh, que le mira con expresión serena mientras delimita su puntiagudo rostro con las manos. La habitación se ve envuelta por los acordes de una obertura de Robert Schumann. El músico se levanta de la silla, poderoso, como un Moisés dispuesto a dividir los mares, coge el pincel de Vincent y el lienzo de Edward y los envuelve en un pergamino que se mete en el bolsillo.  Mi imaginación va a mil por hora, no sé lo que está pasando. Una voz me susurra algo al oído, puede que sean los peregrinos en este camino que nunca termina, los audífonos se han vuelto a estropear. No consigo identificar de dónde procede. Me da la sensación de que los dos pintores y el músico hablan a la vez, como si vertiesen sus palabras en un embudo. A lo lejos, en la misma estancia pero levitando, como suspendido entre nubes de algodón, me llama la atención el cuerpo de un hombre, parece un Pantocrátor hecho para el pueblo, regio pero cercano, temeroso pero confiado. Es Santiago el Mayor, poderoso, enigmático, brillante como el alabastro de la abadía de Cañas, su espectáculo terrenal goza de una delicadeza extrema, me emociona, me dejo llevar...

Una vez más, la muerte me acompaña, por algo será. No me la quito de encima, es lo que me mantiene alerta, nada más desperezarme pienso en ella, la ansío, quiero que venga a mi encuentro, sé que nadie verterá una lágrima en mi funeral, ni siquiera lloverá ni hará mal tiempo, algo que ensalza los entierros, al revés, un Sol de justicia secará los ojos del sepulturero, que dejará la tumba a medio cubrir con tierra cuarteada por el calor.

A mis 85 años, la vida no se ve como un participante sino como espectador, hace lustros que vivo por inercia, en realidad no me considero un muerto viviente, como muchos de mis amigos me identifican, sino un vivo muerto, que es peor porque a la expresión se le quita el componente poético. Sea como sea, en el camino me siento un poco vivo, aunque me haya engañado y me resulte extraño emplear esa palabra.

La muerte siempre se lleva o deja con vida a la persona equivocada. En mi caso se empeña en equivocarse, no sé por qué, desde aquí hago un llamamiento a la innombrable para que acuda a mi encuentro, anímate, no me abandones. Con ella podría hablar de mi pasado con enjundia, con validez moral, me entendería, removería la ponzoña que me rodea y crearía poemas de libertad con ella.

Estoy tan acostumbrado a hablar del pasado con personas que no lo han vivido que termino inventándomelo. La única versión válida es la que tú mismo aportas, la historia es solo tuya. Narrar recuerdos, cuando solo existe un narrador, es escribir ficción. No lo sé, puede que el pasado se invente para poder seguir adelante. A mi edad, casi todos mis contemporáneos están muertos. Con ella a mi lado, con la Parca, seguro que la tortilla se daría la vuelta y ese pasado adquiriría valor de futuro, justo lo que un día fue. A Santiago lo mató Agripa, yo hace tiempo que vivo el tiempo de descuento. Un paso más, y otro, me da la mano, me ayuda, me susurra palabras reconfortantes desde el averno de los justos, vislumbro Logroño, Burgos, la tierra de Campos, Astorga, me llegan ecos de Oviedo, me cuesta moverme, pero el Mayor me da fuerzas…

Cuando envejeces, un extraño ocupa tu cuerpo, te posee, no eres tú mismo, todos estamos en la misma cinta transportadora, dirige la mercancía hacia un agujero, el hueco del abismo, del báratro, del vacío, de la nada, de la oscuridad. A mi edad uno siente que se halla en el quinto acto de una ópera de Wagner, es consciente de que el final será infausto, pero no sabe cuándo llegará…

Santiago me espera en esa ciudad brumosa que ahora es el corazón de Galicia, me está costando desplazarme por estos senderos, no hago el camino por ningún motivo espiritual, simplemente para morir al lado del hijo de Salomé.

Dicen que lloramos cuando nacemos y cuando morimos. Yo no tengo ni idea de lo que hice al nacer porque nadie lo sabe, puede que Santiago me ilumine. Sí que estoy seguro de que no lloraré cuando muera, a pesar de que, gracias a las emociones vividas en el camino, deseo aplazar ese momento un par de segundos para degustar lo sentido.

 

FIN

 

 

 

 

 

 

 

  


lunes, 2 de octubre de 2023

PUBLICACIÓN DEL RELATO PREMIADO EN EL X CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

GOLONDRINAS EN EL CIELO AZUL

 

 

Antidio solía ser el primero en sacar la silla. La arrastraba desde la puerta trasera del corralón arañando el pavimento para hacerse notar; luego la situaba en el centro exacto de Las Cortes, se sentaba, tosía innumerables veces hasta que aparecían los hermanos Antúnez.

–¿Ha pasado alguno?

–Ni un gato ha pasado.

Zacarías era el hermano mayor. Corpulento, colorado como una teja. Sólo su incipiente cojera y las gafas de culo de vaso contradecían el vigor de todo lo demás. José le seguía arrastrando los pies, más muerto que vivo. Viéndoles a los dos, nadie hubiera dicho que se llevaban ocho años, ni que el anciano de manos temblorosas y espalda curvada fue en su día el benjamín de la casa de los Antúnez.

Teodoro llegaba el último, hacia las once. Día sí, día no, lo hacía con un enorme puro entre sus dedos largos de señorito. Se los mandaba Fidel desde La Habana, eso decía él.

–¿Ha pasado alguno? –preguntaba a los presentes después de sentarse en su silla de camping.

–Ni un gato –respondía Antidio sin quitar los ojos del veguero–. Buen puro, compadre.

–Me los manda Fidel, ya sabes.

Lo llamaban Las Cortes porque allí iban los viejos a resolver los asuntos de España. Se discutían leyes, se destituían ministros, se abucheaban o aplaudían los nuevos impuestos con la misma pasión con que se hablaba del agua, de las cosechas, de las piernas de las señoras que aparecían en televisión. Del Camino de Santiago y los peregrinos también, en los últimos tiempos. Desde que reformaron el albergue de San Martín, era el asunto principal en las sesiones. Como si el atuendo de los caminantes, sus andares, sus distintas lenguas, hubieran desbancado a las derechas e izquierdas de toda la vida.

–Ahí vienen dos en bicicleta.

–¡Así también peregrino yo!

Zacarías era el purista de la reunión. Para él, ir en bicicleta a Santiago era como hacer trampas en el juego. Se escamoteaban las ampollas en los pies, el bordón en la mano, hasta la fe se escamoteaba.

–Son los tiempos –terciaba Teodoro mordiendo el puro–. Dentro de poco, habrá máquinas hasta para ayudarnos a mear.

–¿Estás seguro?

José parecía despertarse con esas cosas. No sólo por su próstata, más seca y retorcida que un rastrojo, sino por el resto de su persona. Levantaba la cabeza y fijaba sus ojillos azules en las figuras de los ciclistas, como si aquellos artefactos de dos ruedas fueran panacea contra espolones, orquitis, el asma y los ardores de estómago. Cuando los perdía de vista a la altura de las eras, antes que los demás por las cataratas, volvía a doblar la espalda con resignación.

–Algún día yo también iré a Santiago –susurraba Antidio al concluir el espectáculo.

–¿También en bicicleta?

–Volando, amigos, como los ángeles.

–Así iremos todos.

Cerca del mediodía, se animaban los escaños. Los que habían pernoctado en el albergue de San Martín pasaban entre las doce y la una, primero los más jóvenes, seguros y a buen ritmo con sus mochilas a la espalda.

–Ésos pillarán cama esta noche.

–Es ley de vida.

Después llegaban los maduritos, los de las ampollas, los que disfrutaban del paisaje porque tenían plaza en un hotel. A veces, algún viejo con sombrero y cargado de conchas.

–Si no fuera por esta maldita pierna… –rezongaba Zacarías palpándose la rodilla.

–Si no fuera por este maldito tabaco… –imitaba Teodoro sacando un nuevo puro de la chaqueta.

–Buen puro, compadre.

–Me los manda Fidel.

Después de comer, hablaban de peregrinos. Los de allí y los de todas partes, los verdaderos y los falsos. Las tonterías de algún ministro pasaban a un segundo o tercer lugar en el orden del día.

–¿Para qué andar tanto? –interpelaba Teodoro esgrimiendo su puro vespertino.

–Dicen que es la fe.

–No te engañes, Antidio. Ya nadie cree en nada.

Adormilado, Zacarías asentía con la cabeza.

–¿Y si la están buscando?

–Que anden entonces. Yo espero aquí sentado.

Los tres se quedaban mirando al fumador como si de repente se dieran cuenta de que ellos también estaban esperando algo. José, una bicicleta milagrosa para ahuyentar sus males; Zacarías, al peregrino perfecto que sería como él de joven, colosal, colorado como una teja; Antidio, al mismísimo Fidel Castro con una caja de puros en cada mano.

–¿Y tú qué esperas, Teodoro? –se interesaba alguno, media hora después.

–¿Qué espero? Que todo siga igual.

Nadie ejercía el turno de réplica ante semejante proclamación. Bajaban la mirada al suelo y eso era todo. Zumbaban las moscas, sonaban grillos a lo lejos, iba cayendo la tarde. Teodoro era el primero en retirarse. Plegaba la silla de camping y saludaba a la parroquia.

–Mañana más –decía.

Antidio lo imitaba enseguida. Sin toses, sin arañar el pavimento. Cruzaba la calle con la silla en vilo y se perdía en la puerta trasera del corralón.

–Bueno, hermano, ya está todo vendido –exclamaba el mayor de los Antúnez levantándose sin esfuerzo.

José se lo pensaba un buen rato antes de decidirse.

–¿Crees que será verdad? –preguntaba al fin con un brillo en los ojos, antes de incorporarse.

–¿El qué?

–Lo de la máquina para mear mejor.

–Algún día, quién sabe.

–¿Y lo de los ángeles? ¿Iremos volando a Santiago, como dice Antidio?

Zacarías se encogía de hombros y echaba la vista al cielo. Sobre su cabeza, chillonas y vertiginosas, trasteaban en el cielo azul las golondrinas.


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miércoles, 30 de agosto de 2023

RESULTADO X CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

Según comunicación del jurado del X Concurso de relatos " Una Historia en el Camino" formado por D. Antonio Toribios García, Doña Ruth Grañeras Reyero y Don Roberto Melón Muñiz, el resultado ha sido el siguiente:  

Premio al mejor relato:  "Golondrinas en el cielo azul". Autor: Carlos Buisán Gil  

Mención especial para el segundo mejor relato: "La caricia". Autor: Ariel Alberto Díaz

Mención especial para el tercer mejor relato: "El Señor de alabastro". Autor: Eduardo José Viladés Fernández de Cuevas

Nº de relatos presentados: 106

Próximamente publicaremos en este blog los relatos premiados.

 Gracias a todos los que habéis participado en este concurso.

miércoles, 31 de agosto de 2022

PUBLICACIÓN DEL SEGUNDO RELATO FINALISTA EN EL IX CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

Fin de curso en Praga                  Autora: Fátima Alonso Pérez    

 

Ismael entró en el café y buscó con la mirada a su amigo David, que le hizo un gesto con la mano desde una de las mesas del fondo, junto a la ventana. Cuando llegó junto a él, este se puso en pie y le recibió con un abrazo. Ismael le respondió con un par de palmaditas en la espalda y se apartó, incómodo.

-- ¿Qué tal, Isma? ¡Qué moreno estás, tío! Te ha sentado bien el verano.

-- Hasta los mismísimos de la playa estaba ya, chaval. Estos enanos no se cansan nunca del agua y de los putos castillos de arena.

-- ¿Cómo está el peque? ¿Al final eran anginas?

-- Sí. Está mejor. El cambio de temperatura, ya sabes. Pero, nada, ya está dando la lata otra vez. Con los niños es así. El dalsy hace maravillas. Un día están con cuarenta de fiebre y, al día siguiente, pletóricos de energía, tocándote otra vez las pelotas. Permanecieron en silencio unos segundos, que se hicieron eternos, hasta que lo interrumpió David.

-- Parece que no viene el camarero. Voy al aseo y pido en la barra. ¿Qué quieres tomar?

-- Pídeme una caña. Tostada.

Mientras David se dirigía al aseo, un aviso de wasap iluminó la pantalla de su móvil, que había dejado sobre la mesa. El destello duró solo un segundo, pero fue suficiente para que Ismael reconociera la fotografía que su amigo tenía de fondo de pantalla. Recordaba perfectamente el momento en que había sido tomada esa imagen, durante la excursión de fin de curso a Praga con los alumnos de primero de bachillerato. Estaban junto a la fuente de David Cerny, frente a la casa museo de Kafka. Los chavales empezaron a hacer bromas con las dos estatuas de la fuente, dos hombres orinando, uno frente a otro, y comenzaron a jalear a los dos profesores para que imitaran a las estatuas. No pudo evitar una sonrisa al rememorar la escena. La voz de su amigo interrumpió sus pensamientos:

--Una cervecita fresca por aquí – le dijo mientras dejaba los vasos sobre la mesa.

--¿Y qué tal tú? ¿Qué has hecho este verano? – preguntó Ismael.

-- Leer, escribir, pasar algún fin de semana con mis padres en la casa del pueblo… Y, lo mejor sin duda, el Camino de Santiago. No terminaba de creerme eso que repite todo el mundo, ya sabes, que si es una experiencia transformadora, que si es algo que hay que hacer una vez en la vida… Y ahora yo no me canso de repetir lo mismo, tío. No sé qué será, pero es cierto. Uno tiene la sensación de que no es el mismo cuando regresa de allí. A mí me ha venido muy bien. Ha sido un verano raro. El primero que he pasado solo desde hace unos cuantos años. No te lo vas a creer, pero tengo ganas de que empiece el curso.

-- No jodas, tío – respondió Ismael. Y los dos se echaron a reír.

-- Sí. Necesito ocupar la cabeza en algo que no seamos yo y mis circunstancias, que decía el filósofo.

De nuevo se produjo un silencio incómodo, que esta vez fue interrumpido por Ismael.

--¿No sabes nada de Guillermo?

-- No, es mejor así. Bueno, todavía tiene cosas en el apartamento. Me iré un fin de semana para que él pueda recoger tranquilamente. ¿Y tú? ¿Ya tenéis todo listo para el traslado?

-- A ver, el papeleo, los billetes de avión y eso, sí. Lo del alquiler aún no lo tenemos cerrado, pero hemos visto una casa que nos gusta mucho y no está mal de precio.

-- ¿En el mismo Lyon?

-- No, a unos cinco kilómetros. Es una antigua comuna. Se llama La Mulatière. Hemos pensado que es mejor para los niños. Siempre nos ha gustado la idea de que crezcan en un pueblo.

-- Que crezcan en un pueblo. O sea que tienes claro que es para largo.

-- Yo, por mí, me quedaría los cuatro años que contempla la convocatoria de puestos docentes en el exterior. A ver cómo lo lleva Marta. Ya sabes lo que me ha costado convencerla. Tiene un apego exagerado al terruño. Es más, yo hubiera preferido cruzar el charco. Había plazas en Canadá. Pero no ha habido manera, tío.

-- Ya. Canadá. Cuanto más lejos, mejor, ¿no? ¿Es eso, Ismael?

-- Déjalo, tío. No vayas por ahí. Ya lo hemos hablado.

-- ¿Qué es lo que hemos hablado? Refréscame la memoria porque yo no recuerdo que lo hayamos hecho.

-- Sí lo hicimos, David. En Praga. Y ya te dije que lo olvidaras, que había sido producto de la borrachera.

-- Ni siquiera tú te crees eso que estás diciendo. Qué borrachera ni qué cojones, si te tomaste una copa y ya me estabas metiendo mano – le recriminó David a la vez que adelantaba la mitad de su cuerpo por encima de la mesa, aproximando su cara a la de Ismael y cogiendo con fuerza su antebrazo.

Ismael se retiró con violencia hacia atrás y después se puso en pie.

--Voy al lavabo un momento. Tranquilízate mientras tanto, por favor – le pidió a su amigo.

Se encerró en el aseo y se enjuagó la cara. Sacó con rabia papel del dispensador y, mientras se secaba, comprobó cómo temblaban sus manos. Se apoyó en el lavabo mientras trataba de serenarse y cerró los ojos. Deseó entonces, con todas sus fuerzas, volver a sentir lo mismo que aquella noche en Praga. Todas las imágenes cuyo recuerdo había tratado de evitar durante los últimos dos meses regresaron de nuevo con nitidez a su cabeza. Respiró hondo varias veces hasta que consiguió controlar su excitación. Después, salió del baño y regresó a la mesa.

--Lo siento. Voy a tener que irme. He quedado con Marta en encontrarnos por aquí, junto a la plaza. Vamos a comer donde sus padres – le dijo a su amigo evitando mirarle a los ojos.

-- Espera, por favor. Siéntate un momento. No quería incomodarte. No quiero que nos despidamos así. ¿Sabes lo que me pasa, Ismael? Que yo no he salido indemne de ese viaje a Praga. Y no me refiero solo a la noche aquella en Mala Strana, que también. Fueron demasiadas horas embriagados de hormonas adolescentes, de ese modo tan intenso de vivir, de tanta juventud como desprenden los cabrones por todos los poros de la piel. ¡Qué envidia, tío! Nunca pensé que fuera a afectarme de esta manera la crisis de los cuarenta.

-- Todos pasamos por ello tarde o temprano, David. Pero tenemos que asumir que ese tiempo ya pasó. La vida sigue y hay cosas que ya hemos puesto en marcha y que no se pueden detener.

-- ¿Y me puedes explicar por qué me has llamado entonces?

-- Quería tomar una caña contigo, charlar un rato y despedirme de ti como dos buenos amigos.

-- ¿Como dos buenos amigos? Venga, no me jodas. Tú y yo no podemos ser amigos después de lo que pasó en Praga.

-- Lo siento. Yo creía que sí.

-- Entonces, ¿por qué te tiemblan las manos? ¿Me lo puedes explicar?

Un nuevo silencio quedó flotando sobre la mesa. Ismael fijó la mirada en el vaso de cerveza mientras lo movía en círculos. David lo miró fijamente, durante varios segundos, esperando que su amigo levantara la cabeza y le devolviera la mirada, pero eso no ocurrió.  Se puso en pie y, al pasar a su lado, le alborotó el cabello con la mano. “Suerte con los gabachos”, le dijo antes de irse. Ismael no contestó. Apretó con fuerza el vaso mientras ocultaba su rostro con la otra mano.

 

PUBLICACIÓN DEL PRIMER RELATO FINALISTA EN EL IX CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

Peregrino del XIX

 Autor: Jose Manuel Gómez Vega 


 

Emigración,

cloaca de mis horizontes,

entierro de uno sin sepelio,

muerte sin cadáver,

tienes nombre de diosa

y alma de prostituta,

evocas algo nuevo

y eres tan vieja como la historia.

Nombre de esperanza

que se sumerge en la desesperación.

 

—José Hierro, Réquiem

 

“Liebre que huye, piensa Luciano suspirando, “galgos la siguen. Pero Luciano sabe de sobra que no son liebres ni galgos, sino labriegos con dos sombras: una del sol y otra del hambre. Ya no tienen más fuerzas para pedirle agua al cielo, mucho menos espigas de trigo, avena o centeno. Ruegan, no obstante, que no encuentren más penuria y haya pan para todos. En voz alta, según corona una loma, Luciano pide a los cielos en que habitan los arcángeles, serafines y hasta el Altísimo, que vuelvan las nubes cargadas de lluvia, y con ellas la alegría a los ríos y a una tierra recia como la vida misma. Luego entona un canto con el sonsonete que siempre trae el tamborilero el día del patrón, pues hace años descubrió que despeja el hambre y toda necesidad, excepto la de que pase el tiempo.

Luciano quisiese ya que fuese otoño para sentir el viento fresco del noroeste, pero es verano y el hambre obliga, a él y a tantos, a salir a su encuentro. Ya casi no recuerda el olor del trigo segado, ese aliento de la tierra fértil, el gemido voluptuoso que emite el grano dorado ante el roce de las manos de los hombres, ansiando acabar en forma de hogaza sobre un mantel blanco el día de la fiesta.

Los saltones llevan el polvo prendido en las alas. Trazan arcos que cortan los rayos del sol y despiden colores que no existen. Por un instante rellenan el vacío del estómago con una emoción de futuro. Luciano recuerda ahora al celtíbero que le marcó el camino dos pasos por delante de mil años cada uno, huyendo del poderoso invasor romano para acabar de esclavo en las minas de oro del Bierzo. También ahora él escapa de la sequía invasora y poderosa. Le preocupa el símil al que sin querer le conducen sus reflexiones.

Se detiene bajo la sombra quieta de un quejigo para escribir lo que estima deber ser recordado. De tanto leer el misal, el único libro que rondaba por la casa, se ha convertido en labrador con alma de profeta y mano de poeta.

 

Dejado atrás mi valle de la mano de Dios abandonado,

donde antes se alzaba el tallo de la vida y el vuelo de las avutardas,

sobre pisadas de centuriones que las uñas de jumentos

cargados de siglos y de grano habían al fin borrado,

las lagunas parecen en la distancia costras en la piel de la memoria.

 

Suspira antes de suspender la escritura, guarda el lápiz y el cuadernillo en el zurrón, con más mimo que el trozo de hogaza y tocino, y observa el vuelo de un cernícalo forjando desde el cielo un destino común en la tierra.

Después de tantos años buscando un agua que no acaba de llegar, Luciano mira al cielo como lo miran los huérfanos: siempre en busca de una madre que es ya solo un milagro. Hace semanas que las cigarras resucitaron para poder morir de nuevo sobre yerbas agostadas, sobre árboles frutales estériles y cereales abrasados. Mandó Dios, de la mano del sol, desbaratar el año, con agostos en abriles y diciembres en octubres, como el año anterior, y el de antes, y el otro, cuando los viejos suspiraron antes de anunciar lo que vendría. Van ya cinco vacas flacas y no quedará nadie en el valle para contar la séptima. Retoma Luciano el camino, y con él una letanía, porque no es rencor lo que siente hacia tan inescrutable designio: “Que pueda regresar, Señor mío, con las vacas gordas. Se despide de su tierra con la promesa del retorno, y hasta cree oír como unas zarzas sin moras le clavan un deseo: “Que no veáis desgracia mayor de la que salís.

Las alpargatas que hoyan el polvo dejan una nota vibrando en la calima de la tarde, el sonido de la pena que inunda su origen, del dolor que llena un pantano a sus espaldas con el agua de los espejismos, tras el horizonte conocido. “Siguiendo este rumbo”, dijo una voz, acaso la de un celtíbero dos milenios antes, “la tierra está preñada de oro. Sería un hombre como él, de pelo con vetas de nata y ojos de miel, buscando otro embarazo telúrico. Un hombre con el alma sembrada de semillas que, como su tierra, seguían sin germinar. “Tal vez allí…

Sobreviene la noche como si el sol hubiese caído asfixiado desde el cielo, y Luciano se sabe lejos de su mundo. El aire pesa diferente, los sonidos son otros, como rumores, sin la claridad del valle familiar. Aquí, se duele Luciano, la tierra huele roja.

Amanece con ecos que llegan lustrados por otro acento. Luciano se incorpora, se escupe en las manos y se refriega los ojos para que busquen en la distancia. Entonces lo siente: el temblor del valle, los pájaros que se levantan con alboroto exagerado, las voces extrañas que se intensifican y una respiración grande, monstruosa. Por un instante cree sentir el brazo de su madre reuniéndole los hombros. Del fondo de aquel mundo crece, junto a una nube demasiado blanca, un horror negro. La sombra bíblica pasa a su lado dejándole los oídos sordos. Luciano se dice que eso debía de ser el tren. Y se hurga en las orejas, por ver si ayudase a que salga el zumbido que las llena.

Aún le tiemblan las piernas y le murmuran los oídos cuando se agacha para tocar aquella cicatriz de hierro. Descubren sus ojos entonces un brillo oscuro y se dice que eso debe de ser el carbón. Observa la roca con la curiosidad de un niño medroso, repasando sus betas untuosas con las yemas de los dedos. Y siente como si el nuevo mundo con sus promesas hubiese anidado sobre su mano abierta.

“Yo no seré otro esclavo”, se dice. Luciano cierra el puño y arroja aquel arcano negro hacia el penacho blanco que se pierde en la distancia, entre verdores que no son suyos.

“Mejor sigo hasta el Fin de la Tierra”, piensa Luciano por el Camino de Santiago abajo. “Dicen que en el mar todo es agua”.


PUBLICACIÓN DEL RELATO GANADOR EN EL IX CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

     El último mayo mozo             Autora: Ana Isabel Nespral Méndez

 En la iglesia de Rui de Soto, hace tiempo que no se oye la campana. Jesús de Camila piensa que el herrero de Aldares tarda demasiado en venir a repararla. No importa; con o sin repique, hoy es domingo. Se ha puesto su camisa blanca y el pantalón que guarda para días de feria. Va saludando a los vecinos que, como él, acuden a misa de 12:00. Alcanza a la tía Narcisa y a Remedios do Quinto, ve cómo se apoyan la una en la otra y caminan despacio mientras charlan de sus cosas. También se encuentra con Pedrín de Francisca, que tira del brazo de su chaval más pequeño:

―Hola, Jesús ―saluda Pedro. Y enseguida tuerce el rostro hacia su hijo―. ¡Vamos, rediez, que no llegamos!

―¿Qué tal, Pedrín?, ¿tu madre va mejor? –se interesa Jesús.

―Bueno…, así, así. Francisca es dura, pero los achaques…

―¡Ya, qué me vas a contar a mí de achaques! El otro día vino el rapaz ese, Antonio, me dijo no sé qué de unas melecinas que me iba a traer. No sé, yo con las augas das herbas me voy arreglando, miedo me da tomar cosas pa na, que ya se sabe: lo que es bueno p’al bazo...

Al principio a Jesús la iglesia le parece vacía, silenciosa, con ese tufo a humedad de las paredes viejas. Nota que este olor es cada día más fuerte, que ya no se aprecia el aroma de incienso, o el de las flores con que adornan el altar las mujeres que limpian la capilla y rezan juntas el rosario las tardes de los sábados. Está apartado el pueblo de los otros privilegiados por el que pasa el Camino de Santiago, eso se nota. Tan cerca y a la vez tan lejos del camino santo.

Poco a poco le llega a Jesús como una claridad y, ahora sí, va viendo a los parroquianos: las mujeres y los chicos situados delante; los hombres, detrás. Algunos incluso quedarán fuera, echando un pitillo o charlando junto al centenario tejo. Mientras en su cabeza suena el runrún de la salmodia del cura, Jesús cavila: el sábado que viene tendría que haber concello. Deberían convenir la fecha para el arreglo del banzao[1]; y los mozos, empezar con los preparativos del primero de mayo. Es entonces cuando recuerda el interés de Antonio por este festejo.

Conoció al enfermero la única vez que llamó a un taxi para ir a la consulta local, en Aldares. Lo primero que pensó al verlo fue: “Este tiene más melena que talla, el condenao”. Se parecía a uno de esos jipis que había visto una vez por la tele. Pero enseguida le agradó: hablaba despacio, con una voz y unos ojos que se reían más que los labios; y pronunciaba su nombre de una forma mansa, como les hablaba él mismo a las vacas paridas. No tenía prisa. Empezaron a charlar: de las “cosas de su época, señor Jesús”, le decía Antonio. Así salió lo de la festa do maio.

―Los mozos han de levantarse muy pronto para cortar las cañaveiras. Las dejan secar un poco y algunos se cubren el cuerpo con ellas.

―¿Cañaveiras? ―preguntó el enfermero.

―Sí, también caxiriños, las ramas dos caxigos[2].

―¡Qué interesante! Claro, para festejar la llegada de la nueva estación.

―¡Ay!, eso no sé yo decirle, es una costumbre que se ha hecho siempre en el pueblo. Hay muchas risas y carreras, los maios-mozos asustan a los chavales y van por las casas pidiendo huevos, patatas, nueces, algunas perras… Al día siguiente preparan tortillas, llevan las patatas para que les hagan una empanada en el horno, y bolos dulces. Y se juntan todos en una merienda.

Después de la misa, Jesús regresa a su casa. Echa de menos a su mujer, María. Sus palabras a la niña cuando los hermanos se metían con ella: “Ven eiquí, Paporrubia”. Y sus caricias. La niña, los chiquillos… Hace unos días entró en la escuela, la encontró tan deteriorada que decidió darle una mano de pintura. Aún no ha visto al maestro, seguro que estará encantado.

Antonio había salido del centro médico con la idea en la cabeza. Desde hacía unos días le obsesionaba una preocupación: el hombrín del pueblo de allá arriba, Ruy de Soto, ese personaje recio como la dura tierra a la que siempre se mantuvo fiel. Había quedado con Doro, el cartero de Aldares, en que irían juntos a ver cómo se encontraba.

Ahora regresan por la tortuosa carretera. Después de llamar a la ambulancia que se encargará de recoger el cuerpo de Jesús de Camila, al enfermero Antonio se le quiebra la voz:

 ―Supongo que este día tenía que llegar. Lo vi muy pocas veces, ¡pero siempre me pareció tan ilusionado! Mantenía limpia la iglesia, como si cada domingo se oficiara misa; despojaba de hierbas las calles… ¡Hasta la escuela!, no hace mucho me encargó que le trajera un poco de pintura y… ¡Tenías que verla!, está impecable; parece que en cualquier momento fueran a entrar, alborotados, los muchachos. Me hablaba de los vecinos como si aún le acompañaran, como si no supiera que en el pueblo ya solo quedaba él. Hasta creía que mañana, uno de mayo, saldrían los mozos a brincar… con esa copla que me enseñó:

 

Qué fixeche, maio, que tanto dormiche,

que pasou abril, e tu non o viche. [3]

 

 [1] Concello: reunión de vecinos con diversos fines; entre ellos, concretar las labores comunales.

Banzao: presa que contiene las aguas y que permite regar las tierras de labor.

 [2] Cañaveiras: planta de la familia de los apios también conocida como “apio cabalar”, con las que “visten” a los mayos humanos.

Caxiriños, caxigo: los primeros son ramas de los caxigos, robles mal formados que se utilizaban como leña para quemar.

 [3] Qué hiciste, mayo, que tanto dormiste, que pasó abril y tú no lo viste. El segundo verso no se conserva en las coplas de Villafranca del Bierzo, único sitio donde persiste la festividad de los “Mayos mozos”. Fuente de estos versos: Herminia González Teijón, de 97 años, vecina de Trabadelo (León).