El Rincón de las Letras

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VII CONCURSO DE RELATOS BREVES UNA HISTORIA EN EL CAMINO (Año 2018)


Premio al mejor relato
Autor: Daniel Romero Armas (San Cristobal de la Laguna)

LA PENITENCIA

Teódulo se sentó en la tierra húmeda y apoyó la espalda contra el tronco de un viejo roble, vencido por el cansancio. La noche se acercaba inexorable y, a pesar de estar ya a menos de una jornada de completar el arduo y tortuoso viaje, decidió que era más conveniente pernoctar allí mismo y continuar la mañana siguiente. Después de haber completado más de ochocientos cincuenta kilómetros del Camino de Santiago siguiendo la ruta del camino francés, un día más no suponía nada y era preferible no arriesgarse a la temible oscuridad.
Se encontraba en Santa María de A Peregrina, una pequeña parroquia que pertenecía a Santiago de Compostela. El maravilloso verde del Monte da Vila reinaba a su alrededor y desde el claro en el que se encontraba llegaba a ver el río Sarela fluyendo a no muchos metros de distancia. Incluso con el escaso caudal, el mero sonido del agua era refrescante y resolvió que el lugar era perfecto para montar su pequeña tienda de campaña. Poco a poco la negrura apagó los tonos de la vegetación y los vivos colores fueron sustituidos por el resplandor de una pequeña hoguera que, lejos de producir tranquilidad, creaba extrañas sombras imposibles de identificar a su alrededor.
Teódulo se esforzaba por darle un sentido a cada sonido indescifrable que se escuchaba, convenciendo a su tembloroso corazón de que las meigas y los trasgos que quizás poblaran el lugar, estarían ocupados con los grandes e innumerables grupos de peregrinos que en esa época rondaban el lugar. Además no llevaba consigo más que unas pocas pertenencias poco apetecibles que guardaba en un zurrón, que dejaba siempre a la vista para que los posibles asaltantes con los que se cruzara supieran que no tenía nada de valor que ocultar. No obstante, dejó el enorme machete que portaba al alcance de la mano. Y sin nada en lo que ocupar su tiempo, comenzó a repasar su camino.
Sonrió rememorando los variados paisajes que había visto desde el inicio del viaje en Somport hasta donde se encontraba. Hermosos valles y lagos de aguas cristalinas que invitaban a relajarse en su orilla, puentes de piedra que resistían las embestidas del tiempo, atardeceres que teñían el horizonte de indescriptibles colores… Sin embargo, más que nada recordaba a la gente. Personas que, a pesar de haber pasado un ínfimo instante en su vida, apenas el tiempo de un parpadeo, grabarían para siempre en su memoria un recuerdo imborrable. El amable vendedor ambulante de Castiello de Jaca, la atractiva señorita de interminables cabellos rubios de Arrés, el tórrido escarceo con la lechera de Lumbier y el tierno beso con la señora viuda en Enériz, el fervor religioso del sacerdote de Nájera... torció el gesto al ver en su cabeza la imagen del párroco y deseó haber esperado a obtener su bendición para despedirse. Pasó una tarde inolvidable en Viloria de Rioja jugando a la gallinita ciega por unos instantes con tres niños del lugar, le conmovieron las cultas explicaciones de un anciano de Atapuerca, orgulloso por formar parte del pasado de la tierra; conoció el amor fugaz en Itero de la Vega y el tormentoso desamor en Villarmentero de Campos, jugó al escondite con las autoridades de Sahagún y -no estaba seguro de si fue en Valverde de la Virgen o San Miguel del Camino-, rompió dos corazones al mismo tiempo. Se vio obligado a robar a un panadero de Astorga y a un viejo herrero de Vega de Valcarce, consiguió que una hermosa doncella lavara su ropa en El Cebreiro y cantó hasta quedar sin voz junto a una rolliza tabernera en Triacastela. Habían sido muchas caras y aún más sentimientos los vividos a lo largo del extenuante y maravilloso viaje.
Se preguntó con cuántas personas, con exactitud, se había cruzado a lo largo del camino y decidió resolver su propia duda. Vació el contenido del zurrón y al instante un sinfín de moscas apareció de la nada, atraídas por el repugnante olor dulzón que invadió el aire a su alrededor. Mientras las espantaba con una mano, Teódulo se afanó por contar un montón de dedos índices atados con un hilo negro. Manchándose la ropa con los restos de sangre seca.
- Setenta y nueve -dijo en voz alta.
Luego volvió a guardar los macabros trofeos y planeó en silencio el resto del viaje. Primero obtendría la ansiada compostelana que certificaba el final de su recorrido y luego seguiría hasta el ‘Fin del Mundo’. Allí, antes de volver a casa, tenía que realizar sus tres últimos actos: bañarse en la Costa da Morte, quemar sus ropas y recuerdos del camino y ver la puesta de sol. De esa forma, moriría y resucitaría a ojos de Dios y podría empezar una nueva vida. Ya estaba cerca.
Se durmió apenas un rato más tarde con una sonrisa en el rostro, pensando en la pronta absolución de todos sus pecados. Sin embargo, poco después de la medianoche se despertó a causa de un extraño ruido. Permaneció atento y asustado con el machete en la mano, intentando identificar el sonido. No se escuchaba nada más a su alrededor. No había rastro de aves ni roedores, no soplaba viento y hasta el rumor del río parecía haber parado de repente. Una campana sonó entonces en la distancia y fue seguida por un largo aullido de lobo. Y volvió el sonido. Era una mujer que murmuraba ininteligible. Y estaba cerca.
Teódulo no puedo aplacar su curiosidad. Caminó en busca del sonido y lo encontró tras salir al camino, no muy lejos de su posición. Se trataba de una joven esbelta. Portaba una vela encendida en la mano izquierda y una cruz de madera en la derecha. Vestía sólo con una túnica blanca, tan suave que su cuerpo desnudo se transparentaba a la luz del cirio. Era demasiado hermosa para dejarla pasar.
- Buenas noches, joven dama -le dijo saliendo al camino-. No deberíais andar sola por estos lares.
No hubo respuesta. Teódulo se acercó con el machete escondido tras la espalda y notó que el olor de la vela lo impregnaba todo.
- Veo que portáis una cruz ¿Hacéis el Camino de Santiago, mi señora?
Por toda respuesta la joven le tendió la cruz de madera, sonriente, y Teódulo la tomó de sus manos sin dejar de admirar su cuerpo. Al instante de agarrar la cruz, la joven desapareció y tras el lugar donde se encontraba, aparecieron dos hileras de encapuchados descalzos, vestidos con túnicas blancas y portando largas velas encendidas. Sólo en ese momento Teódulo fue consciente de que estaba frente a la Santa Compaña y que había sido elegido como su nuevo estadea.
- ¿Por qué? -acertó a decir mientras el pánico se apoderaba de él.

- Por toda una existencia segando vidas -respondió una voz incorpórea-. No existe la redención para ti. Portarás la cruz hasta que un alma más oscura sea merecedora de ella. Ningún camino te librará de tu penitencia.

Relatos finalistas

1ª Mención  
Autor: Noelia Represas Pérez (Santa Cruz de Tenerife)


                                             Viernes 15 de diciembre de 1917

Básicamente no sé por dónde comenzar esta historia, mi historia. Empezaré por lo más sencillo: estoy muerta.
La mañana del 15 de diciembre de 2017, desperté como tantas otras: sin ganas, o con demasiadas ganas de estrellar el despertador contra la pared. Otro día interminable en el laboratorio. Una vez más no me apetecía desayunar, así que simplemente me bebí un vaso de agua bien frío para despertar, porque una ducha me daba pereza. Mi madre siempre me decía que tenía que cambiar, que así me quedaría soltera para toda la vida. Pero yo no buscaba enamorarme; después de aquel desengaño con Pedro, ya nadie podía convencerme de que eso que llaman amor existe.
Miré el reloj de la pared, de nuevo había perdido el autobús. Caminar es bueno, o eso repite constantemente cada anuncio de internet que inunda la pantalla del ordenador, y debe serlo si tanta gente cada año hace el Camino de Santiago, que es una de las cosas que he puesto en mi lista: “Cosas que hacer en 2017”. La lista está completa, todavía no he tachado nada.
Pero aquella mañana sí había algo diferente. No me percaté de ello hasta coger la chaqueta para irme al trabajo: una carta estaba tendida en el suelo, alguien la había deslizado por debajo de mi puerta. En el sobre solo aparecía mi nombre. La tomé indecisa. Titubeando, me senté para examinarla con atención. La llevé a la ventana para poder ver su interior antes de abrirla, parecía una hoja doblada con letras escritas a mano. Yo no tenía ningún familiar o amigo que me pudiese enviar una carta; además, hoy en día existen las nuevas tecnologías.
La abrí.
“A partir de este momento solo te quedan 23 horas de vida. De ti depende llegar a mañana. Sigue mis órdenes, el juego ha comenzado…”
En aquel momento el corazón se me encogió, si estaba respirando no era consciente de ello. Dejé la nota sobre la mesa. Por lo menos hoy ya no voy a trabajar, me espera un día diferente. Me pregunté si realmente quería seguir con vida. El teléfono sonó tan fuerte que me sobresalté. Número desconocido. Dudé si debía responder, pero ya no tenía opción. Descolgué con miedo, temblando. Una voz masculina, metálica, áspera sonó al otro lado del aparato.
-Esta carta está impregnada en uno de los venenos más letales que existen sobre la Tierra, el más mínimo contacto con la piel supone una firma sin vuelta atrás con la muerte, pero yo tengo el antídoto. Demuéstrame que eres una de las elegidas y será todo tuyo. Tienes 23 horas para luchar por tu vida. Ahora quema la carta y deshazte del teléfono; encontrarás uno nuevo en tu buzón. La cuenta atrás ha comenzado.
Tomé aire y cerré los ojos. Valiente, como nunca había sido antes en mi vida, agarré el bolso de la entrada y me fui. Estaba demasiado nerviosa como para hacer caso a pequeños detalles. Me dirigí al buzón y lo abrí, dubitativa. Allí estaba el teléfono; lo encendí. Me pedía el pin de acceso. ¿Y ahora qué? Tenía que ser algo que tuviera que ver conmigo: mi fecha de cumpleaños, un día inolvidable, o quizás… el día en el que conocí a este sujeto que tenía mi vida en sus manos. ¡Eso es! El día de mi muerte. Solo me quedaban unas horas de vida, tenía que ser eso.
Lo introduje y… ¡sí! Se encendió. Sin saber muy bien que hacer busqué antiguos mensajes, documentos en su interior…nada estaba todo vacío. Ya solo me quedaba revisar la lista de llamadas y …sorpresa, solo aparecía un número.
Llamé. Al tercer tono alguien descolgó. Solo se oía una melodía. Una melodía que conocía demasiado...Piensa, piensa…. ¡La música de la sala de espera de mi psicóloga! Y está solo a dos calles de mi casa.
Caminé hasta allí. No tenía cita, pero eso ahora no importaba. Crucé la puerta y me acerqué a la recepcionista.
-Buenos días, señorita Mencía- me saludó-¿Qué necesita?
No respondí. Ignoré lo que me decía mientras buscaba en el aparto de música que tenía tras el mostrador. La siguiente pista tenía que estar allí.
Una carta roja como la sangre y de nuevo mi nombre en ella. La cogí y me fui de allí ante la mirada atónita de la recepcionista y el resto de pacientes, Si sobrevivía ya tendría tiempo a explicar mi momento de locura, qué ironía.
Ya en la calle, me senté en un banco y abrí la carta. Solo un número de cuatro dígitos... ¿ Qué significaba?¿ Qué pretendía que hiciera con él? Intenté llamar pero no se correspondía con ningún número de teléfono. Lo busqué en google y nada. ¿Qué podían significar aquellos cuatro dígitos?
De pronto un coche se paró ante mí: negro, fúnebre. La ventanilla trasera se deslizó como en esas películas de espías que tanto me gustaba ver con mi madre. Una mano me tendió un maletín. Lo cogí y arrancó sin darme tiempo siquiera de mirar en el interior. Soy demasiado lenta hasta para seguir con vida. Hacía falta un código para abrirlo: cuatro dígitos, qué casualidad. Dentro había un frasco muy pequeño con un líquido amarillo en su interior. ¡La cura! Tenía que serlo, ¿no? Al final no había resultado tan complicado. Cuando estaba a punto de bebérmelo vi que había una nota más.
“Antes de beber el contenido de ese frasco, te aconsejo que vuelvas a tu casa, Allí podrás demostrar que mereces formar parte de nosotros, que eres digna de seguir con vida y comenzar un viaje a un lugar mejor, que estás lista para dejar atrás este inmundo lugar y unirte a una aventura que solo los elegidos pueden disfrutar. Te esperamos, Laura.”
Miré el antídoto. Debería tomarlo, pero si lo hago vivir el resto de mis días con miedo a que vuelvan a ponerme a prueba. No, no puedo. Lo devolví al maletín y subí a mi casa. Al llegar a la puerta, volví a dudar una vez más. Pero al final entré. Al otro lado, la sonrisa de mi madre. La abracé con fuerza.
-Cariño, ¿qué ocurre? Ni que hubieras vuelto de la guerra.
Dejé el maletín sobre la mesa y reparé en el sobre y el teléfono: no los había quemado.
-Mamá, dime que no has leído esa carta.
-No, ¿cómo puedes preguntarme algo así? Yo nunca leería tu correspondencia, solo la cogí para ver quién te la enviaba, por sí tenías algún admirador secreto.
Su voz sonaba pícara, con ese tono de madre feliz porque su hija hubiese encontrado el amor. Abrí el maletín y le tendí el frasco.
-Tienes que beber esto mamá, es un nuevo producto que estoy probando y es muy bueno para el estómago.
Se lo tomó sin dudar, yo le sonreí y me abracé a ella hasta mi último aliento.

 2ª Mención 
Autor: Agustín García Aguado (Madrid)

                                      ZAPATOS PARA UN CIEMPIÉS 

Otra vez lo ha hecho, me ha vuelto a dejar solo con el gato y con las dudas. El año pasado, cuando volvió del Camino de Santiago con los pies llenos de llagas, me prometió que nunca más... Pero su memoria debe andar por caminos desconocidos para mí y, además, su exquisita maldad siempre está maquinando planes para volverme loco. Necesito tenerla a mi lado todas las mañanas, más por la simple idea de verla trajinar por la casa con su escoba de bruja sensual y cotidiana que por su dedicación y entrega a mi persona. A veces creo que desconoce mi verdadera situación, me lanza miradas de odio que son como flechas certeras clavándose en el centro de la diana. Sí, yo conducía el coche aquella noche, y había bebido más de la cuenta con los amigos. Esas cosas pasan. Pero quien está sentado en esta silla de ruedas soy yo, y quien debe mantener todos los días una maldita charla con las tribulaciones y sus derivados no es otro que yo mismo . A ella solo le quedó una cicatriz en la frente que es como una delgada culebra, apenas visible, pero quizá también le quedó un resentimiento hacia mí que no termino de entender. Este gato hipocondríaco que me mira desde el alféizar de la ventana y que, por cierto, llegó una noche a mi casa dentro de un pack que incluía sexo efímero y un equipaje mínimo compuesto por dos faldas, un cepillo de dientes y un bolso de mercadillo sin un euro, me parece a veces que actúa como su espía en la tierra. Me los imagino a los dos cuchicheando a mis espaldas y no veo llegado el momento de que se resbale cuando se encarama entre las cuerdas del patio tratando de cazar gorriones. Sería una liberación. Al menos mi soledad no estaría salpicada por la inquina de este maldito huésped que no me deja nunca leer un libro o ver una película en la televisión. Volveré en menos de un mes, me dijo, cuando salió por la puerta con su pamela de cerezas y floripondios y sin sujetador. Pero yo ya sé qué significa eso, quizá por ello no quise asomarme al balcón para verla salir dando saltos. Me sobra con su actitud. Días antes de largarse con alguno de sus amantes suele mostrar un carácter agrio y se le olvida bañarme y hasta me deja con el mismo pijama durante días como dándome a entender que solo soy una figurita decorativa más de la casa. Pero he llegado a convencerme de que tal situación debe terminar. Las horas que me velan por las noches de insomnio como duendes traviesos me han llegado a soplar al oído que es mejor estar solo que ir mendigando piedad. No deseo su lástima ni sus manos escarbando con asco en la abertura de mi bragueta. Quiero amor, solo amor y un gramo de complicidad, y que ese tigre de malasia que devora mi paciencia se vaya directamente al infierno. Algún día gozaré de la paz buscada, quizá me piense lo de implantarme las piernas robóticas. Andar por la casa como un cyborg no estaría nada mal y hasta podría salir a fumar al balcón sin ayuda y poner lavadoras y levantarme para ponerme a su altura cuando iniciamos una discusión. Porque últimamente los besos no se prodigan en esta casa si exceptuamos los arrumacos que se tiene con su micifuz. La otra noche estábamos de buen humor y quise mostrarle un poema que le escribí en el metro de regreso a casa el día que la conocí. Pero me cortó en seco, me dejó con el primer verso: “Noche acelerada y el corazón reinicia el pulso...” Maldita sea, me sentí ridículo cuando me disponía a declamar el segundo verso. Se puso a hablar de trapos con una amiga en el móvil y a mí me dieron ganas de buscar una cuerda para ahorcarme o un cuchillo afilado para hacer justicia. Las cosas llevan su tiempo. Esa fue la única enseñanza que recibí de mi padre antes de que decidiera abandonarnos a mi madre y a mí por un bombero que hasta entonces había sido su mejor amigo. “Hijo, hay que dejar que el tiempo dibuje sus propias líneas, no conviene forzar la mano tratando de trazar un bosquejo paralelo... Eso nunca”. Con once años esas palabrotas me sonaban a charla de catequesis, pero se me quedaron grabadas y, además, las anoté en mi diario. Al cabo, sería la única herencia recibida de mi progenitor. Pues si las cosas llevan su propio tiempo, yo ya estoy en el banquillo de los suplentes. Empezaré por atacar en fuera de juego. Esta noche he decidido añadirle una “golosina de droguería” entre las albóndigas secas al gato. Le veré devorar la comida y entonces me acordaré de ella. Será la primera jugada que lleve a cabo por iniciativa propia, y sé que lo voy a disfrutar. Puede incluso que llegue a amarla un poco más. Aunaremos dolores y penas y nos consolaremos mutuamente con la pérdida. Ella llorará por su mascota y yo por ella. Formaremos un equipo en la desgracia. Nunca me ha gustado aspirar el olor a hombre que echa para atrás cada vez que viene de uno de sus viajes culturales, como se encarga de decirme con retintín... “ Cariño, esta vez hemos estado en Frómista...” Mentirosa, de sobra sé que se ha estado ventilando por dentro y por fuera para volver conmigo. Debe ser que los parapléjicos somos una especie difícil y digna de extinción. Quizá si nos entregamos hasta el fondo pueda lograr que vuelva a mirarme con la dulzura de antes. No lo sé, en cualquier caso voy a intentarlo con todas mis fuerzas. El amor llega en pequeñas dosis y no conviene atracarse de una sola vez, es mejor regresar por los caminos seguros. Allí no hay ninguna alimaña que pueda acabar con los sueños.



VI CONCURSO DE RELATOS BREVES UNA HISTORIA EN EL CAMINO (Año 2017)

Premio al mejor relato: 
Autor: Javier Díez Carmona (Balmaseda- Vizcaya)

¿Qué hacemos aquí?

Amanece. Aunque, arriba, la oscuridad sigue cerrada en una bóveda salpicada de luceros, sobre el polvo de África una difusa franja de almíbar perfila el desgarrado contorno de los árboles. Un nuevo día, una jornada más que pasar ahogados en el calor de esta choza mientras la hilera de mujeres, escuálidos esqueletos de vientres abultados, crece hasta diluirse en el horizonte.
¿Qué hacemos aquí? En estos breves minutos de paz y café frío, la pregunta se cierne sobre mi conciencia, sobre mi plácido despertar de europeo acomodado y me interroga con voz cascada: ¿Qué haces aquí?
La culpa es de Mumba. Una inquieta bolita azabache, una criatura de ojos enormes y dedos regordetes que entró en nuestras vidas arrollando a su paso todas nuestras prevenciones. -Nuestra hija- sonrió Maite acunándola entre sus brazos. -Nuestra hija- repetí incrédulo, extraño del eco de aquellas palabras a mis oídos.
El proceso de adopción fue largo, complejo, sembrado de agujeros burocráticos, trampas administrativas y extrañas dilaciones injustificadas. Pero nada importaba. Ya no. El brillo de esos carbones, la sonrisa nacida a cada abrazo, a cada ruidoso beso en las mejillas, justificaba cualquier espera.
Una monja arrugada como el tiempo nos recibió en la destartalada oficina del orfanato. Garrapateados con su letra cansada, letra de años y párkinson, los últimos formularios descansaban sobre la mesa. Una firma nos separaba de quien, vencida al sueño, dormitaba sobre el pecho de mi esposa. Una firma antes de regresar a casa portando con nosotros ese fanal oscuro e inocente. Tomé el bolígrafo entre mis dedos, compartí con Maite una dubitativa mirada de triunfo y me incliné sobre el papel. Entonces escuchamos los gritos, el eco de pies descalzos acercándose a la carrera, ruido de cristales rotos y, en apenas un segundo, sentí los efluvios de una rabia incontrolable lanzarse contra nosotros.
Tuve el tiempo justo de entrever un destello metálico antes que el machete cayera sobre mi cráneo. Y reaccioné. Me moví un poco, apenas unos centímetros hacia la izquierda, y la cuchilla se me clavó en el muslo tras rasgar la mejilla con su hoja mellada. No sé de dónde saqué las fuerzas, quizá de un instinto adormecido por la vida urbana, pero conseguí sobreponerme a las densas oleadas del pánico, al dolor que abrasaba mi pierna y mis certidumbres, y aferré su brazo con ambas manos. Nuestras miradas se alinearon. En sus pupilas, inflamadas de rencor, frustración y rabia, danzaba algo semejante a la locura. En las mías, la determinación de proteger a mi familia se diluía en el pozo del terror. Nos desafiamos sin palabras, con un gesto de dientes apretados, enfrentando su odio con mi miedo hasta que, de repente, se desplomó sobre mis piernas, el cráneo partido por la azada del jardinero.
El alba se diluye, se sacude el manto que flotó sobre la sabana como un lienzo falso de esperanza, y el sol se apresta a recuperar su incontestable dominio. Dejo el vaso sobre la mesa y abandono la comodidad del asiento. Por el sendero que zigzaguea sobre un yermo de espino y matorrales, las primeras mujeres salpican polvo buscando, como el peregrino en el camino de Santiago, una esperanza a la que aferrarse.
El calor es insoportable en este cuartucho hediondo a desinfectante y alcanfor. Sin prisa, alineo las cajitas de vitaminas, unos pocos viales, las jeringas, el estetoscopio, y cojeo hasta la ventana en busca de un aire incapaz de diluir ni mis dudas ni el olor adherido a las paredes. Y regresa la imagen de Tafari, caído a mis pies mientras la vida se escurría por el agujero de su cabeza, huesos, sangre y restos de cerebro que pronto atrajeron a los insectos que poblaban las esquinas. Tafari, asesinado a golpe de azada para salvar a quien le robaba lo único que tenía. Porque Tafari era el padre de Mumba.
Maite llega sacudiéndose las legañas, deteniendo el tiempo y mi respiración con un gesto de su mano y su cabello. África ha teñido su piel de ocre y sus ojos de confianza. A su espalda, cada vez más mujeres se aproximan al dispensario. Deslizo la yema de mis dedos por la cicatriz que partió en dos mi piel y mi vida y, como cada mañana, encuentro la respuesta a esa pregunta que nunca deja de importunarme: ¿Qué hacemos aquí?
 Mumba era huérfana. Así nos la entregaron. Huérfana, porque nadie supo cuidar de su madre, fallecida al dar la vida. Huérfana, porque la desnutrición, el abandono, hicieron de una infección inocente el camino hacia el infierno. Huérfana, porque Tafari, emigrado a los extensos algodonales del sur, no fue avisado a tiempo de su dramática paternidad. Su cuerpo comenzaba a enfriarse cuando Mumba rompió su silencio con un llanto amargo que me hizo comprender. Allí mismo, más allá de los precarios muros del orfanato, cientos de mujeres embarazadas acarreaban sacos de cereal, odres de agua, hijos desvalidos y enfermedades de hambre y agotamiento. Comprendí. 
Es la hora. Mi esposa termina de revisar los antibióticos y asiente con un gesto. Una adolescente de iris carbón atraviesa el umbral con la cadenciosa elegancia de la sabana. -La mujeres esperan para la revisión- me dice con esa sonrisa que me cautivó quince años atrás.
-Está bien, Mumba. Hazles pasar.

RELATOS FINALISTAS


1ª Mención: Raquel López Vazquez (Granada)


EL CAMINO QUE UNA VEZ RECORRÍ   

            Aquella mañana, el aire amaneció preñado del aroma purificador de los ya pocos árboles que habían sobrevivido a la devastación del fuego. En los colosales troncos, podían verse las cicatrices provocadas por las hambrientas llamas. Ni siquiera el generoso empeño del musgo en cubrir los tallos con su manto fluorescente podía hacer nada por ocultarlas.
            Había interrumpido mi paseo en moto, obligada por una repentina necesidad de beber, y aquel paisaje me había llamado con cantos de sirena, invitándome a inmortalizarlo con mi cámara. Unos meses atrás, de entre todas las alternativas posibles, la había escogido como acicate para combatir la sequía que se negaba a dejar florecer mi creatividad: relataría con imágenes las historias que ya no me sentía capaz de contar con palabras.
             Empujada por la curiosidad de ponerle nombre a lo que se perfilaba unos metros más adelante, caminé esculpiendo cada detalle con mi objetivo.
            A mi derecha un riachuelo. Estaba segura de que, en otro tiempo, había sido algo más que el hilo de agua que ahora discurría, desnutrido y sin ganas, paralelo a la senda que los peregrinos del Camino de Santiago habían trazado, al apartar a su paso las agujas de pino que cubrían el funesto sotobosque. A mi izquierda, un pozo abandonado y sin sentido, agonizaba distorsionado por la maleza que trepaba insidiosa hasta su roldana.
            Casi sin darme cuenta, alcancé aquel lugar que parecía haber sido extraído de las páginas de un cuento y llevado por el viento para acabar encajado en aquel espacio yermo, que contrastaba con todo lo demás.
            Ante mis ojos, se levantaba un muro bajo de piedras colocadas unas sobre otras, cementadas por el paso del tiempo. La puerta enrejada que había servido de cierre languidecía en el suelo,  arropada por una vegetación que había dejado al descubierto, quizás por respeto, las letras de forja que anunciaban lo que había al otro lado:
CAMPOSANTO
            Una ermita abandonada se erigía, a duras penas, en medio de las tumbas que ya nadie visitaba. La bordeé, agachándome a examinar las resquebrajadas lápidas. El olvido había borrado los nombres y las fechas, llevándose para siempre las vidas de los que ya nadie recordaba.
            La entrada de la ermita estaba enmarcada por un carcomido umbral de roble, único vestigio de la puerta. Desde allí, exploré el interior, tenuemente iluminado por cuatro vanos abiertos en los muros.
            Crucé el umbral, franqueado por dos pretenciosas pilas para el agua bendita y recorrí el corto pasillo rematado por un altar quizás algo desproporcionado para un auditorio compuesto solamente por cuatro bancos de madera. A la izquierda de donde alguna vez había estado  el sagrario, podía ver la puerta que conducía a la sacristía. La ausencia de elementos religiosos y las pintadas en las paredes revelaban que aquel lugar hacía mucho tiempo que no le importaba a nadie.
            Si sabía jugar con la escasa luz, conseguiría una buena serie de imágenes, que podría incluir en la exposición que estaba preparando. Dejar fluir la emoción que me provocaba aquel proyecto, que en un primer momento consideré un sucedáneo de mi anterior vida, me conminó a soltar la mochila directamente en el suelo y a empuñar la cámara para exprimirle todo el jugo.
            Disparé a discreción hasta que algo a mi espalda hizo que me detuviese en seco: el sonido de unos zapatos correteando por el suelo de piedra. Me giré y vi desaparecer la falda de un vestido tras la puerta de  la sacristía.
            Lejos de asustarme, desanduve el camino de vuelta al altar y subí los escalones cubiertos por una raída alfombra que, en otra vida, había sido roja. Entré en una estancia minúscula donde me recibieron los esqueletos de un aparador y un armario que habían servido para guardar los objetos litúrgicos cuando aquel lugar todavía respiraba. Enfoqué la cámara. Empezaba a pensar que no era capaz de ver el mundo si no era a través de ella. Estornudé a causa del polvo y estuve a punto de dejarla caer.
            Cuando abrí los ojos, tenía delante a una niña que no tendría más de ocho años. Llevaba puesto el vestido que había visto desaparecer tras la puerta; un vestido como el que habría llevado yo a su edad. Eu pelo, recogido en una trenza a medio hacer, era un calco de la melena de la que me había desprendido cuando cumplí la edad suficiente para tomar mis propias decisiones.
            – ¿Me buscabas?– Las palabras salieron torpes de su boca desdentada.
            Los incisivos, uno más largo que otro, y los colmillos, que aún no habían vuelto a crecer, le  conferían el aspecto de un castorcillo que me hizo sonreír a mí también.
            Nos quedamos así, quietas, sonriendo más con la mirada que con los labios, explorándonos por fuera y por dentro, reconociéndonos la una a la otra con la complicidad que sólo pueden compartir dos almas gemelas.
            Yo había sido aquella niña.
            La pequeña desvió la mirada hacia la puerta, invitándome con un ceremonioso gesto a darme la vuelta. Allí, de pie, una mujer de pelo corto y brazos tatuados me devolvía la sonrisa que aún no se había borrado de mi cara.
            Las canas y las arrugas no habían desdibujado ni un ápice de la belleza intemporal de la que ella se sabía depositaria.
            – ¿Ya has encontrado lo que buscas? –La cadencia de su voz parecía extraída de la interpretación de una partitura.
            Supe que no tenía que responder. Tampoco deseaba hacerlo. Sólo podía mirarla y dejar que ella me mirase con aquel gesto poderoso de las personas que se saben omniscientes.
            Por encima de todo, quería recrearme en aquel aspecto, tan carismático e  inusual para alguien de su edad: camiseta, vaqueros y botas. Todo negro. Sin adornos. Sólo los dibujos sobre la piel.
            Con los años, acabaría por convertirme en ella.
            Muy despacio, casi sin alterar las partículas de polvo que flotaban en el aire, me tendió un papel doblado que acepté con la misma lentitud.
            Mi cuerpo, el de un autómata. Mi corazón, un caballo a galope.
            Sentí las pisadas de la niña pasando a mi lado. La observé acercarse a la mujer que, cariñosa, posó la mano en su hombro mientras ambas me daban la espalda y se alejaban: pasado y futuro de un presente extraordinariamente mágico.
            En el momento en que desaparecieron, tomé consciencia del peso del papel en mi mano.
            La angustia intentó apoderarse de mis sentidos, pero los despojé de ella como lo habría hecho con un molesto cobertor.
            La visión de mi infancia y mi vejez, el sonido de sus voces, el olor a años de espera, el gusto amargo de la despedida y el tacto del papel. Percibí todo como alterada por los efectos de un alucinógeno.
            Abandoné la ermita cogiendo al vuelo mi mochila, sin mirar atrás: no sabía si por miedo a que aquella experiencia hubiese sido real o,quizás, porque no quería descubrir que había sido un sueño.
            Atravesé el bosque de memoria, tropezando con las piedras, resbalando con la húmeda hojarasca. Cuando alcancé el pantano donde había aparcado mi moto, el sudor me empapaba la ropa.
            Abrí una de las maletas laterales, me descolgué la mochila del hombro y la guardé.  Todo en un mismo gesto, todo sin soltar el papel.  No quería dejar de sentir aquella textura que me reconfortaba y me llenaba de ansiedad a partes iguales.
            Me subí a la moto sin intención de marcharme.
            Sabía que era el momento de leer el  mensaje. Nadie me había dicho cuándo tenía que hacerlo, pero lo sabía.
            Sujeté el papel con ambas manos y lo desdoblé con fingida calma, esperando hallar cientos de palabras que seguramente me sentiría incapaz de comprender.
            Pero todo lo que aquella mujer tenía que decirme estaba resumido en una sola, trazada en el centro con mi letra de cuando era niña:


ESCRIBE


 2ª Mención Fabio Descalzi Sgarbi (Montevideo- Uruguay)

EL CAMINO POR LA CASA

Papá le da un beso en la frente a mamá y se va a la oficina. Me mira de reojo, apenado con esa demencia senil tan precoz. No hay médico que arregle esto, se leía en sus ojos.
Mamá se queda doblando ropa en su habitación. Por tercera vez vuelve a doblar la misma colcha. Me acerco a hacerle una sugerencia.
–Mamá… quiero que te sientes un poco, que estés tranquila. Allá, en el sofá, nos gusta tanto…
Ella no se detiene, sigue doblando ropa y más ropa. La vuelve a acomodar en otro rincón. Después se acerca al sofá, toma algo del respaldo. Con delicadeza le hago una observación.
–Mamá, no. Eso no se dobla. Es un decorado, se deja así.
—Lo traje del Camino de Santiago, ¡con lo que me costó traerlo!
Sin mirarme, busca en la mesita ratona. Sale de la habitación, con el control remoto del televisor en la mano, y lo coloca en la mesa del teléfono.
–Mamá, ¿qué estás haciendo? Eso nunca se pone ahí. Vamos.
La tomo de la mano, se calma un poco; volvemos a la habitación, nos sentamos en el sofá. Cambio de canal, un programa de cocina. Por un rato se entretiene. Hasta que un ruido de la calle la sobresalta.
Mamá se pone de pie, se quita el pantalón, camina por la casa. Va despacio, con la mirada perdida en el vacío. Busca a alguien. Murmura.
–Mamá… mamá… mamá… mamá…
Camina a medio vestir. Ni tiembla de frío.
–Así no, mamá. Hay que vestirse, hace frío. La estufa está apagada.
Pero ella vuelve la mirada de repente, con un gesto de terror.
–¿En dónde están los bebitos?
Va corriendo hasta la puerta, quiere salir. Como no tiene la llave para abrir, la sacude desesperada.
–¡Por favor, por favor, por favor!
Corro a tomarla de las manos, a tratar de serenarla, pero no hay caso. Sigue sacudiendo. Me da miedo que la rompa, o que se vaya a lastimar con uno de los cristales. ¡Cómo los limpiaba antes!
Por suerte, justo baja mi hermana Andrea, tiene más tacto para tratarla.
–Vamos, es por acá. Ya les canté y se durmieron.
Mamá camina en la dirección que le señala Andrea, la mirada al frente.
–¿Y vamos a tomar el té?
–Ahora lo trae él. Por favor, Jorge…
Andrea se queda haciéndole compañía. Yo me voy a la cocina, a prepararle una taza de té caliente. No creo que la llegue a probar. Sus hábitos alimentarios están muy alterados.
Apenas terminé de hervir el agua, siento un grito rezongón desde la otra punta. Inconfundible su voz de mando en el trabajo. Son veinticinco años de carrera profesional. Un largo camino recorrido.
–¡Pero, Josefina! ¡Te dije que me despacharas todas esas cartas! ¡Hace apenas unos meses que estoy acá, soy nueva en la oficina, no quiero que los patrones se enojen conmigo por inútil! ¿En quién voy a confiar, eh?
¿Cuándo fue la última vez que oí hablar de su primera secretaria, Josefina? ¿Hace veinte años? Esa buena mujer ya hasta debe de ser abuela.
–No, no, no y no, Josefina. Te voy a tener que amonestar. Así no se hace. Muy feo.
Andrea le habla en voz bajita. Logra hacer que se vista. Vienen hacia la cocina, caminando despacio. Le señala su lugar. Se sientan.
Al servirle la taza de té, se acerca el florero. Escoge dos flores y las coloca en la taza.
No tenemos coraje para corregirla.
Ella mira las flores, no le importa demasiado que se hayan torcido. Las toca con delicadeza. Sonríe encantada.
–Josefina, viste, qué hermoso el ramo. ¿Te conté que me lo regaló mi novio? –le dice a Andrea, mientras me señala suavemente con la mano, la ternura de mujer alumbra sus ojos.
Me estremezco al ver a mi madre así, pero mi amor de hijo puede más.
–¿Te conté, Josefina, que ayer fue nuestro cumplemés de novios?
Andrea ensaya una sonrisa de aprobación.
–Dentro de tres meses nos casamos. Ya elegimos los nombres, nos gustan Jorge y Andrea. ¡Qué lindos hijos que vamos a tener!
Mamá agacha la mirada, sonriendo. Juguetea con los pétalos. Por momentos, parece una muchachita que va a arrancar pétalos, “me quiere, no me quiere”.
Sin tocar más la taza, se pone de pie. Recorre una vez más el camino hacia la habitación.
–Mamá… mamá… mamá…
Con Andrea nos miramos, resignados. Le toco el hombro, que sienta mi calor de hermano. No se queda mucho, va detrás de mamá.
–¡Pero Josefina, te me estás olvidando de las cartas! ¡Ya mismo! ¡Qué impertinencia!
En su habitación, sigue doblando y ordenando ropa.
–Josefina, no las encuentro… ya te llevaste las cartas, entonces.
–Sí, están recién despachadas.
–Así me gusta. Que seas obediente. A mis hijos los voy a educar así. A enderezarles el camino desde pequeños.



V CONCURSO DE RELATOS BREVES UNA HISTORIA EN EL CAMINO (Año 2016)

Premio al mejor relato: 
ESTACIÓN DE TREN  
Autora:   LOURDES ASO TORRALBA         
                                                  
        Cuando llegué me miraron con recelo, influenciados probablemente por las noticias difundidas en la televisión. Aunque de una parte, la etiqueta de refugiado sirio podía parecer un salvoconducto al paraíso, de otra tenía connotaciones negativas, como si todos los sirios enarboláramos armas y nos dedicáramos a atentar en nombre de Alá a la primera de cambio. Yo llegué sumiso. Si algo se aprende en el camino es a aceptar las cosas como vienen, a no hacer preguntas, a conformarse con muy poco y a curtir la piel. El alma no, esa no se acostumbra nunca al horror y a la pérdida, y la mía estaba más enferma que ninguna, pues en mis dos años largos de viaje había sobrevivido a un naufragio (se nos hundió la patera cerca de las costas griegas), a la gangrena, a las enfermedades digestivas y a la pérdida de mis seres queridos. No sé por qué Alá me había arrebatado todo de esta manera. Bueno, tengo que dar las gracias porque aún conservo las manos y recuerdo como se amasa el yeso, como se templa el hierro de la forja o como se coloca una escalera de caracol. Madre decía que tenía habilidad para la artesanía y a menudo me encargaba muebles que ahora habrán perecido bajos los escombros en el barrio viejo de Idlib en la zona norte de Siria. A padre le habría gustado más que hubiera seguido sus pasos en el mundo de la medicina, pero Alá debía tener reservada para mí otra misión y no debía querer que las bombas me alcanzaran mientras intentaba consolar a un niño de sus heridas, pues allá ya no hay zona neutral, ni se respeta el dolor ajeno, ni los hospitales. Todo vuela por los aires, por eso cuando sobrevuela un avión Bercianos del Real Camino, corro a refugiarme debajo de la mesa de la cantina, aunque los vecinos se rían. Tengo el miedo metido en el alma. Me recorre hasta el último rincón de piel y quiebra mi ánimo sin llegar a encontrar consuelo. Algo de eso debieron intuir María y José Mary. Los conocí en una estación de tren. Ellos estaban de vacaciones en una zona próxima a Turquía y yo intentaba sin éxito hacerme sitio en un vagón que decían iba hacia Alemania. Uno de los guardias se ensañó conmigo descargando una porra sobre mis espaldas, algo demasiado habitual como para que le nos afectara. Pero aquella pareja de desconocidos me agarró del brazo y aunque no entendía que decían, me pusieron comida en el plato, me dieron agua (llevaba los labios agrietados) y me dejaron dormir en una furgoneta caravana. Después me invitaron a seguirlos y como no tenía nada que perder, me dejé hacer. Así atravesé las fronteras como un pasajero más y llegué a estas nobles tierras leonesas una suave mañana de primavera, justo cuando los peregrinos que iban hacia Santiago empiezaban a perder la pereza del invierno, se calzaban unas buenas botas de montaña y se abandonaban al conocimiento de sí mismos. Yo ni siquiera sé quien soy ahora, ni adonde he de ir. Mientras me ocupo de las labores de mantenimiento y remodelación del albergue del pueblo, observo y me pregunto por qué esa gente se echa a los caminos con semejante determinación. Nada se parece a mis motivos pues aquí no hay bombas ni bandos enemigos. Poco a poco, conforme voy ampliando mi vocabulario, no puedo por menos que querer saber. Algunos dicen que han hecho una promesa y tienen que cumplirla para no faltar a su palabra, otros que llevan tanta pena acumulada en las entrañas que seguro encuentran la paz, que la reflexión les ayudará a conocerse más a ellos mismos. Solo unos pocos dicen no saber. Se encogen de hombros como si les importara la vida muy poco. Me permiten compartir con ellos mesa y conversación. También rememoro lo aprendido de padre y proporciono unos remedios para las ampollas de los pies que los hacen sanar casi por completo en unas horas. Mi colchoneta está siempre cerca de la pared y van mudando los individuos que velan mi sueño casi cada noche. Algunas veces soy yo el que velo los suyos pues quisiera ver qué hay más allá, al final del camino, quién es ese Santiago al que profesan tanta veneración. Si no me muevo todavía es porque aún no estoy rehabilitado. Arrastro un dolor en la rodilla y un miedo atroz a volver a vagar a la deriva. María y José Mary me proporcionan consuelo y son lo más parecido a una familia que me queda. Adivinan mis tribulaciones porque en las últimas semanas han marchado hasta la capital para poner en orden mis papeles, empezando por el pasaporte y el contrato de trabajo en su hospedería, todo con objeto de reglamentar mi estancia y quitarme preocupaciones. Lo que no pueden arreglar son las cicatrices del alma. Me pesan los muertos que fuimos dejando en el camino, la culpa por haber abandonado a los míos, la inseguridad de sentirme extraño en tierra de nadie y la soledad infinita que apenas me deja empezar de nuevo. Pero lo que más me emociona es su silencio. Jamás me preguntan sobre mi pasado pues parecen adivinar la enorme batalla que se libra en mi interior. Tampoco me apremian con el futuro, como si este lugar no fuera de paso, sino definitivo. Y desde luego, han debido adivinar más pues cada vez que veo a la señorita Catalina, con los bucles rizados ondeando sobre sus hombros desnudos, se me ruboriza la piel como si me abrasara por dentro. Ella, ajena a mis aspavientos, va y viene a hablar con el padre Anibal, entabla conversación con los hospitaleros voluntarios que se hacen cargo de guiar a los peregrinos por la ruta, explicarles cuanto queda para el siguiente albergue y ofrecerles descanso si lo precisan. Yo me digo que no puede ser, que sería mejor quitarme a esa niña de la cabeza pues jamás reparará en un tipo como yo. Si algo enseña el destierro es que uno no es nadie, deja de tener identidad y pierde los derechos todos de golpe, por más que en este remanso de la ruta jacobea me estén dando una oportunidad. Una tarde en la que llegaron más peregrinos que capacidad tenía el albergue, desmonté mi colchoneta y salí para acomodarme al raso. Lloré toda la rabia contenida, como si aquel pequeño destierro temporal rompiera de repente todo el dique que mantenía mi angustia contenida. Ni siquiera me di cuenta de que José Mary no se había movido de mi lado en todo ese tiempo. Simplemente posó su mano sobre mi hombro, como para advertirme que no estaba del todo solo. Cuando dejé de hipar, se atrevió a decirme que aquí las cosas no funcionan como en mi tierra y que si me gustaba Catalina debía decírselo sin más pues la había visto aguardarme en el camino de graba casi todas las puestas de sol y, desde mi llegada, se la ve distinta, como más mustia. Pensé en que ni padre ni madre podrían darme su bendición si me aceptaba. ¿Cómo podía ser que se fijara en mí, si yo era diferente, si mi cultura no se asemejaba a la suya, si yo solo era un refugiado? Ella respondió a mis interrogantes diciendo que por dentro todos somos iguales y que si mi corazón amaba como el suyo, podríamos salvar el resto de los obstáculos. Prometí hacer la ruta francesa completa cuando me dijo que sí, que se casaba conmigo y se casaría mil veces. Aquí estoy, en medio de dos religiones que me aseguran el principio fundamental que las une todas, el amor al prójimo, tal y como hicieron María y José Mary conmigo. Les debo la vida y las mil vidas posteriores no bastarán para agradecérselo. Ahora somos dos más en su familia.


 RELATOS FINALISTAS


1ª Mención EL ÚLTIMO CUSTODIO
 Autor: J. L. BAÑOS VEGAS

                                         Destruyó la ҫibdad y la yglesia donde está enterrado el cuerpo de Santiago…

                                                                                            y quebrantó las yglesias y los monasterios y con fuego los quemó…

                                                                                                                                   (Lucas de Tuy)


                                                                    IN DEI NOMINE. En estos difíciles días de tribulación y penuria, dominados por los designios del ímprobo Abbadón, han llegado a mis oídos nuevas de que al-Mānsur (también conocido como Almanzor), el mayor enemigo que jamás conociera la verdadera fe, la del Crucificado, se halla a pocas leguas de nuestra hermosa ciudad de Compostella. Al parecer, tras partir de la Córdoba andalusí hace ya más de un mes, reunió una poderosa hueste al otro lado del Miño, y, en su largo camino de muerte y destrucción –para lo cual se vale del hierro, la llama y el hambre−, ha llegado a la cercana villa de Iria Flavia, de la que no ha dejado piedra sobre piedra, incluida su pequeña iglesia, también dedicada al apóstol Santiago. Lo que más me ha atribulado de esta noticia ha sido conocer que algunos nobles leoneses, descontentos con el proceder del rey Vermudo II, el Gotoso, se hayan aliado sin pudor alguno con las mesnadas infieles; lo que en verdad me hace barruntar que el Maligno esté empleando todos sus ardides en esta partida terrenal con el fin de confundir en gran medida a los cristianos; pues estos, en vez de unirse sin más dilación para hacer frente común contra los seguidores de Mahoma, pretenden ayudarlos a perpetrar toda clase de bellaquerías e iniquidades contra sus propios hermanos en la fe. Además, cuando solo faltan dos años y medio para la llegada del año M de la Era de Nuestro Señor, todo hace presagiar que las citadas huestes, que pronto entrarán a saco en nuestra ciudad, han sido enviadas desde el mismo averno; señal inequívoca de que, con la venida del nuevo milenio, el fin de los tiempos está próximo y será principiado por los aterradores hechos profetizados por Juan en el Libro del Apocalipsis.
         Ante el grave peligro que se cierne sobre estos santos lugares y sus piadosas gentes, yo, Pedro de Mezonzo, humilde siervo de Dios, he dispuesto que todos los que aquí tienen su morada la abandonen y se dirijan sin tardanza hacia las zonas más espesas e inhóspitas de los bosques; donde podrán esconderse con mayor facilidad de los sanguinarios ejércitos de al-Mānsur; pues de sobra son conocidas por los cristianos las muchas atrocidades perpetradas por ellos durante sus continuas y temidas aceifas o razzias; en las cuales los que no son vilmente pasados a cuchillo o desmembrados, pasan a engrosar las interminables filas de cautivos, sobre todo las doncellas y los infantes, quienes luego serán vendidos al mejor postor en los concurridos mercados cordobeses de esclavos para aplacar los desmedidos apetitos carnales de los suyos, incluido el acto nefando de sodomía. Y si bien es cierto que algunos feligreses, descontentos con mi decisión, han querido contravenir mis órdenes y permanecer en sus hogares; alegando que estas tierras galaicas ya sufrieron anteriormente otras incursiones no menos despiadadas −como las vikingas, que provocaban en nuestras atemorizadas gentes el llamado Horrurum normandorum−, al fin ha podido más mi poder de persuasión, basado en el firme convencimiento que tengo de que los locus Santi Iacobi no tardarán en ser arrasados y la tumba de nuestro amado apóstol profanada.
         Ahora, cuando soy la única persona que queda en la ciudad, pienso que de nada ha servido que los hermanos benedictinos, que habitamos el monasterio de San Paio de Antealtares, hayamos custodiado la tumba de Santiago el Mayor desde poco después de que la descubriera, allá por el año DCCCXIV, el ermitaño Pelagius, guiado por unas misteriosas luces que aparecieron de repente en el cielo nocturno sobre el frondoso bosque de Libredón. Y aunque la autenticidad de los restos mortales de quien Jesús eligió para que fuese uno de sus doce discípulos −y al que apodó Boanerge (hijo del trueno)− sigue siendo motivo de no poca controversia sobre todo entre las gentes paganas, recogido está como verdad incuestionable en el importante tratado De Ortu et Obitu Patrum, del eminente obispo Isidoro de Sevilla, o en varios escritos del erudito Aldhelmo, abad de Malmesbury, de la “Tierra de los anglos”. Además, es preciso mencionar que poco después de semejante descubrimiento −y merced a los buenos oficios del rey Alfonso II, el Casto, que mandó levantar una pequeña capilla de piedra y arcilla para honrar las reliquias de tan insigne apóstol−, mis abnegados hermanos benedictinos fueron los encargados también del siempre necesario servicio litúrgico y de la atención que precisan los cada vez más numerosos peregrinos que, desde muchos lugares del orbe cristiano, visitan estos santos lugares para venerar al apóstol e implorar su protección; por lo que ya empiezan a conocerse las diversas rutas, que hasta aquí llegan, como “Camino de Santiago”.
         Cuando cae mansamente la tarde, esta vez con un silencio sepulcral como jamás yo conociera, penetro en el templo de tres naves; mandado erigir, un siglo ha, por el rey Alfonso III, el Magno, para luego ser consagrado bajo la advocación del apóstol Santiago. Con paso quedo y gran recogimiento, me acerco al presbiterio, donde quedó integrada la pequeña capilla primigenia, y sigo recorriendo todo este sagrado recinto −testigo mudo de notorios sucedidos, como la coronación de varios monarcas de los reinos de Asturias y de Galicia−: el altar mayor, dedicado al Salvador; el altar de San Pedro; el de San Juan; y luego me dirijo hasta la tumba donde reposan los restos mortales del apóstol, la cual se halla flanqueada a diestra y siniestra por las de Atanasio y Teodoro, los dos fieles discípulos que lo acompañaron en su misión evangelizadora por estos mágicos territorios.
         El día diez de agosto amanece completamente anubarrado, como si el mismo astro rey quisiera ocultarse también del más despiadado de los adalides infieles. Después de haber permanecido gran parte de la noche arrodillado en oración, tengo los músculos entumecidos y apenas puedo ponerme en pie. Presiento que mi final está próximo y, en mis muchas plegarias, he suplicado al amado apóstol que interceda por mi alma pecadora cuando esta se halle ante la divina presencia del Supremo Hacedor, en lo que será el postrero y definitivo juicio. A decir verdad, me embarga un gran temor; y más cuando, pocas horas después, llega a mis oídos el inconfundible griterío de turba extranjera que penetra en la ciudad. Me postro de nuevo ante la tumba de Santiago y, pacientemente, espero el momento de recibir presta muerte. Unos cercanos pasos hacen que levante la mirada y distinga cómo varios infieles, armados hasta los dientes y comandados por un hombre al que denominan hayib al-Mānsur y que monta un brioso corcel de pelaje color azabache, entran en el templo y se dirigen con prontitud hasta donde me encuentro arrodillado.
         −¿Por qué estáis aquí? –me pregunta el hayib, a la vez que clava su torva mirada sobre mí.
         −Para honrar a Santiago –contesto con un extraño tono de voz, desprovisto de todo temor.
         Al-Mānsur parece sorprendido por mi rotunda y sincera respuesta; y quizá también por mi sagrada misión de custodio de los restos del santo. Tras algunos segundos de turbación, ordena con voz firme a sus hombres que no se me haga daño alguno y que, salvo la tumba de nuestro apóstol, arrasen todo lo que encuentren a su paso. Incluso manda apostar, junto a la entrada del templo, una guardia permanente de dos hombres para que nadie ose contravenir sus taxativas instrucciones. Antes de abandonar sigilosamente el recinto sagrado, el hayib me lanza una última mirada cargada de misterio y deja que su sediento caballo beba agua bendita de la pila bautismal. 
         Durante todo el tiempo que duró la ocupación de nuestra ciudad por las pérfidas tropas de al-Mānsur, todo lo que en ella había fue reducido a polvo y cenizas; a excepción, claro está, de las cosas de valor, como las puertas de la ciudad –de las que más tarde aprovecharán el abundante y preciado bronce con que fueron forjadas− y las once campanas que formaban el carillón del templo; las cuales, dicen, serán cargadas sobre las espaldas de cautivos cristianos hasta llegar a su lugar de destino: el lejano y próspero califato cordobés; donde, tras ser colocadas en posición contraria a las que adornan las espadañas de nuestras ermitas, iglesias y catedrales, se llenarán de aceite para que puedan servir de lámparas con las que iluminar día y noche el interior de su grandiosa mezquita.
         Siete días después de estos infaustos sucedidos, distingo, con grande alborozo por mi parte, cómo las feroces huestes del chambelán cordobés abandonan lo que, hasta hace pocos días, fuera la hermosa ciudad del apóstol. Un desmedido e inusitado sentimiento, mezcla de desconsuelo y de rabia contenida, se apodera de mí al comprobar que de ella solo haya quedado un paisaje de tristeza y desolación. Entre las ruinas del templo me arrodillo junto la tumba de Santiago, de la cual he sido humilde custodio durante estos últimos días, y, con gran fervor, le imploro que nos dé fuerzas suficientes para llevar a cabo el ingente quehacer que nos queda por delante; que no es otro que el de levantar todo lo destruido por las hordas infieles para que Compostella pueda llegar a ser algún día el más importante lugar de peregrinación de toda la cristiandad. Luego me encomiendo piadosamente a María, la Madre del Salvador, a quien me he permitido componerle, durante estos largos días de aflicción y asedio, una sentida plegaria: Salve Regina, Mater misericordiae... 

2ª Mención

 UN DÍA DE COMIENZO DE LA PRIMAVERA. 
Autora:  CONCHA MORA OLMEDO 

Junto a aquel arroyo, cercano al Camino de Santiago, se extendía un prado siempre verde y feraz. En él pastaban algunas vacas de raza gallega. Los suaves rayos del sol del comienzo de la primavera apenas si calentaban el paisaje en las horas tempranas. Las aves que surcaban el cielo piaban de forma estrepitosa rompiendo la calma de aquel comienzo de día de primavera. Sobre la linde de uno de los extremos del prado estaba tendida con los ojos cerrados y sobre mí docenas de moscas, abejas y otros variados insectos emitían un desagradable zumbido presagiando la llegada de los días de estío.

Dormida soñaba, soñaba con un tiempo lejano en el que los días eran dorados y discurrían tranquilos y pausadamente, en los días de la infancia fecunda. Soñaba con otros seres, seres que eran muy queridos y que me amparaban y soñando con ellos volvía a sentirme protegida. Veía a mis padres, que me contaban historias y canciones. Veía a mis abuelos, que también me contaban historias, y a mis tíos que me entonaban canciones. Y me sentía feliz con esos sueños envueltos en pompas de jabón traslúcidas y con mil reflejos de colores brillantes. Recordaba a los amigos de la infancia, el primer amigo, ese niño flaco y con grandes ojos con el que corría por las callejas de ese pueblo entre los montes. Y soñaba con ese pueblo de mujeres enlutadas y hombres de campo, recios y arrugados, y con los variados toques de aquella campana de la iglesia, toque a boda, toque a misa, toque a difunto. Y con el olor a pan recién hecho y que yo asociaba a olor a sol porque la panadería daba de frente con la apertura de una calle y siempre inundaba el sol su fachada.

Soñaba con que me fundía en un abrazo amoroso contigo y hacíamos el amor salvajemente. Y volví a verte cuando eras joven con tus rizos dorados y la luz luminosa de tus ojos de gato. Y soñaba con el día en que te había conocido y con aquella sonrisa que todo lo inundaba, la sonrisa de aquellos días en los que te sentías feliz de estar vivo y de ser un pánfilo en el más puro sentido de la palabra. Te agradaba conocer personas nuevas y tu cara de sonrisa bendita  así lo expresaba.

Las caras de esos seres se fueron difuminando y sus figuras se fueron fundiendo hasta formar una masa amorfa que cada vez se hacía más viscosa hasta terminar por convertirse en un líquido, en el que yo flotaba, flotaba en el espacio y notaba como un fluido inundaba poco a poco mis ojos, mi nariz, mi boca, mi garganta, mis pulmones, mi estómago y lo notaba fluir por la sangre, lentamente, poco a poco. Flotando en ese líquido avanzaba por el espacio infinito y los ojos se me iban colmando de estrellas, de planetas, de polvo estelar en una sinfonía de vivos colores, y al compás de la melodía bailaba el feto en que me había convertido, moviendo las piernas y los brazos y cada vez se hacía más y más pequeño. Entonces quise despertar pero no podía, ni siquiera sentía la caricia del sol sobre mi cuerpo, no oía el zumbido de las moscas sobre mi cuerpo inerte, ni veía el hilillo de sangre que manaba de mi boca.

El día era cálido en la inmensidad del horizonte y las moscas habían vuelto de su letargo invernal. Mi cuerpo inerte sobre la linde no sentía el calor del sol sobre los párpados cerrados, ni veía el peregrinaje de las aves surcando el cielo primaveral, ni olía la fragancia de las rosas que despuntaban con la primavera, ni oía el zumbido de las moscas que lamían las manos, los ojos, la nariz, la boca. Solo soñaba, soñaba y me iba sumergiendo en un sueño cada vez más profundo.

El sol se fue levantando sobre el prado y al mediodía las vacas sestearon bajo los escasos árboles y el cuerpo seguía tendido y el mismo río seguía cantarín encajado en su lecho y otras aves seguían surcando el cielo y el cuerpo seguía inamovible. Y siguieron pasando las horas de aquel día del comienzo de la primavera y el paisaje adquirió un tono anaranjado al llegar el ocaso mientras el sol se ponía en el horizonte. Y se levantó la luna y se encendieron las estrellas y las vacas fueron recogidas y las sombras de la noche ocultaron el cuerpo que seguía inamovible, inerte, quieto.

Tu te acercaste danzarinamente, como siempre había sido tu paso, hasta mi cuerpo y después de mirarme y llamarme insistentemente me cobijaste entre tus brazos pero ya nada podías hacer y dos gruesas lágrimas rodaron por tus mejillas y se introdujeron en mi entreabierta boca. Aunque tú no lo sabrás nunca, ese sabor salobre es el último recuerdo que me llevo de esa corta vida a tu lado.

                                                                                      

IV CONCURSO DE RELATOS BREVES UNA HISTORIA EN EL CAMINO (Año 2015)

Premio al mejor relato

UN INFIEL EN EL CAMINO DE SANTIAGO. Autor: Jose Luis Baños Vegas 
                                        
              Mi nombre es Ibn Amira, y, además de ser historiador, poeta y jurista, he ocupado a lo largo de mi vida importantes puestos para diversos sultanes almohades en los ricos reinos de Valencia y Granada. También fui cadí de Madina Mayurqa, paradisíaco lugar que los ejércitos cristianos conquistaron y hoy se conoce con el nombre de Mallorca.
         Antes de comenzar mi verdadero relato, he de indicar que pocos años antes de la conquista de Madina Mayurca por las mesnadas de los reyes cristianos, dichas huestes, apoyadas por caballeros cruzados provenientes de diversos reinos, habían inflingido otra dura derrota a nuestras tropas en la Batalla de Al-Uqab, muy cerca de un lugar al que los vencedores denomin las Navas de Tolosa. También pesaba sobre nuestra conciencia colectiva, por recogerlo con gran detalle numerosas crónicas y documentos árabes, un importante sucedido acaecido hace más de doscientos años en un lugar denominado Qalat al Nasur (Castillo del Azor), muy cerca del caudaloso Duero, y donde nuestro grandísimo caudillo Almanzor, proclamado Al-Nasur (el Victorioso por Alá), caería derrotado por los ejércitos cristianos. Según numerosos legajos que, acerca de esta batalla, manuscribieron doctos hombres seguidores del Islam, las gentes de nuestros reinos y califatos jamás comprendieron cómo pudo ser vencido de aquella forma tan ignominiosa el más grande adalid que conociera el mundo musulmán, el más bravo y valiente de nuestros caudillos. Sin embargo, para los cristianos, la derrota de este hombre temible se debió sin ninguna duda a que, años antes, éste, al mando de sus despiadados ejércitos, había saqueado un santo lugar llamado Compostella, donde, según la creencia de los seguidores del Crucificado, descansan y se veneran desde hace mucho tiempo los restos mortales de uno de los doce apóstoles que acompañaron en su predicación a quien dicen que es el único Hijo de Dios, Jesucristo. Incluso se conoce que el citado apóstol, llamado en hebreo Jacob y en la lengua vulgar de estas tierras Santi Yagüe o Santiago, era uno de los preferidos del Maestro por su carácter indomable, de ahí que fuese apodado “el Hijo del trueno”.
         También es menester indicar que todas esas importantes derrotas, infligidas a nuestras tropas, han ocasionado, además de una pérdida importante de territorio y prestigio, un dilema nada baladí, ya que la alta moral que, desde tiempos inmemoriales, atesoraban nuestros soldados, se ha ido diluyendo con la misma premura que el astro rey derrite la nieve de las montañas, siendo menor cada día que pasa, debido sobre todo a que nuestros hombres están convencidos de que el citado apóstol –el cual, según parecer popular, inició sus apariciones en la Batalla de Clavijo- se les presenta desde entonces en todas las contiendas, y no lo hace, como cabría esperar, durante unos instantes, sino que, montado a lomos de un brioso corcel blanco, va repartiendo mandobles a diestro y siniestro durante todo el tiempo que dura la batalla, haciendo grandísimos estragos en nuestras numerosas filas. Por otra parte, esto también está ocasionado que muchos de nuestros aguerridos guerreros vayan perdiendo la fe de una manera preocupante, y se pregunten, no sin sobrada razón, si nuestro amado profeta tiene menos poder que su apóstol; pues antes de cada razzia o combate los nuestros invocan a coro a Mahoma y los cristianos lo hacen a Santiago; siendo este último quien, al parecer, atiende con mayor esmero y ardor las súplicas de sus seguidores.
         Por todas estas razones no es de extrañar que, pocos días después de que el gran califa me mandase acudir presto a su palacio en la siempre hermosa ciudad de Marraquex, me enviase a tierras cristianas con el único propósito de que yo intentase averiguar todo lo referente a las referidas apariciones en combate del citado apóstol; y, de paso, procurase conocer las razones de la desmesurada devoción que hacia él sienten las gentes; pues de sobra son conocidas en tierras musulmanas las continuas peregrinaciones que, hasta su tumba, allá en la lejana ciudad de Compostella -muy cerca de lo que llaman Finis Terrae- realizan muchos hombres de la más variada condición y desde las más diversas partes del Orbe cristiano, siguiendo las muchas y concisas indicaciones del Liber peregrinationis (incluido en el Codex Calixtinus).
         Partí en barco junto a mi ayudante Alí (un joven huérfano y mudo que, siendo niño, recogí cuando vagabundeaba por la calle), y lo hicimos una madrugada de un lluvioso día del año 630 después de Al-Hiÿra (la Hégira) -correspondiente al año 1233 del extraño calendario por el que se rigen los cristianos-. Tras atravesar el Estrecho y llegar al puerto de Málaga, perteneciente al próspero reino nazarí de Granada, y ya ataviados ambos con indumentaria de peregrino para pasar desapercibidos, acordé con varios comerciantes castellanos, después de entregarles una bolsa repleta de maravedís, que nos dejasen acompañarlos en la larga ruta de vuelta a su tierra; y que, para no hacer demasiado extenso mi relato, sólo diré que trascurrió sin grandes contratiempos y que pasó por las importantes poblaciones de Córdoba, Mérida, Toledo, Segovia y Medina del Campo.
         Mi intención era dirigirme con mi joven ayudante hasta Qalat al Nasur (Castillo del Azor), lugar donde tenía pensado comenzar mis indagaciones acerca del milagroso Santi Yagüe o Santiago. La pequeña aldea, que aquí llaman Calatañazor, se asienta sobre un promontorio desde el que se domina una extensa llanura; lugar donde, según reconocen los pobladores de estas hermosas tierras, se celebró la sangrienta batalla en la que Almanzor perdió el atambor. Las gentes de estos pintorescos lugares son de corazón noble y llevan una vida austera, y, como nosotros, tienen la encomiable costumbre de narrar por las noches numerosas historias y leyendas a sus hijos, quienes, a su vez, algún día se las contarán a los suyos. Merced a esta tradición oral, conocí el sitio exacto de la renombrada llanura donde aparecióse el combativo apóstol Santiago montado en su caballo blanco para ayudar a los cristianos en la decisiva batalla contra nuestras tropas.        
         Partimos hacia la noble villa de Osma (nudo central donde confluían diversos caminos hacia Compostella) una soleada mañana de otoño. Lo que más asombro me causó nada más llegar a la citada villa, fue contemplar cómo estaban derruyendo la vieja seo. Indicar que una pequeña parte de los cimientos de la que, sin duda, algún día será una admirable edificación, ya estaba bastante avanzada; y los numerosos canteros, artesanos y constructores que en ella laboran día tras día, aprovecharan como mejor puedan, para erigir la nueva obra, la piedra y la madera con que estaban construidas las tres naves, el crucero y el claustro de la pequeña y vieja seo que mandara levantar el obispo Pedro.
         Durante las jornadas que allí permanecimos, paseamos por su importante mercado, el cual me recordó en gran manera al zoco o azogue de las ciudades de nuestra tierra. En él pudimos ver que se vendía gran cantidad de mercaderías: hortalizas variadas, fruta, aceite, azúcar, dátiles, pimienta, sal, hierbas aromáticas, pescado en salazón, carne de numerosos animales (asno, buey, caballo, yegua, mula, cabra, carnero, oveja, cerdo, vaca, conejo, gallina, ganso, liebre, paloma, perdiz...), metales, cera, incienso, coral, colorantes y productos que se emplean para la fabricación de los más diversos tejidos (áloe, alumbre, zumaque, azul, cochinilla).
         Claro que si ahora hay algo que me gustaría referir con detalle, y que mi frágil memoria recuerda con gran precisión, es una singular y arraigada tradición de las gentes cristianas, y que, a decir verdad, pudimos haber presenciado en cualquiera de aquellas villas o aldeas por las que transcurrió nuestro camino, pero que tuvimos la merced de hacerlo en la misma ciudad de Osma.
         Lo cierto es que, aunque algo había leído en mi tierra acerca de dicha tradición, nunca pensé que causaría un impacto tan grande en mí, ya entonces, poco sensible corazón. Todo comenzó a primera hora de una de aquellas mañanas otoñales. El sol, parapetado tras una tupida cortina de nubarrones plomizos, arrojaba sus primeros y mortecinos rayos sobre los edificios y calles de Osma. En muchos rincones de la ciudad veíase, alrededor de incipientes hogueras, un continuo trajín de hombres, mujeres y niños. Lo primero que me causó gran extrañeza fue contemplar que, a pesar de lo temprano del día, las gentes parecían encontrarse felices, como si estuviesen a punto de celebrar una gran fiesta. Poco después de que me acercase a uno de aquellos fuegos, oí unos espeluznantes gruñidos que parecían provenir del interior de un cercano corralón. Instantes después, varios hombres arrastraban un enorme animal que, sin dejar de gruñir ni un solo segundo, se resistía con todas sus fuerzas. Cuando colocaron a la bestia sobre un gran tronco partido por la mitad, uno de aquellos hombres, armado con un afilado cuchillo de cachas amarillentas, le asentó un profundo tajo en las yugulares y una cascada de sangre comenzó a brotar del cuello del animal para ser recogida en un recipiente de madera que sujetaban manos expertas de mujer, y que otra fémina no dejó de remover para evitar que la sangre se cuajara.
         Cuando el animal en cuestión -al que en mi tierra llamamos Hu (a) mahrám (cosa prohibida) y aquí, en los reinos cristianos, es conocido con nombres tan pintorescos como marrano, guarro, puerco, cerdo y demás lindezas- dio su última bocanada de vida, fue cuidadosamente limpiado y rasurado con fuego. Luego comenzaron a despiezarlo con gran maña, sacando en primer lugar las vísceras. Poco después fue colgada de una cuerda la canal para ser despiezada en varias partes, muchas de las cuales fueron saladas con la valiosa sal que, a lomos de pollino, era traída en sacos desde las prósperas salinas de Castilla. También algunas otras partes del animal fueron condimentadas con hierbas aromáticas y especias que, desde las primeras Cruzadas, llegaban de Oriente.
         Como antes mencioné, el sacrificio de ese inmundo animal dio lugar a una gran celebración donde participaron todos los moradores de la ciudad y aquellas otras gentes que, como mi ayudante Alí y yo, sólo nos hallábamos de paso. Decir también que se produjo una gran algarabía cuando, poco después de la matanza, hombres, mujeres y niños se reunieron en torno a una enorme mesa y comenzaron a consumir algunas partes del animal que no pueden ser conservadas: hígado, estómago, corazón, cerebro, ojos... Todo ello, claro está, sobradamente regado con abultados odres de vino y una ardiente bebida que aquí llaman Aqua vitae y que, al parecer, se asemeja en gran modo a un fuerte licor que, hace muchos años, comenzaron a elaborar nuestros antepasados árabes.   
         La música, el baile y los juegos también estuvieron presentes en tan importante acontecimiento. Recuerdo que, mientras los hombres y las mujeres comían, bebían, reían y cantaban, los bulliciosos chiquillos jugaban con una singular pelota que habían fabricado después de hinchar con aire la resistente vejiga del marrano. Indicar también que, entre trago y trago, algún juglar recitó algunos jocosos versos que fueron celebrados con aplausos y risas; como uno de los más elogiados que decía: “El marrano nos trae la felicidad, el que tenga un marrano no quiere más”.
         Un desgarbado hombre entrado en años -quien dijo ser descendiente directo de un magíster porcarius-, después de meterse entre pecho y espalda un suculento y codiciado trozo de estómago del marrano, dijo a los presentes que, a través de la Historia, importantes personajes escribieron acerca del cerdo: el griego Jenofonte, Herodoto, Claudio Eliano, Columela, Opiano, Casiano Baso y otros muchos. También habló elocuentemente del Textamentum Porcelli, un escrito del siglo IV o V de la Era del Crucificado que ya mencionaba San Jerónimo (uno de los Padres de la Iglesia), y del que se decía que, por su importancia, era recitado por los niños en la escuela, y que trataba de un cerdo que, antes de morir, hacía testamento donde enumeraba los muchos y variados beneficios hechos por él a la Humanidad. Y es que, si hay algo que aprendí durante aquellos lejanos y alegres días, fue el hecho irrefutable de que de ese enigmático animal se aprovecha absolutamente todo.
         Afligidos por abandonar aquel lugar, y después de agradecer a sus gentes la hospitalidad recibida, partimos de la ciudad de Osma varios días después de celebrarse la matanza del cerdo. Decir solamente que nuestro viaje a la tumba del apóstol Santiago, allá en Compostella, terminose unas cuantas leguas después de abandonar la citada ciudad, concretamente muy cerca de la villa de Aranda de Duero, donde fuimos asaltados por varios malhechores de caminos que nos robaron las capas entre cuyo grueso forro llevábamos escondidos los todavía abundantes maravedís que nos entregara el secretario del gran califa. El largo regreso, primero al reino nazarí de Granada y después a nuestra tierra, fue arduo y sólo pudimos conseguirlo merced a la gran caridad de algunas gentes cristianas que, creyendo que éramos peregrinos, fuimos encontrándonos a nuestro paso.
         Mencionar también que, aunque no pude concluir mi difícil y arriesgada misión, el gran y magnánimo califa, después de escucharme atentamente en audiencia privada en su suntuoso palacio de Marraquex, supo recompensar mis servicios prestados en los reinos infieles y, a petición mía, permitiome retirarme a una pequeña aldea situada muy cerca de los límites del desierto, donde paso los días recordando aquellas inolvidables jornadas que pasé en tierra cristiana.

         Por eso ahora, algunos años después de aquellos singulares sucedidos, y cuando presiento que mi alma pecadora, encerrada en este cada vez más decrepito cuerpo, se encuentra muy cerca ya de rendir cuentas al verdadero dios, Alá, no puedo dejar de recordar el exquisito sabor de todos aquellos manjares provenientes de un animal al que nuestra religión, la única verdadera, considera inmundo, y que, siendo sincero, he de reconocer que paladeé con verdadero placer junto a aquellas risueñas gentes de la noble ciudad de Osma. Aun hoy, a pesar de todo el tiempo trascurrido desde entonces, hay muchas noches en las que sueño con las alegres jornadas de matanza del Hu (a) mahrám, y vienen a mi mente todos los gratos olores y sabores que, durante aquellos inolvidables días, mis sentidos percibieron y guardaron para siempre en un lugar privilegiado de mi memoria. Sólo pido y espero que el siempre bondadoso Alá sepa perdonármelo cuando al fin me llame a su presencia.  

RELATOS FINALISTAS

1ª Mención especial: LAS COPLAS DE JORGE MANRIQUE . Autor: Jose Manuel Gómez Vega                                          

Al caballero Asbert de Claramunt le faltaba menos de un día, apenas dieciséis horas, para morirse, cuando sufrió una visión inesperada. Sucedió en Hospital de Órbigo, la villa leonesa cruzada por el río que le da nombre, que a pleno sol estival era una procesión de peregrinos que llegaban a la búsqueda de su puente romano, y en cambio de noche parecía las tragaderas del mismísimo infierno, oscura como los troncos de sus chopos viejos, tan apagada que nadie hubiera sospechado que allí dormía la más encantadora dama del reino. Hasta la toponimia parecía una premonición infausta, un anuncio de lo que habría de acontecer allí y ser recordado por los siglos de los siglos.
Hospital de Órbigo fue un alto inexcusable en su peregrinaje a Santiago de Compostela, la villa con el único puente sobre unas aguas abundantes incluso en tiempos de la siega. Fue también un fatal encuentro que primero su oído escuchase una melodía acompañada de laúd, unos sonidos que no parecían de este mundo, y luego sus ojos descubriesen tanta belleza —¿un ángel?, ¿una virgen?— asomada a una ventana alta, rozando el cielo.
“...contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”.
Asbert de Claramunt desmonta de su corcel blanco, descubre unos cabellos dorados que desprenden destellos bajo el sol recio de León, y cae de hinojos.
—¡Señora mía! —exclama, su mirada como una escala azul hacia la ventana enrejada—. ¡Ni el mejor juglar de Castilla superaría la belleza de sus coplas!
“Ved de cuán poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos…”.
La mujer posa el laúd con delicadeza a sus pies, se desabotona la saya con orofres de oro, y, con ambas manos, delicadas, sobresaliendo por las bocamangas amplias, se baja en gesto decidido el escote del blusón blanco para ofrecerle a Asbert de Claramunt una visión todavía más blanca, turgente y del todo inesperada.
“…que, en este mundo traidor, / aun primero que muramos / las perdemos”.
La doncella dibuja con sus labios rojo-cereza un corazoncito al tiempo que apecha la saya y tras ella la ventana.
Cuando a la mañana siguiente se despierta, lo primero que hace es asomarse a la ventana para descubrir al caballero todavía allí abajo, de rodillas.
—¿Cómo os llamáis?
—¡Asbert de Claramunt, mi señora!
—Del noble y bello reino de Aragón, supongo…
—Noble sí, y pensaba que bello también. Hasta anoche.
—¿Haciendo El Camino de Santiago?
—Hasta anoche fui peregrino del Apóstol, mi señora. Y desde anoche soy siervo de una dama. Por la tumba del santo se lo imploro, regáleme los oídos con su nombre.
—¡Zalamero!
—No es ese nombre para tan distinguida dama.
La mujer rompe a reír, mostrándole sus dientes pequeños, blancos y bien ordenados.
—Me llamo Guiomar de Castañeda.
—Doña Guiomar de Castañeda —repite Asbert de Claramunt.
—¿Os gustan mis coplas, caballero?
—¡Las dos por igual!... Quiero decir, sí, mi señora.
—¿Quisierais escucharlas al oído, sentirlas más próximas?
—¡La vida daría por ese honor!
—¿Se batiría en justa por ellas?
—¡A Dios pongo por testigo! ¡Dígame a quien debo humillar y delo por hecho!
—Escuchad pues. Estos días hay apostado en el puente un fanfarrón que, para impresionar a una tal Leonor de Tovar, desafía a los caballeros que desean cruzarlo. Vencedlo en mi nombre. Y regresad con la buena nueva.
—¡Así lo haré, mi señora, con mi lanza inhiesta!
Esa misma mañana, la del 6 de agosto de 1434, molido de tanta vigila, Asbert de Claramunt se dirige a lomos de su caballo hacia las arcadas del viejo puente romano. A la salida del pueblo se detiene un instante para comprobar el bullicio organizado en torno a la liza. Hasta siete cadalsos cuenta y al menos una veintena de tiendas, donde a buen seguro descansan mantenedores, reyes de armas, farautes, herreros, cirujanos, lanceros, bordadores… y toda esa fauna que conoce bien, pues los torneos son imprescindibles en las celebraciones de cualquier noble que se precie de tal. También él se ha medido en alguna ocasión, y hasta parece que le quieran doler los huesos al rememorar los encontronazos. Duda, pero al recordar “las coplas” de doña Guiomar de Castañeda se le yergue la espalda.
Rugen trompetas y atabales anunciando la llegada de un caballero.
La pareja de sostenedores del Paso Honroso, don Pedro Barba y don Gómez Arias, le dan la bienvenida. Asbert de Claramunt desmonta, conversa con ambos señores y es conducido a una tienda. Los heraldos anuncian la liza entre don Suero de Quiñones, hijo de don Diego Quiñones de Aller, jefe de la casa de Quiñones de Asturias y León, y don Asbert de Claramunt, noble aragonés.
Asbert de Claramunt siente que se duerme mientras le colocan la armadura. Luego, casi como en un sueño, se encuentra subido a su caballo, al que han engalanado con paramentos en oro y granate. Los cadalsos rebosan gente alegre. Tras una comitiva de trompetas, surge un caballo brioso de paramentos azules, montado por don Suero de Quiñones. En un pendón ondeaba su divisa: “Il faut deliberer”.
Las comitivas abandonan la liza. Se hace el silencio. Mandan entonces los jueces que suene a romper la batalla, y ambos caballeros entran en liza, se lanzan al galope el uno contra el toro, se arremeten lanza en ristre en medio de un griterío ensordecedor. El miedo despabila lo suficiente a Asbert de Claramunt como para que el primer lance suceda sin daños. Pero —por algo se llama torneo— han de tornar, enfrentarse de nuevo, cambiar la lanza en caso de haber sufrido desperfectos. No es el caso de Asbert de Claramunt, aunque ahora le parece que le pesa el doble.
—¡Por el favor de doña Leonor de Tovar! —grita don Suero de Quiñones.
—¡Por el favor de doña Guiomar de Castañeda! —grita don Asbert de Claramunt, y el público rompe a reír. Le señalan con el dedo y se retuercen en los cadalsos. Al aragonés le llegan las chanzas como en sordina, lejanas. No entiende bien lo que sucede. Cuando los jueces señalan el comienzo del nuevo lance, su caballo se arranca bruscamente, se siente descolocado, incapaz de mantener su lanza en horizontal.
Se escucha un gran golpe metálico, luego un ¡OOOH! del público. Un juez manda silenciar la música. De espaldas sobre el suelo, Asbert de Claramunt apenas puede moverse. No es solo por la armadura. Todavía tarda unos instantes en descubrir la punta de lanza empotrada en la mirilla de su yelmo.
Cuentan las crónicas que Asbert de Claramunt expiró en el hospital jurando que no le importaba perder la vista, ni siquiera la vida, que gracias a Dios ya había contemplado lo más bello que jamás vieran ojos humanos. Las monjas enfermeras creyeron que el moribundo se refería al Paraíso prometido, hasta que comenzó a repetir a grandes voces: “¡Las tetas de doña Guiomar de Castañeda!”.
El capellán le dio la extremaunción con miedo a que tras aquel fin se pudiera esconder la mano del maligno. En cuanto a la doña, no tardando acabaría desposada con un noble palentino que, con mejor suerte, pasó bajo sus “coplas”. Un tal Jorge Manrique.

2º Mención especial: EL PEQUEÑO PEREGRINO. Autor: Ziortza Moya Milo  

—¿Cuántos has visto hoy?— le preguntó su padre Carmelo.
— ¡Mil por lo menos!— dijo el pequeño Simón, burlón, abriendo sus manitas al aire con gesto de grandilocuencia.
— Ya serán menos— sonrió Carmelo.
Hacía más de dos semanas que le habían dado las vacaciones, pero él como no tenía pueblo para ir a veranear se quedaba en el suyo propio, con lo cual la soledad solía ser su única compañera. Pero Simón no se aburría. Su mayor divertimento era contar las personas que, con aspecto sudoroso, cansino, y pertrechadas con sus mochilas, pasaban por el camino principal pueblo. Se sentaba en un mojón que se encontraba en un punto estratégico, y oteaba el horizonte en busca de alguna borrosa y lejana figura, que se transformaría en un caminante al acercarse. Cuando pasaban a su lado, le miraban sonrientes. Él les devolvía las sonrisas, pero no se quedaba ahí la cosa. Había transformado ese rinconcito en una especie de avituallamiento como hacían en los maratones y en las carreras ciclistas. Por la mañana le pedía a su madre las botellas limpias que tuviera libres, y se las llevaba al manantial del pueblo, donde el agua brotaba límpida, fresca, sana, sin restos de impureza, y que era conocida en los alrededores por su sabor sinsabor único. Allí llenaba las botellas y se dirigía rápidamente a su puesto, no fuera que se le escapara alguno.
Los peregrinos se quedaban maravillados con aquel pequeño ser encantador que les saludaba, animaba y les ofrecía agua para que no desfallecieran. Él, como contraprestación les pedía que le contasen de donde venían, por qué hacían el camino, si les estaba costando mucho. Con los españoles era fácil, pero con los extranjeros era un poco más complicado. Algunos chapurreaban algo de español y lograba intercambiar con ellos una especie de diálogo de besugos que le hacía estallar en carcajadas. Sobre todo le hacía gracia cuando cambiaban el artículo al sustantivo, o las confusiones de género: "la camino", "el promesa" "tu eres buena chico". Se desternillaba. Y ellos sin saber el motivo, reían con él.
Había conocido todo tipo de historias. La mayoría eran  historias conmovedoras que él escuchaba con mucha atención. Intentaba conocer todo al detalle, lo cual a veces no dejaba de desconcertar a los peregrinos, pero para él tenía un sentido. Todas las noches, las luces se apagaban y las voces se convertían en un susurro imperceptible hasta llegar el silencio. Pero en un pueblo situado en el campo, aunque el silencio era mayor que en la gran ciudad, era más singular. Escuchaba al búho, algún burro, al lobo..., a Simón esos ruidos le reconfortaban y le ayudaban en su tarea. Sacaba su cuaderno de notas, y comenzaba a escribir esbozos de las historias que había escuchado durante el día. Era algo que hacía todas las noches y de lo que nadie era conocedor, ya que le avergonzaba. No quería que vieran sus escritos, podían parecer ridículos, pero él tenía la necesidad de inmortalizar aquellos pequeños relatos con su escritura.
Tenía historias de todo tipo. Había una de un japonés. Cuando le preguntó a su padre donde estaba Japón, Carmelo se quedó sin saber que contestar. "Japón está muy muy lejos, hijo", "¿Más que Madrid?", "Tendrías que ir y volver a Madrid diez veces por lo menos, sino más". Se quedó perplejo. Eso era muy lejos. Y sin embargo venían. Recordaba a aquel japonés entrañable, con mirada atribulada, ya entrado en años, y que hablaba bastante bien el español. Se sentó a su lado, y acarició la cabeza de Simón. Le dijo que había perdido a toda su familia en el terremoto y el tsunami de Japón de 2011, y que se había quedado solo. Conoció el Camino de Santiago por un amigo suyo y decidió hacerlo. Sentía la necesidad de estar consigo mismo, con la naturaleza, congraciarse con el ser humano y quitarse la culpabilidad de haber sido el único de su familia en sobrevivir a la desgracia. Se quedó con él un buen rato. En silencio. Le prometió que se acordaría de él para siempre, e hicieron una cosa muy especial. Simón fue a por un cincel, y escribieron juntos en la piedra donde éste se sentaba todos los días, los nombres de sus familiares: Toshio, Yoshida y Takara. Después el hombre se despidió dándole unas palmaditas en el hombro.
Recordaba a una señora inglesa, de mediana edad, que venía acompañada de un perro andrajoso. Decía que se lo había encontrado en el camino, que le había dado algo de pan y algunas caricias, y que desde ese momento no se había separado de ella. Dormía a la puerta de los albergues, y cuando ella salía, se ponían en marcha otra vez. Estaba preocupada porque no podía quedarse con él. Llegaría un momento en que tendrían que separarse. Simón observó al perro. Era un can de pelo grueso, cicatrices por todas partes, falto de dientes, muy muy viejo, y con una mirada tan triste que desarmaba a cualquiera.
Simón prometió que cuidaría de él, se despidió de la inglesa y cogió el perro en brazos. Cuando llegó a su casa, sus padres le miraron perplejos. Les contó la historia. Al principio fueron implacables, pero en cuanto miraron al perro se apiadaron de él. Le llevaron al veterinario del pueblo y le dieron de comer en abundancia. En pocos días, el perro parecía otro y no se separaba de Simón. Incluso iba con él a observar a los caminantes. Se quedaba en silencio tumbado a su lado, y solo se levantaba agachando las orejas si recibía una caricia o unas palabras cariñosas. Pero llegó el día que el perro no pudo más, y cuando Simón fue a salir a la calle, le miró suplicante y se quedó tumbado a los pies de su cama. Era hora de descansar de su vida, que se presumía agitada. Era muy viejo y llevaba una gran mochila a sus lomos. Descansó durante unos días, hasta que se durmió para siempre. Simón lloró mucho, pero se consoló pensando que sus últimas semanas habían sido felices, y que por fin había encontrado un lugar donde sosegarse.
Un día Simón estaba dormido y escuchó que alguien le llamaba a gritos, era su padre:
—¡Vamos perezoso!, levántate ya, que tenemos que marcharnos— le dijo de buen ánimo.
— ¿A dónde?— Todavía se estaba desperezando y tenía legañas en los ojos. Su padre le indicó con los ojos el rincón del cuarto. Había un par de buenas botas, una mochila, mudas, ropa para el frío...
— ¿Qué es esto?— Simón no sabía lo que estaba ocurriendo, aunque empezaba a intuirlo.
— ¿No lo ves? Es ropa de peregrino, hoy mismo salimos para Santiago.
— ¡¿Cómo?!
— Lo que oyes, pero deja de hacer preguntas y levántate ya. Así saldremos con el fresco, antes de que empiece a pegar el calor.
Simón saltó de un brinco de la cama. En media hora estaba preparado. Su madre le estaba esperando, con el desayuno en la cocina. Besó a los dos antes de marchar, advirtiéndoles que se cuidaran mucho.
Comenzaba su viaje, ya no tendría que preguntar a los demás que es lo que se siente. Por fin iba a convertirse en peregrino, y él sería el protagonista.
Carmelo no cabía en sí de gozo al ver a su chiquillo tan entusiasmado:
— Bueno ya era hora que escribieras tu propia historia, ¿no te parece?
Simón al escuchar esto, se sonrojó, pero sonrió.

  


III CONCURSO DE RELATOS BREVES UNA HISTORIA EN EL CAMINO (Año 2014)

Premio al mejor relato
EL ÚLTIMO PEREGRINO. Autora: Mª del Mar Braza Claver

El último peregrino arrastró sus pies por el camino de tierra que atravesaba el bosque. Seguía el mismo sendero que habían recorrido miles de personas a lo largo de los siglos, iniciado por pioneros llenos de una fe auténtica e inquebrantable, en una época en la que la Tierra era joven y rebosaba vida. Ahora la Tierra se moría y él ya no creía ni en sí mismo.
Miraba hacia delante, sin detenerse a pesar de la fatiga. Un pie detrás de otro, siempre un paso más, completando los kilómetros lenta pero inexorablemente. Temía, de una forma absurdamente irracional, echar la vista atrás. Pues tras él el camino se iba desvaneciendo, perdiéndose en el olvido. No de forma literal claro está, la tierra estaría ahí incluso cuando él muriera y ya no quedaran humanos para contemplarla, hasta el día en el que el mundo colapsara en sí mismo. Pero ya no sería camino, ya no sería sendero, pues el camino no existe si no hay nadie que lo recorra, ni nadie que lo recuerde. Se volvería un trozo de tierra más del bosque que lo rodeaba, que tampoco sería ya bosque. La esencia de las cosas no cambiaría pero sí su significado porque ya no habría mentes que pudieran pensarlo.
—Eres todo un filósofo, compañero.
Junto a él había aparecido un hombre joven, como salido de la nada. Iba vestido como un auténtico peregrino, con ropajes marrones gastados, una larga capa y sombrero de ala ancha. Se apoyaba en un bastón largo y grueso y en su pecho rebotaba la Concha de la Vieira, lo que indicaba que había completado el Camino de Santiago al menos una vez.
—Me he vuelto loco, ¿verdad?—preguntó con tranquilidad el último peregrino, sin dejarse sorprender demasiado. Había un cierto matiz de irrealidad en la situación, a pesar de que veía tan claramente al recién aparecido como las raíces de los árboles que sobresalían de la tierra y se empeñaban en enredarse en sus pies.
—Probablemente—le concedió su visión. Tenía un brillo afable en la mirada, casi paternal— Al menos eso sugieren tus desvaríos. Pero, en realidad, ¿qué importa? A fin de cuentas no hay nadie que pueda demostrar que yo no existo.
—Supongo que tienes razón, pero hasta donde yo sé, las personas no pueden escuchar los pensamientos de los demás. ¿Se puede saber quién eres?
—Bueno, si tú eres el último peregrino, podríamos decir que yo soy el primero. Sé lo que estás pensando—dijo rápidamente, levantando la mano para evitar que le interrumpiera—pero tú no sabes cómo eran los primeros peregrinos por lo que he adoptado una imagen, digamos, estándar, apropiada para el contexto.
EL hombre, el real, se encogió de hombros y dejó que su alucinación le hiciera compañía en los últimos kilómetros que lo separaban de Santiago. En cierto modo, le reconfortaba una presencia humana junto a él, aunque fuera imaginaria. Juntos recorrieron la carretera abandonada, dejando atrás bosques y caminos de tierra. Atravesaron pueblos vacíos y capillas solitarias, el legado que los humanos habían dejado a la Tierra.
El primer peregrino no hablaba mucho. Se limitaba a mirar a su alrededor con curiosidad y señalaba de vez en cuando con entusiasmo infantil los vestigios, ya antiguos, del progreso: coches, redes de telefonía, placas solares…
No obstante, era un compañero bastante útil. Conocía los atajos y los mejores lugares para encontrar agua. Distinguía las plantas comestibles de las que no y le enseñó a poner trampas para conejos, aunque nunca cogieron ninguno. Y cuando llegaron los primeros síntomas de la enfermedad, fue él el que le ayudó.
Comenzó como una ligera agitación, como si no le llegara aire suficiente a los pulmones, un ahogo que empezó con los esfuerzos y progresó hasta acompañarlo en todo momento. Se fatigaba con mayor frecuencia y le apareció una tos muy desagradable que ya no se le fue.
—Es el virus—le explicó a su alucinación, mientras este le preparaba una infusión con hojas de sauce para bajarle la fiebre — Primero ataca a los pulmones, produce una inflamación y los va destruyendo lentamente. Después, se extiende a todo el cuerpo.
—Tal vez deberíamos tomárnoslo con más calma—le recomendó el otro más adelante, cuando el vapor de agua dejó de ser suficiente para mantenerle las vías respiratorias despejadas.
—No. Una vez que se ha manifestado, la enfermedad avanza muy deprisa y no hay cura conocida. ¿Por qué crees que estamos tú y yo solos? Si nos retrasamos mucho no llegaré nunca a Santiago.
Para cuando coronaron Monte Do Gozo y contemplaron en el horizonte las torres de la Catedral de Santiago, el hombre casi ni podía respirar. La fiebre no le bajaba y un temblor fino y constante sacudía con ligereza su cuerpo.
Observó un buen rato con ojos febriles el trecho que le separaba de su destino. Finalmente, hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y prosiguió el camino, tan imbatible como desde el principio.
Los kilómetros que separaban las afueras de Santiago del centro fueron los que se le hicieron más largos, era como si de repente todo su cuerpo acusara la fatiga acumulada durante el viaje y los metros se alargaban infinitamente en vez de acortarse.
—Es curioso cómo ha cambiado todo—comentó el primer peregrino— Cuando yo llegué, los restos del apóstol reposaban en un sepulcro excavado en la piedra, en una gruta. Y ahora se encuentran en medio de una gran ciudad, en el interior de la máxima expresión de los edificios religiosos, las catedrales, el intento de los hombres de crear una estancia digna de Dios.
—Bueno, si te sirve de consuelo, la catedral también es de piedra—le replicó el otro, sin mucho ánimo para conversar.
Tras cruzar por debajo de un arco de piedra, la plaza del Obradoiro se extendió ante ellos. Cientos de animales se habían adueñado de las ciudades tras la desaparición de los humanos y en ese momento varios huyeron de la plaza, hacia el refugio de las calles laterales. En su mayoría era pequeños mamíferos, aunque el hombre alcanzó a ver una figura lobuna que corría en el otro extremo.
Pequeñas pinceladas de verde asomaban entre las uniones de las piedras del suelo. El peregrino se maravilló de lo rápido que la naturaleza había reclamado lo que en otro tiempo había sido suyo; hacía poco más de un año que la enfermedad había asolado el planeta. Unos meses más tarde había comenzado su peregrinaje.
Se dejó caer delante de la fachada oeste de la catedral, parpadeando para poder ver las torres a través de las lágrimas que empañaban sus ojos. Era enorme, imponente y preciosa pero él no podía apreciar nada de todo aquello. Ya no sabía si lloraba de emoción por el final de su viaje, de miedo por su inminente muerte o de tristeza por todo lo que había perdido.
—Nosotros rezábamos una oración al santo, al llegar—le dijo suavemente el fantasma de su mente.
—Yo no creo en Dios—le replicó él, secándose las lágrimas— Vine aquí por ella. Tenía la fe más pura que he visto en toda mi vida. Y yo le prometí que la traería a Santiago, que haríamos el Camino juntos— Sacó de su mochila una pequeña y delicada urna negra— Mejor tarde que nunca ¿no?—sonrió con amargura.
Abrió la urna y lanzó las cenizas al aire. El viento hizo que ascendieran en una espiral negra hacia el cielo y luego las dispersó suavemente por la plaza, desapareciendo de la misma forma que ella había desaparecido de su vida. Después, el último peregrino cerró los ojos y se tumbó en el suelo, enfrente de la catedral hacia la que conducían tantos caminos que perecerían en el olvido.
—¿Y ahora qué vas a hacer?—oyó que le preguntaba su compañero de viaje.
—Me quedaré aquí, hasta que mi corazón falle y me reúna con ella. Gracias por todo. No has sido una mala compañía teniendo en cuenta que no existes.
Cuando volvió a abrir los ojos, el primer peregrino no estaba y él se encontraba tan solo como al principio. Pero descubrió la Concha de la Vieira, apoyada en el suelo, junto a su costado. Sintió un súbito cariño a esa ilusión creada por su mente que le había acompañado en sus últimos momentos. O ¿quién sabe? Tal vez había sido la magia del Camino.

Relatos finalistas

MEIGAS
Autor: Ricardo Esquilas Camarmo
La lluvia arreciaba torrencialmente golpeando el techo de la humilde posada, mientras abuela y nieta
trabajaban en silencio, un mutismo quebrado por el chasquido de la madera que ardía en la chimenea y
por los ocasionales bostezos de la joven.
El salón se había quedado vacío, y mientras la posadera recogía los restos de las mesas, su nieta barría
el suelo con desgana, el cansancio se iba apoderando de ella después del animado ajetreo surgido con
los feligreses durante todo el día.
Unos intensos y contundentes golpes. hicieron sonar la puerta. Abuela y nieta, dudosas volvieron sus
miradas hacia la misma, deteniendo sus quehaceres. A esas horas de la noche no esperaban a nadie.
-¡Está cerrado! -Exclamó la posadera -. ¡Y de todos modos no queda sitio!
Los golpes, volvieron a sonar insistentes. La anciana hizo un gesto malhumorado.
-Deberías abrir por caridad - le sugirió la joven-. La posadera refunfuñando se dirigió hasta el portón, para observar por la mirilla.
Afuera, empapándose bajo la lluvia, se hallaba un joven, alto y delgado, las greñas de cabello castaño se
le pegaban al rostro, y hasta la perilla chorreaba agua. Su capa le era totalmente inútil para resguardarse del tremendo chaparrón.
La posadera envuelta en la caridad, abrió el portón, haciendo pasar al zagal.
-¡Un trovador! - exclamó la muchacha, encantada, al ver el laúd que colgaba a su costado.
-Pelayo, para servirlas - saludó con cortesía-. Me preguntaba si podrían darme alojamiento por esta noche, -dijo sonriendo, mientras hacia una reverencia-.
-No queda sitio - insistió la anciana posadera, mirándolo con recelo-.
-Pagaré bien - dijo, haciendo sonar un saquito que llevaba colgado de su cinto -. Puedo dormir en
cualquier rincón. Sólo quiero protegerme de la lluvia.
La anciana pareció dudar, y ante la protesta de su nieta, se decidió. -Está bien, pasa-o Pero nada de
algarabías , ¿entendido?
-Soy un trovador serio -aseveró Pelayo.
Tomó asiento en un banco junto al fuego y le fue ofrecida una manta que le entregó la joven moza.
-Ha sobrado algo de caldo - dijo la posadera-. Lo pondré a calentar.
El trovador se arropó, al tiempo que las dirigía una sonrisa, sin mediar palabra.
-llevarás caminando mucho - comentó la muchacha al cabo de un rato-.¿Eres peregrino?
-Si, vengo desde Francia siguiendo el Camino y me dirijo a Compostela. Por cierto, ¿no debe faltar mucho
ya?
-Si no fuera por la tormenta y la noche tan cerrada, desde aquí verías las luces de la ciudad - intervino la
posadera-. De haber seguido andando podrías haber llegado al amanecer.
-Conozco bien este clima , estas adversidades, hacen que el Camino merezca la pena. Si fuera sencillo, no valdría como penitencia -dijo Pelayo-.
-¿Habías estado antes en Galicia? -quiso saber la joven.
-Sí, hace tiempo. Vuelvo a Santiago porque me han dicho que están a punto de terminar la nueva catedral.
-Es más grande y hermosa que la anterior - afirmó la anciana, acercándole un tazón de caldo caliente-. Los moros no consiguieron vencer al Apóstol.
-¿Sabías que la basílica fue arrasada por los moros hace mucho tiempo? - inquirió la joven.
-Sí, lo sé. Almanzor el Victorioso llegó a la ciudad en el año de Nuestro Señor de 997. Lo recuerdo.
-Córno puedes recordarlo, si eso ocurrió en tiempos de mi bisabuelo, -dijo gruñendo la anciana posadera-.
-Recuerdo haberlo oído. Recuerdo historias sobre ello, -repuso Pelayo-.
-Debes conocer miles de historias -comentó la joven moza, admirada-. ¿Por qué no nos cuentas alguna?
Pelayo sonrió. Conozco muchas. pero puedo contaros la del moro Almanzor y la tumba del Apóstol.
* **
Cuentan que cuando Almanzor llegó a Compostela poco antes del año 1000 muchos tuvieron el presentimiento de que se trataba de una señal, del anuncio de la llegada del fin del mundo. Y la mayoría
de los que ese día estaba n en la ciudad. tuvieron razones para pensar así.
Avisado, el obispo Mezonzo tuvo el tiempo suficiente para evacuar la ciudad, por lo que Almanzor avanzó
por las solitarias rúas de la ciudad con grandes paso, haciendo asonar sus recias botas en busca del santuario.
En la basílica un grupo de valientes monjes se habían escondido en torno al sepulcro del Apóstol. Habían
atrancado la puerta del mausoleo y habían jurado que lo protegerían con sus vidas. Ajenos a lo que sucedía fuera, suplicaban a un Dios que parecía no atenderlos. De una patada Almanzor abrió las puertas de la basílica.
Mientras, los monjes rezaban ocultos junto al sepulcro en la cripta, cuya entrada habían cubierto con un
retablo que de momento los mantenía a salvo de la mirada inquisidora del Victorioso.
Pero los moros estaban arrasando la iglesia por completo, y si Almanzor no encontraba lo que quería, le
prendería fuego. Así lo hacía siempre.
Mientras Almanzor se paseaba de un lado al otro por la nave central de la basílica, uno de sus hombres
localizó una capilla lateral en la que se encontró una niña cristiana, viva y sola. Almanzor se dirigió rápidamente hacia allí. La niña no tendría más de diez años, su cabello era rubio como la miel, y sus ojos azules como turquesas. Arrodillada ante una imagen de la Virgen , la niña rezaba sin preocuparse de los
moros que la observaban. Por alguna extraña razón, ninguno de ellos había osado ponerle la mano encima.
-¿Niña, dónde está el sepulcro de Santiago? - preguntó Almanzor con dureza.
-Si os lo digo, habéis de prometerme que lo respetaréis. -dijo volviéndose hacia el moro.
-Si no nos lo dices, morirás.
-y si os lo digo, moriré igualmente -replicó la niña con carácter-. Vos no ganáis nada con la profanación
del Santo Sepulcro.
-Existe una ridícula leyenda entre los cristianos que cuenta cómo Santiago, que llevaba muchos siglos muerto, apareció en una batalla contra mi gente y guió a los suyos hacia la victoria.
-Es cierto -asintió la niña.
¿Y por qué no se ha levantado ahora de su tumba para defender a los compostelanos, que tanto creen en él? Nuestra victoria no sería completa si no acabásemos definitivamente con esa superstición. ¿Por qué vaya respetar los restos de alguien a quien llaman Matamoros?
-Ya habéis triunfado sobre esta ciudad. Dejadnos a los que quedamos un poco de esperanza, algo en qué creer. Os lo ruego: no castiguéis más a los cristianos de Compostela.
Almanzor no dijo nada. Aquella mocosa había osado desafiarle, y él tenía que demostrar a sus hombres que era capaz de manejarla, de infundirle respeto, miedo.
-Los grandes genera les lo son porque saben demostrar su generosidad en casos como éste - insistió la
niña-. Si respetáis la tumba del Apóstol, en esta ciudad también se respetará vuestra memoria.
Escuchadme, señor. Nada hemos hecho los compostelanos que merezca la destrucción de las reliquias de nuestro santo patrón.
Almanzor se quedó mudo por un instante , reflexionando sobre la situación. También podía demostrar que era capaz de escuchar a sus enemigos. Que les respetaba. Al fin y al cabo, él siempre había dicho que era estúpido aquel que no valoraba a sus contrarios . Sólo así había llegado a ser quien era.
-Juro por Alá y nuestro profeta Mahoma que respetaré tus deseos y el sepulcro de Santiago, muy grande tuvo que ser la fe de sus partidarios creyendo verlo pelear a su lado en la batalla de Clavija.
Cuando el retablo cayó y los sarracenos echaron abajo la puerta de la cripta, aparecieron los monjes junto al sepulcro muertos de miedo y desamparo.
-Sacad el sepulcro de aquí -ordenó Almanzor, porque esta basílica va a arder hasta los cimientos, y no
creo que queráis que vuestro Apóstol arda con ella. ¿O sí?
-Obedeced - aconsejó un viejo y sabio sarraceno, con una sonrisa mellada-. Y dad gracias a vuestro Dios
porque la generosidad de Almanzor es grande.
Cuando la iglesia se derrumbó, los moros se habían marchado. Y en la plaza sólo quedaban los monjes velando el sepulcro, y contemplando como los últimos restos de la basílica ardían en llamas.
* * *
La voz de Pelayo se apagó y durante un momento nadie dijo nada.
-¿Y la niña? - preguntó la nieta de la posadera .
Pelayo se encogió de hombros. - Desapareció.
Los moros que estuvieron aquel día en la basílica contarían esta historia más tarde. Los cristianos llegaron a la conclusión de que aquella chiquilla que había sobrecogido al fiero Almanzor creyeron que fue un ángel de Dios.
-Bonita historia, pero se ha hecho tarde, así que todos a dormir - ordenó la anciana posadera.
Antes de marcharse a sus aposentos, la joven moza se acercó al trovador, y le dijo:
-Todo buen peregrino que se precie, debe de llevar esto, y le entregó una concha blanca, en cuyo centro había una mancha roja en forma de corazón . Todos la llevan. Es el símbolo del Camino, trae buena
suerte.
-Esta viera es especial, ya sabes... por el corazón -explicó la joven-. La guardaba para alguien como tú .
Pelayo le dio las gracias.
Y la muchacha, dándole las buenas noches, estampó un furtivo beso en la mejilla del trovador.
Pelayo sonrió, y acurrucado junto a las últimas pavesas del fuego se quedó dormido.
** *
A la mañana siguiente, la joven bajó muy temprano para preparar el desayuno, pero el trovador ya se había marchado. La moza corrió a la puerta, la abrió de par en par y se asomó al exterior. Pero no se veía ni rastro de Pelayo, ni una sola huella, como si el trovador hubiera salido de la posada volando.
-¡Cosa de meigas ! - exclamó la muchacha sorprendida, y se santiguó. Volvió a entrar en la posada y recorrió el salón con la mirada.
Todo lo que quedaba de la visita del trovador eran tres maravedíes sobre una de las mesas, y la historia del moro Almanzor y el sepulcro del Apóstol.
***
A pesar de la fina lluvia que caía, los peregrinos de a pie y los ciclistas que habían llegado a cumplir los votos con el Apóstol llenaban junto a los turistas la plaza del Obraidoiro,. No faltaban los puestos de venta de recuerdos, ni el caracterizado peregrino medieval que permitía hacerse fotos a cambio de la voluntad, junto a dos gaiteros dando ambiente a la plaza.
Ajeno a todo ello, un joven alto y delgado, de pelo castaño, tal vez demasiado largo, y perilla descuidada,
con las manos metidas en los bolsillos de unos vaqueros gastados, y una guitarra a la espalda, recorría la plaza paseando con indiferencia. Se detuvo frente a un puesto y se quedó mirando un grupo de figuritas con forma de simpáticas brujillas.
-Meigas gallegas - dijo la vendedora-.Traen suerte, en el amor. en la salud. en los negocios.
El joven compró una, y continuó su paseo por la plaza hasta distinguir a lo lejos a una niña de unos diez años, de cabello rubio como la miel y ojos de color azul turquesa, sentada en la escalinata que llevan al
Pórtico de la Gloria.
Se la quedó mirando pensativo. preguntándose por qué habría vuelto a aquel lugar después de tanto
tiempo, y si lo recordaría.
El, desde luego, si la había reconocido. A pesar del tiempo transcurrido, años, décadas, siglos, ninguno de los dos había cambiado.
Se acercó a ella.
-¡Buenos días! -saludó-. Hacía tiempo que no nos veíamos.
-Hola Pelayo -dijo la niña sin sorprenderse.
El joven sonrió.
-Me recuerdas.
Se sentó a su lado y comenzó a rasguear la guitarra suavemente. Ella callada. se limitaba a observar a la multitud con una mirada entre curiosa , inquisitiva y asustada.
-¿Sorprendida? - comentó Pelayo. No puedes forjar la leyenda de un milagro a tu alrededor y pensar que
todo va a seguir igual.
-Pero hay tanta gente. -musitó ella-. Todos se dirigen a ver la tumba del Apóstol. ¿Hicimos bien?
-Estaba escrito - replicó Pelayo-.
Se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la meiga que acaba de comprar.
-Torna es para ti.
La niña sonrió.
-¿Quién nos habrá figurado de esta forma? Las meigas nunca hemos sido así.
-Déjalo. Es una manera de reconocernos que el sepulcro siga en su sitio.
La niña se apartó un mechón de cabello rubio de la cara y clavó sus ojos azules en la muchedumbre.
-Los tiempos cambian -dijo-.Esta ciudad no es la misma que hace mil años. Pero la gente sigue igual.
Pelayo sonriendo. confirmó: -la gente siempre seguirá igual, nunca cambiará.
Se quitó el sombrero y lo puso en el suelo, frente a él. Al inclinarse, se le salió de debajo de la camisa un
cordoncillo del que pendía una vieira blanca con una mancha roja en forma de corazón . Se puso de pié y
comenzó a tocar su guitarra con fuerza.
-¡Señoras y señores! ¡Pelayo el trovador tiene una historia que contarles! -dijo elevando su voz.
La niña lo miró, divertida . Pelayo devolviendo la mirada. se encogió de hombros.
-¿Qué quieres? Es mi trabajo. ya lo sabes. Corren malos tiempos para todos y en especial para los trovadores, pero en este lugar toda vía queda algo de magia. ¿No crees?
La meiga calló. por respuesta. Mientras jugaba con la figurita dirigía su mirada a las personas que se aproximaban.
-¡Señoras y señores, niños y niñas! - voceaba Pelayo-. ¡Acérquense a escuchar la fantástica y dramática
historia del famoso trovador gallego Paio, el amante perfecto . el poeta que murió por amor en los tiempos en los que la gente todavía podía morir por amor!
La meiga y el trovador no tardaron en verse rodeados por un grupo de curiosos. Ella alzó la mirada. Un último rayo de sol se coló entre las nubes y le acarició amablemente su cara .
Era un día muy similar a aquel en que Almanzor entró en la ciudad. Ella lo recordaba bien.

Evencio
Autora: Encarna Barreñada Reyero
Recorriendo el Camino de Santiago (ahora que ya puedo hacerlo con más
tranquilidad), me vino a la memoria la historia de un muchacho de uno de aquellos
pueblos de la meseta castellana. Cuando me la contaron, me llegó al alma.
Se llamaba Evencio y era algo inocente, no del todo, bien sabia él donde le
apretaba el zapato; pero "como era así..." los otros muchachos del pueblo no
querían juntarse con él , Y "como era así..." tampoco iba a la escuela. Por eso,
siempre que el tiempo era bueno, se pasaba el día correteando por el campo y
llegaba sucio y a veces roto, y la madre desesperada le daba cuatro voces, pero
luego decía: pobre "chiguito", mas desgracia tiene él y se daba la vuelta,
agachándose para remover las brasas, terminando de preparar el puchero donde se
cocían los garbanzos con un trozo de tocino y carne de oveja. Esa era la comida del
mediodía desde que murió el marido, un humilde labrador con cuatro tierras que
tuvo luego que malvender la viuda para pagar los gastos de la enfermedad y alguna
deuda; pues si venía mal el ano, lo único que tenía el campesino eran deudas, y,
además "¿qué iba a hacer ella con la tierra con un hijo como aquél.?".
En el pueblo, más por lástima que por necesidad le daban trabajo: cuando
habla que hacer el pan, pues se amasaba en el horno de cada casa, cuando se
acercaba la fiesta, pues había que limpiar y encalar; y por el tiempo de la matanza
también la necesitaban casi todos. Así que, con la prueba (como llamaban al
obsequio que se hacían unos a otros cuando mataban y que consistía en un poco
de todo lo que iban elaborando del cerdo) y algo de dinero que le daban por su
trabajo, casi tenían para arreglarse los dos medio ano y el resto del ano siempre
cala algo.
Cuando entraba el buen tiempo. Evencio, con un pantalón de pana de un
color indefinido que le llegaba por las corvas y una camisa de percal a cuadros que
le había hecho la madre lo mejor que sabia, correteaba por el campo incansable. y
alguna que otra vez regresaba a casa con un lebrato que había atrapado entre las
cepas del majuelo, y otro día con media docena de huevos de perdiz. Esos días
eran fiesta para ellos, y aunque el chico no quería desprenderse del conejo. luego,
se chupaba los dedos cuando la madre lo ponía bien guisado en la mesa.
Pero cuando se sentía más feliz Evencio era cuando llegaban de la capital
los nietos del tío Bernardo. El tío Bernardo era un viejecito bondadoso vecino del
muchacho: vivía solo y era la madre de éste quién le hacía las labores de la casa.
Ella a veces se confiaba al anciano, "pobre hijo mio. ¿quién cuidará de él cuando yo
falte?", "Dios proveerá", contestaba él, que sentía una gran simpatía por el chico.
Como también la sentían sus nietos (dos muchachos de diez y doce años, poco mas
o menos de la edad de Evencio), claro que no sin cierto egoísmo, pues Evencio
conocía el campo mejor que nadie y era su guía. Así que, a la mañana, casi no
habían terminado de almorzar los forasteros, cuando ya estaba Evencio con su
sonrisa bobalicona y sus palabras incoherentes a buscarlos.
Recorrían el campo y él les enseñaba donde se escondían los nidos, Y,
cuando encontraban alguno con huevos todavía, porque la hembra lo había
aborrecido hacia tiempo, se les ponían los ojos redondos de asombro. Observaban
con curiosidad los hormigueros y corrían detrás de los saltamontes por entre la
hierba seca; también merodeaban por las quietas aguas de las lagunas (esto sin
permiso) intentando pescar ranas o alguna tenca, pero lo único que conseguían era
un baño de barro. Y a pesar del sermón que les esperaba, al día siguiente volvían a
las mismas; eran libres y felices como los pájaros.
Sólo a veces surgía algún contratiempo cuando se cruzaban con los chicos
del pueblo. Si se reían o insultaban a Evencio (cosa bastante corriente), los
forasteros se enfadaban y se armaba una batalla campal donde se sacudían bien el
polvo.
Por eso Evencio en aquellos cortos días del verano estaba siempre contento,
tenia amigos y era uno más entre ellos. Pero pronto, cuando sus compañeros
regresaran de nuevo a la ciudad, volvería a sus correrías en solitario y, aunque en
otoño el clima es más suave y se divertía tanto pisando los senderos alfombrados
de hojas cardas. Ya no seria lo mismo.



II CONCURSO DE RELATOS BREVES UNA HISTORIA EN EL CAMINO (Año 2013)

Premio al mejor relato
RUTAS SECUNDARIASAutor: Elisa García Nieto
Joel apareció en la playa de Mar de Fora con la frente perlada de sudor cuando ya nadie lo esperaba. Era el último en llegar, y con diferencia el joven más lento a pie de aquel día. Junto a él ya erguía las orejas su perro, que a pesar de secundar la peculiar deriva de su amo, figuraba como el primero de su especie en alcanzar el final del camino. El ocaso se anunciaba en el horizonte y Joel sumaba varias semanas viviendo como un nómada, pero quería exprimir la naturaleza del viaje cuanto pudiera. Hasta el momento había completado con entusiasmo todas las visitas y costumbres reseñadas en el itinerario, por más tópicas que fueran. Sin embargo, también había sido sensible a cuanto acontecía en los márgenes de la travesía marcada; a cada cosa que nacía para no ser vista pero sí mostrada, el encuentro inesperado, el aleteo cálido de la palabra ajena, o aquel lugar fuera del mapa que vivía de espaldas al público y así ofrecía siempre su mejor papel. Nada estaba de más. Joel era consciente de que su camino no era exactamente el que prometen las guías, aquel que sale en los documentales, pero superaba todas sus expectativas.
Llevaba prendida de la mochila la Concha de Santiago y a principios de esa semana había recibido su Compostela en la Rúa do Vilar. Aún, tras todo eso había un trecho del camino que aguardaba expectante, y pensó que si se perdía esta última experiencia algo le faltaría siempre a su camino, una posdata que suavizara la despedida. Y se puso en pie hacia el final del final.
Joel se situó frente a la playa, y tomó aliento antes de afrontar aquel tramo. A cierta distancia una pareja francesa alzó los brazos a modo de saludo pero él no les correspondió. Estaba cansado y con el pensamiento puesto solo en los pasos que le separaban de la orilla. Respiró profundamente y recibió el salitre y el olor a mar en los amplios pulmones. Continuó su marcha una vez más y el perro caminó con él, dibujando ambos sobre la arena el rastro más tardío y desconcertante del día. El viento les daba de cara y el cabello ondulado de Joel se movía en el aire, temblando, casi salvaje.
Llegados a un punto detuvo el paso y lentamente se deshizo de la mochila, dejó las botas junto a ella y sus pies quedaron libres sobre la playa. Las rozaduras y las heridas encontraron alivio en la arena, que a esas horas era una alfombra fría impregnada de humedad. Se arrodilló, buscó entre sus cosas una toalla limpia y mandó al perro echarse sobre ella porque le pareció que el frío era demasiado intenso y le sentaría mal. Después estiró su cuerpo joven y escuchó el rugido profundo del océano desgranarse poco a poco hasta ser solo un arrullo blanco que finalmente callaba, vencido ante la costa.
Joel abandonó sus pantalones largos bajo el peso de la mochila, ordenó al perro custodiar sus cosas y se aventuró a la orilla. Esta vez era improbable que les robaran, estando prácticamente solos. Y si volvía a suceder, tampoco le preocupaba mucho a esas alturas. Con el agua por la cintura, Joel se lanzó al océano. Hizo unos largos, se mantuvo sumergido con el agua al cuello, buceó, grito de felicidad. El frío le hacía consciente de cada músculo, las heridas se apaciguaban y parecía que no soportara siquiera su propio peso. Vio que era libre y se sintió nuevo.
Cuando regresó junto al perro, que ladraba desde hacía rato reclamando su compañía, tenía la expresión relajada y la sonrisa abierta. Trató de calmar al animal con su voz y sus caricias, acuclillándose a su lado. Desde el montículo rocoso que cerraba la playa, un pequeño grupo de franceses observaba la escena. Ya no quedaba nadie más en los alrededores y la luz empezaba a ser muy tenue. Acababan de encender una modesta hoguera entre las peñas, a resguardo del viento, y algunos repasaban la ropa que llevaban en el interior de sus mochilas. Habían conocido a Joel y a su perro dos días antes, en un albergue. Uno de ellos se decidió a saltar a la arena y caminó dando zancadas hacia el joven, que hacía lo posible para ponerse una sudadera seca sin que el viento se llevara sus prendas. El perro no servía de mucha ayuda en ocasiones así. Sin embargo era muy útil para otras cosas, como para darse a conocer. Allí donde iban despertaban curiosidad y alguna clase de afecto o simpatía. Joel bromeaba y se lo achacaba al perro.
El francés enseguida ayudó a Joel a cargar sus cosas hacia las peñas. Era prácticamente de noche y si lo dejaban a su ritmo cuando llegara a un albergue estaría cerrado. Lo invitó a sentarse con ellos y entrar en calor frente a su hoguera. Joel aceptó agradecido, casi se había acostumbrado a toparse de improviso con la generosidad de los extraños. Se unió a ellos y cumplieron juntos un último ritual. Cada uno echó al fuego alguna prenda u objeto, y después, unos junto a otros pero de manera íntima y personal pusieron fin a su camino. Por primera vez en mucho tiempo, se dieron la vuelta. Joel se abrochó la cazadora y acarició la cabeza de su perro labrador, que descansaba contra él. Se levantó y tomó con una mano el arnés que portaba el animal. Cargó su mochila nuevamente y el perro caminó para él evitando cualquier obstáculo. Joel y su perro entraron a Finisterre junto a los franceses. Era tarde, no había nadie en las calles, ni luz que iluminara sus pasos. Para Joel eso no alteraba las cosas. Caminaba entre sus nuevos compañeros y respiraba feliz. A pesar de todo siempre había alguien dispuesto a recibirle.


Relatos finalistas:

HOMBRES QUE CAMINAN
Autor: Arturo Sanchez Velasco
El mundo está lleno de caminos. Las ciudades están llenas de andaderos y los pueblos de senderos señalizados. Es más, hay tantos senderos sin señalizar y tantos lugares ocultos a apenas unos kilómetros a los que muy poca gente se acerca. Son pequeños peregrinajes. Sin la aureola de los grandes peregrinajes, sin el mérito reconocido a priori del que hace el camino francés o el GR7. Hay pequeños santuarios a los que muy poca gente va, pero cualquiera que se tome la molestia recibe el mismo premio y su propia recompensa. Las personas que caminan no huyen. Las personas que caminan no buscan. Las personas que caminan simplemente caminan. Las personas que caminan no pertenecen a ningún otro mundo. Las personas que caminan solo pertenecen al camino donde los encuentras. Puede que no estén allí ya, pero las personas que caminan van a quedarse en esos caminos siempre. No tiene sentido trasladar su existencia fuera de esos caminos. No tiene sentido trasladar la amistad fuera de esos senderos. Un día te vas, los dejas allí y en tu cerebro van a seguir siempre vagando por los mismos trayectos.
Sin embargo hay quien no lo entiende y se empeña en prorrogar lo que solo debiera ser un encuentro. Mi padre conoció a mi madre en el camino de Santiago. Mi madre estaba caminando. Había salido diez días antes desde Roncesvalles. A la salida de Logroño iba descolgada de un grupo de compañeros. Allí, siguiendo las flechas amarillas pintadas sobre las baldosas de un parque público, recibió la pregunta de mi padre, a bocajarro. 'Por qué caminas', dijo, 'Tú, por qué caminas'. Mi padre estaba al borde del camino con un aparato de limpieza urbana colgado del hombro. Mi madre oyó su voz entre el sonido del motor y la bocanada de aire que salía por una manguera. Mi madre bajó la cabeza y siguió caminando. Mi padre vio cómo ella pasaba ante él sin responder y creyó que no lo había oído. Apagó la máquina y se puso a caminar junto a ella. 'Tú. Por qué caminas'.
Ella intentó explicárselo sin encontrar la comprensión de mi padre. Cuando quisieron darse cuenta ya habían caminado dos kilómetros y de la ciudad no quedaban más que las crestas de algunos edificios sobresaliendo sobre las primeras arboledas naturales. Mi padre la acompañó el resto de la etapa.
Mi padre era senegalés. Llevaba entonces siete años en España y había visto pasar cientos de peregrinos por la ciudad o por los parques donde trabajaba como operario de limpieza municipal. Pero fue mi madre quien le despertó el impulso de hacerle la pregunta. Alguien que caminaba renqueante por las heridas de los pies, el dolor de una rodilla y el peso desmesurado de una mochila demasiado grande. Mi padre quiso saber por qué caminar, entonces.
Cualquier camino arraiga en el caminante una temporalidad ancestral, que no tiene nada que ver con la de las personas que viajan en tren, van al trabajo en coche o son pilotos de avión. Solo la persona que camina sabe cuánto es un día porque lo ha medido en pasos. Mi padre sabía cuánto era un día porque en su infancia en Senegal las distancias seguían siendo por días y los trayectos a pie. Mi madre no lo sabía. Mi madre era valenciana. Nació en un mundo en que el tiempo correspondía al de las escalas de los mapas y los velocímetros de los coches. Tuvo que hacer el Camino de Santiago para hacerse una idea de lo que significaba el tiempo, en su manifestación más ancestral.
Mi padre cuenta que pertenecía a un clan de comerciantes nómadas. Su padre había cruzado el desierto cientos de veces tirando de una caravana de camellos cargados de sacos de sal. Mi padre nació cuando su padre había abandonado la tradición. Ya no tenía sentido ni siquiera en el corazón de África. Después de generaciones nómadas, mi padre fue el primero en crecer en un mismo sitio. Una sola vez, a los doce años, tuvo que cruzar el desierto formando parte de una caravana. Los suyos no querían que se perdiera la tradición. Cogieron a sus hijos y les dijeron 'ya sois hombres, tenéis que saber al menos de dónde venís, del desierto'. Y emprendieron una caravana de dos meses en medio de las dunas y las nubes de arena levantadas por el viento. Aprendió a sobrevivir al desierto y a atravesarlo, orientarse y leer las señales. Todo eso lo aprendió mi padre aquellos dos meses.
Mi padre lo cuenta con orgullo, su gran aventura. Al fin y al cabo es el recuerdo más íntimo con su padre. Mi padre no cuenta con el mismo orgullo la segunda vez que estuvo en el desierto. Una noche fijó una dirección en el cielo y emprendió un viaje sin retorno hacia el norte. Todo el mundo iba hacia el norte. Daba la impresión de que nada quedaba en el sur. Ni siquiera una pizca de esperanza en el sur.
Mi padre sobrevivió a dos meses en el desierto, sin agua, perdidos, acorralados por las tormentas de arena, al borde de la extinción. De diez sobrevivieron cinco al trayecto. Una mañana el cielo amaneció despejado. La arena les cubría la mitad del cuerpo. El compañero más cercano a él estaba muerto. Su cuerpo inerte había salvado la vida a mi padre, al convertirse en muro de contención. Unos minutos después se levantó y siguió caminando hacia el norte guiándose por los indicios que había aprendido de su padre. Una semana después estaban a salvo en las huertas de Marruecos.
Cuando llegó a Marruecos dos de los suyos cayeron en una emboscada. La policía marroquí iba a la caza de subsaharianos como patrullan las perreras las calles de las ciudades. Dos acabaron con un lazo al cuello. Un todoterreno, cortesía de los fondos de cooperación hispano-marroquíes, les condujo hasta la frontera del desierto. Se les invitó a que se alejaran dirección sureste, el corazón del desierto. No había nada allí. Los policías esperaban que les hicieran caso y que su problema desapareciera enterrado por la arena. Así solucionan los problemas aquí en el norte.
Es lo último que supo de ellos, en su cabeza siguen vagando por el desierto con un bidón de agua cargado sobre el hombro. Como los había visto durante dos meses. Mi padre llegó a la costa y cruzó el Estrecho. Pero mi padre no cuenta eso con orgullo. Mi padre no lo cuenta. Prefiere contarnos su caravana de camellos en el desierto. Prefiere contarnos cómo caminó detrás de nuestra madre en el Camino de Santiago. Él, dice, solo ha caminado dos veces: en la caravana de camellos y en el Camino de Santiago.
Cuando mi padre acompañó a mi madre en su etapa a la salida de Logroño, la dejó ir. Al día siguiente volvió a su vida en Logroño y a su trabajo como operario de limpieza, que es lo más a lo que podía aspirar un hombre salido del desierto en aquella época. Tres días después se quedó mirando el andadero de salida de la ciudad a través de los jardines urbanos. Descubrió las señales amarillas pintadas en el suelo. El simple hecho de pensar que podía encontrar a mi madre siguiendo ese rastro hizo que lo abandonara todo y emprendiera el camino. Para mi padre caminar no significaba nada. Podía caminar cincuenta kilómetros diarios sin esfuerzo. Solo le costó cuatro días darle alcance. Luego, claro, le costó ocho días de compañía ganarse la confianza de mi madre. Dice que ese fue el camino más duro. Llegar hasta el corazón de mi madre.
Eso cuenta mi padre. No cuenta cómo cazar serpientes, cómo leer los surcos del viento en las dunas, cómo salvar la vida a cincuenta grados. No cuenta cómo tuvo que cavar un pozo de tres metros de profundidad para conseguir agua, prefiere contar cómo ayudó a su padre a cavar un pozo de un metro para dar de abrevar a los camellos.
Mi padre no entiende que yo vaya al desierto desde Marruecos, no entiende que mi destino no sea Senegal. Esas no son las rutas de comercio de sal. No entiende que no vaya en una caravana de camellos. No entiende que vaya de médico voluntario a un campamento en el Sáhara occidental. Yo quiero aprovechar, un día, simplemente, me adentraré en el desierto. Entonces sabré cuánto es un desierto en la escala de los hombres. Ese es el único peregrinaje que entiendo. Algo que contar a mis hijos.

SENSACIONES.
Autor: Mercedes Romero de Juana
La espera se me hace eterna. Los minutos parecen horas, qué digo horas, días, años, siglos. No puedo parar, la impaciencia me devora. Por fin, el clásico pitido y el tren arranca.
Maravilloso momento, abre un abanico de posibilidades infinitas. Parece que viajo para siempre, que este viaje no va a tener fecha de caducidad. Bueno, sé que sí la tiene, pero, en este momento, es tan lejana que no me importa, seguramente no va a llegar nunca. Días y más días enteros para mi sola.
Al bajarme del tren en un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme (y ya sé que la frase no es mía) noto que es verano. Antes que por el calor lo noto por el olor. Es un olor muy especial que no existe en ninguna otra época del año. Huele a verano. Es un olor caliente, como si el olor pudiera ser caliente, pero, mira por donde sí, es caliente, o así es como yo lo huelo. No me canso, me encanta.
Otra característica estupenda del verano es que se puede andar descalza sin que nadie te diga nada. Es fantástico sentir ese suelo caliente en los pies, esos pies que parece que tienen vida propia y van por donde quieren. A mi me da igual donde me lleven, me parece bien cualquier ruta. Sé que, más tarde o más temprano, acabaré a la orilla del arroyo, a la sombra, tumbada en la hierba, mirando al cielo y a esos trozos de algodón que cuelgan sin hilos y que pueden adoptar miles y miles de formas, en realidad, todas las que tú quieras ver.
Cuando me canso de mirar al cielo me tumbo boca abajo y entonces aparecen allí delante, tampoco demasiado lejos, unos caminantes. Son peregrinos que están haciendo el Camino de Santiago. Me pregunto qué es lo que buscan bajo el ardiente sol de media mañana. Muchos años más tarde lo descubriré. Los peregrinos hacen dos caminos: el camino exterior, por el que los vemos pasar por los campos y bajo el sol y su camino interior, el particular de cada uno que te lleva a un mejor conocimiento de ti mismo.
Y así pasan y pasan las horas y llega la hora de la vuelta a casa: la hora de comer. Como deprisa, no puedo perder tiempo en estas tonterías, todo me sabe muy rico, pero se me ocurren mil cosas mejores que hacer.
Y, por fin, llega mi hora preferida: la hora de la siesta. La mejor hora del día con diferencia. Es mi momento. Todo el mundo busca un lugar fresco donde echar un sueñecito. Yo no.
No, por supuesto, no me voy a ir a dormir, me voy a ir a leer. A leer con esa luz tamizada que tanto me gusta, las persianas bajadas hasta abajo, los visillos bien corridos, que no entre ni un rayito de sol, de ese sol del verano que quema y que, como ya os he dicho, da olor al verano, a mi verano.
Pierdo la noción del tiempo, estoy metida en grandes aventuras, aventuras que otros viven por mí, pero que yo siento como mías. Quiero que esto dure, que no se acabe, si me lo pudiese pedir, nunca, nunca.
Y es posible que no se acabe, porque cuando termine esta historia tengo otra ya a la vista. Miro al suelo, a mi lado una torre de libros me está esperando, casi puedo ver a sus personajes asomándose tímidamente, otros no tan tímidamente, entre las páginas. Unos llevan armaduras, otros son piratas, otros peregrinos, hay también detectives, y algunos son exploradores. No puedo elegir, todos me gustan, cada uno tiene su estilo propio, me quiero parecer a todos, o, por lo menos, compartir con ellos esas historias extraordinarias. Y eso sí que lo hago. Me pierdo en mares infinitos, estepas interminables, o calles misteriosas de ciudades que algún día visitaré y que hoy me parecen muy lejanas.
Pasan las horas y, poco a poco, veo que la luz es menos fuerte. Dejo a medias lo que estoy leyendo, luego lo retomaré. Mis pies se han rebelado y otra vez tienen vida propia. Me llevan directamente al agua, a una pequeña poza un poco escondida, donde el baño resulta maravilloso. Es pequeñita, pero yo tampoco soy grande ¿para qué la necesito mayor?
El frescor me espabila y me ubica. Me quedo sorprendida de que haga tanto calor, hace un rato estaba cabalgando a toda velocidad por una estepa rusa con un correo que llevaba una misiva importantísima. Ahora me doy cuenta de que el paisaje es otro, completamente diferente, ni mejor ni peor, sólo distinto.
Transcurren tranquilamente las horas, la luz empieza a cambiar de nuevo. Me encanta esta hora mágica, tan tranquila. Poco a poco empiezan a iluminarse pequeños puntitos en el cielo y una luna completamente redonda entra en mi campo de visión. Empiezo a divagar otra vez ¿podré subir algún día a ese gran queso?, ¿habrá personas en la otra cara, la que no se ve desde aquí?, ¿podré ver nubes si me tumbo en el suelo?, ¿veré mi poza pequeña si miro desde la luna? y cosas por el estilo. Me divierte dejarme llevar . Un pensamiento me lleva a otro, aquí nadie me interrumpe, me puedo dedicar a soñar en mis cosas.
Y así un día y otro día.
Definitivamente el verano es mi época favorita, y es verdad, no se acaba nunca, después de un verano siempre viene otro igualmente prometedor y lleno de días infinitos.

I CONCURSO DE RELATOS BREVES UNA HISTORIA EN EL CAMINO. (Año 2012)

Premio al mejor relato
ÍCARO.  Autor: Jordi Tello Barquilla

Lo he hecho. No sé si lo recordarás, pero aquella única noche en que nos conocimos y estuvimos juntos, te lo conté mientras tú me abrazabas y yo miraba el techo de aquella pensión. ¿Recuerdas que te conté que pensaba comprar un muñeco y dárselo al primer peregrino al que encontrase haciendo el camino de Santiago? Pues lo he hecho. Compré un mono que llevaba una mochila a la espalda. Le llamé Ícaro. Al primer peregrino que me paró en el taxi para que le llevase a Roncesvalles, para hacer el camino de Santiago, se lo di. Le puse como condición que, cuando acabase el camino de Santiago, tenía que llevárselo a su casa y dárselo al primer conocido, que él supiera, que fuese a hacer el camino de Santiago. Antes de entregarlo al nuevo propietario, debía meter en la mochila del muñeco un papel con su nombre, su nacionalidad y una anécdota que le hubiese ocurrido por el camino. Una vez en manos del nuevo peregrino, el nuevo propietario tenía que ponerse en contacto conmigo para que yo recogiese el papel. Por hacerlo, le llevaría gratis en el taxi a Roncesvalles para que empezase el camino.
Dentro de un tiempo, cuando tenga muchas anécdotas, escribiré un libro y le pondré tu nombre; Santiago. Por ahora, Ícaro ha ido a Italia y a Brasil y está de nuevo haciendo el camino de Santiago metido en la mochila de un catalán. Lo he hecho. Y por cierto, a nuestro niño, cuando nació, también le puse Ícaro.

Relatos finalistas:

DULCE SUEÑO
Autor: Pedro Barreñada Molleda
        
          Los trigos dorados, con las espigas bien cargadas y vencidas por el peso de sus granos, esperando rendir fruto a sus dueños en la pronta cosecha.
Salí con mi perro “Pol” Setter Irlandés, en dirección a Coso, para volver por Santa María y la Ermita a dar un paseo y sondear la entrada de codornices en el coto.
El sol había bajado su intensidad y una suave brisa aliviaba mi rostro, sudoroso por el esfuerzo.
“Pol” se refrescaba, como buen setter, en las charcas del canal del valle de Santa María, de los pocos que quedan por reforestar, mientras yo caminaba por el alto en busca de una buena sombra en la ermita de Perales, antiguo hospital de Cebreiro.
Al salir de Fuente Mateo, por la senda que lleva a la Ermita, pude disfrutar de una muestra de “Pol” digna de exposición. Marcaba dos codornices que veloces, alzaron el vuelo al sentirse presionadas, permitiéndome antes disfrutar del bello arte cinegético sobre muestra y arranque de la caza.
Entorno a la Ermita, el silencio sólo alterado por el trino de algunos jilgueros y la soledad, eran mis compañeros. ¡Que paz! Pensaba yo, mientras me enjugaba el sudor de la frente y daba un ligero descanso a mis piernas agotadas.
Voy a rezar una salve a la “Perala” y charlo de mis cosas un ratito con ella, pensé.
De repente algo me epató. Sentí como un escalofrío, una sensación de estar observado, pero allí no había nadie. Algo extraño entre tanta soledad.
Era ella. Estaba allí. Junto a mí, como siempre, viva, resplandeciente, no la podía tocar pero estaba, era ella, seguro.
“Pol” que yacía jadeante del esfuerzo anterior, notó su presencia y comenzó a dar muestras de alegrías, pues tenía ante sí, a su mayor veladora y valedora.
No pude darle besos y abrazos reales, pero si bien notaba su presencia y respondía a mis diálogos, al intentar acariciarla para mostrarle mi cariño, era como una pared traspasable, posiblemente inmaterial.
Emprendimos los tres el regreso por el “Real Camino Francés” jalonado de árboles por la izquierda, avanzando en dirección al pueblo, entre anécdotas y recuerdos, sobre todo al pasar frente al caserío de Mijares.
A medida que nos acercábamos al pueblo, en mi interior, surgía el presentimiento de que aquello que estaba viviendo tocaba a su fin. ¡Que no se termine este momento! ¡Es único! Pedí a Dios encarecidamente.
Efectivamente, a la entrada de Bercianos, en la confluencia de la calle del cementerio y la que lleva a la “casa del peregrino” un escueto “gracias” por los últimos momentos que me dedicasteis hasta ser llamada por Dios, que me colmaron de sosiego y satisfacción; así como el buen viaje que me deseasteis los cinco. Se fue disipando ante mis ojos ¡vive Dios! sin dejar huella, sin poder hacer nada por retenerla y entre los fuertes ladridos de su desesperado y fiel amigo “Pol”. ¡Mamá! ¡Mamá!
Un ligero toque con la vara de Luis, pastor y amigo, que de camino hacia el pueblo  con su rebaño, me vio acostado a la sombra de la Ermita, tumbaron este bello y placentero sueño.
Me incorporé y mirando hacia el oeste, otro espectáculo sobrecogedor: Ver desaparecer al astro rey por el horizonte con sonrojada pereza, para al día siguiente traernos un nuevo y dichoso amanecer.

A mi mente acudió de inmediato una lapidaria frase de Isaac Asimov, “Dios no te habría dado la capacidad de soñar, sin darte también la posibilidad de convertir tus sueños en realidad”.


CAMINO DE VUELTA

Autor: Juan Jesús Luna Jurado
Simón tenía tan sólo un deseo en la vida, no ver morir a ninguno de sus hijos. Para darle ese gusto, el Señor, del que tanto renegaba, lo fulminó de un infarto el mismo día que cumplió los cincuenta, bebiendo aguardiente en la taberna. Su esposa quedó sola, matándose a lavar y coser para la calle y los siete hijos del matrimonio tuvieron que repartirse por los cortijos, mendigando trabajo y pan para sobrevivir. Los chiquillos regresaban al hogar solamente durante las ferias de la vendimia que ya estaban a la vuelta de la esquina.  Ángel, el penúltimo de los hermanos, miró con alegría el Caminito de Santiago, que era como a él le gustaba llamar al río de estrellas que iluminaba la noche y recordó las palabras del abuelo –Cuando los racimos están dulces, el camino del cielo señala siempre al pueblo-
 Tras el verano, la Vía Láctea rajó el cielo de norte a sur, marcando a los niños peregrinos una ruta de uvas maduras.  Ángel se puso en marcha pensando que con suerte y andando con rapidez estaría en casa en dos días. Si por el camino no se paraba a dormir mucho rato, tal vez lo consiguiera en día y medio. Claro que, ¿dónde iba a dormir? según sus cuentas, la noche le cogería en los olivares de la estación, lo que supondría estar prácticamente en casa, con el pueblo a la vista, pero no tendría más cobijo que la intemperie. Hacía un año que no veía ni a su madre, ni a sus seis hermanos. En realidad sólo convivía con cochinos, bestias y ganado y tan sólo de vez en cuando, aparecía Gumersinda, la casera, que aunque al principio le pareció feísima, con el tiempo le resultó atractiva y morbosa. La mujer le entregaba medio pan y un trozo de queso de la alacena de D. Eustaquio. ¡Y cómo estaba el queso de D. Eustaquio¡  Por ese manjar valía la pena dormir al raso. Para el camino de vuelta, que serpenteaba por los cerros pelados y resecos, interminable entre los rastrojos, atesoraba un buen trozo en los bolsillos, pero el maldito calor lo estaba derritiendo y las moscas acudían en masa, atraídas por la pestilencia. Los zapatos, sin suelas, resultaban un estorbo y pensó en tirarlos, pero quería llegar al pueblo como un señor y que su madre se sintiera orgullosa de verlo calzado. Los amarró por los cordones y se los colgó del cuello.
Al llegar al cruce de Santiago junto a las ruinas de la ermita donde antaño pernoctaban los peregrinos y caminantes, presintió que alguien lo observaba, cerca de la alberca de las ranas, la que se traga a los caballos y no los devuelve. Fue un espeluco que le recorrió la cerviz, como cuando pasa un alma en pena y nos toca en la espalda sin que la veamos.
Vigilante, se echó a descansar a la sombra del manantial. De nuevo, escuchó  crujir las cañas del arroyo, pero no vio a nadie. Agarró una piedra y se preparó para golpear a quien quiera que le acechara, ya fuese hombre o alimaña. De reojo, vislumbró a un bulto perderse en el cañaveral y sin pensarlo lanzó una pedrada con saña.  Se oyó una queja entre la espesura. Después un llanto. Había descalabrado a un niño más pequeño que él.
-¿Por qué te escondes? ¿Es que quieres que te mate? Le recriminó Ángel.
-Me da miedo hacer sólo el camino. Me dirijo a Torre Ulía. Se excusó el crío.
-Y yo, que casualidad. Pues tenemos camino para rato.
Se sentaron junto a la alberca, recelosos el uno del otro, pero confortados.
-Me llamo Diego ¿Tú  también guardas cochinos?-olisqueó el pequeño.
-No,  soy el hijo del señorito y voy para la playa. ¿No te fastidia?
Pasaron la noche dormitando espalda contra espalda, agotados y ojo avizor, hasta que  los despertó el ronroneo de un motor. Perseguido por una nube de polvo y brillando bajo los primeros rayos del sol, apareció el coche del señorito. Los niños se colocaron a un lado del camino, esperanzados en que D. Eustaquio los acercara hasta al pueblo y les ahorrara la tremenda caminata que tenían por delante. El coche pasó de largo y los muchachos le hicieron un corte de mangas disimuladamente, reprimiendo las ganas de apedrearlo.
-Valiente hijo de puta. Ojalá reventara. Maldijo el mayor.
-No blasfeme, ni te metas con el señorito, que es muy buena persona. Protestó Diego.
-Eres tonto y en tu casa no lo saben.
Las moscas que acudían al olor del queso se revoloteaban cansadas de perseguir a los muchachos en su caminata. Atardecía cuando los chavales entraron al pueblo. Doña Carmela y su hija paseaban muy arregladas por la plaza. La moza puso de cara  de asco al sentir la peste de los dos gañanes que la miraban como lelos.- ¿Tú sabes zamarrear? Propuso el más pequeño.
-¿Que si se imitar a un borrico cachondo? Has dado con un especialista.
Los dos niños empezaron a rebuznar, con desesperación, alrededor de las sorprendidas mujeres.
Sinvergüenzas, depravados! Gritó la joven, contrariada.
-No les  regañes, hay que tener lástima de estos desgraciados. Apuntó la madre.
Los niños siguieron calle arriba luciendo su peinado de escupidera y felicitándose por la ocurrencia.
-¿ en qué calle vives? Preguntó Diego. 
-En la calle ancha. Contestó Ángel.
-¡Toma, y yo. Qué casualidad!
Siguieron caminando codo con codo, esperando que uno de los dos se despidiera al fin.
-¿Y qué casa es la tuya? Insistió Diego
-La de la esquina- contestó con paciencia Ángel.
-Pero si allí vivo yo.
-Y yo también.
-¿Entonces, eres mi Ángel?
-¿Y tú eres mi Diego?
Los dos hermanos se fundieron en un abrazo, expulsando así las bestias en que se estaban convirtiendo,  mientras, su madre corría llorando hacia ellos.
Esa noche, el caminito de Santiago, resto de leche materna de una antigua diosa que señala el lugar del Santo Apostol, brilló con especial intensidad.
 “NI UN PASO MÁS” 
Autor: Juan Alberto Puyana Domínguez
 Ni un paso más.
El calvario que llevaba a cuestas su fatigado cuerpo ya había sido más que suficiente, y lo que Daniel no estaba dispuesto por nada del mundo, era a entregarse a un martirio innecesario.
Hacía cuatro días que había comenzado su particular Camino de Santiago con sus otros tres amigos desde el pintoresco y enigmático emplazamiento de O Cebreiro.  Había comenzado a andar hacía cuatro horas, desde las lindes del núcleo urbano de Palas de Rei. Y cuatro kilómetros atrás había dejado Castañeda en un penoso camino de monte en el que transitaba ahora…a otros cuatro kilómetros de su objetivo final del día: un albergue de Arzúa. Cuatro…parecía un número mágico…o una broma del destino.
Dejó la pesada mochila a un lado, y se sentó en una gran piedra a un lado del camino. Desató cuidadosamente la bota de senderismo que, ingenuamente, se había comprado completamente nueva dos meses atrás, y que ahora era la responsable de su vía crucis personal. Cuando logró retirar a duras penas el calzado, su pie izquierdo rezumaba calor y humedad. En la punta del calcetín se marcaban dos claras manchas pardas donde Daniel reconoció  el lugar en que aparecieron sus primeras ampollas…que al cabo de dos días, ya fueron dolorosas llagas. De nada sirvieron los baños de inmersión en agua fría al finalizar cada jornada, ni los parches de hidrocoloides que un amigo del hospital le había facilitado y que, supuestamente, eran geniales para ese tipo de heridas.
De nada sirvió almohadillarse el pie izquierdo con gasas y esparadrapo. Por el contrario, lo único que conseguía aliviar eran las dos primeras horas de camino, porque cuando dicho almohadillado perdía su función, Daniel observaba que su pie se hinchaba aún más.
Al quitarse el calcetín, la imagen era realmente dantesca. Las gasas estaban completamente empapadas con una mezcla de sudor y sangre, que goteaba continuamente en el suelo.
¿Por qué había llegado hasta allí? ¿Qué lo había empujado a estar en mitad del monte coruñés, con serias heridas en los dedos y plantas de ambos pies?
Ni el mismo podía explicárselo. Lo que se inició como una aventura pseudo deportiva con los amigos, se había convertido con el paso de los kilómetros en una prueba de superación personal, en un descubrimiento de sí mismo en su faceta más espiritual, donde nada del mundo terrenal puede desviar tus sentidos: únicamente monte, camino y arboleda.
A pesar de caminar junto a sus tres amigos, a veces el sendero le separaba unos metros de ellos, y durante unas horas Daniel se acompañaba tan sólo de sí mismo, del ruido del viento al zarandear las ramas de los gigantescos carvallos, y del sordo y rítmico sonido de sus pisadas en la tierra. Era en ese preciso momento cuando Daniel descubría lo pequeño que era dentro de este mundo, la fragilidad y temporalidad de las cosas mundanas, y lo inmensamente grande que era el placer de descubrirse, por fin, después de treinta y cuatro años. “Hola, qué tal, me llamo Daniel; te veo todos los días frente al espejo…”.
Esa misma mañana, en Palas de Rei, ya se había dado cuenta de que sus pies no podían caminar. No era una cuestión muscular (afortunadamente, su preparación física era bastante buena), sino una inconsciencia por su parte al haber confiado en un calzado excesivamente nuevo y poco trabajado. Pensaba que su piel era resistente, pero no. Como se dice coloquialmente, era un “gigante con pies de barro” que veía alejarse la posibilidad de terminar el camino que había iniciado días antes.
El dolor era insoportable. Sentía los latidos del corazón en cada una de las llagas, y sólo sentía alivio con el contacto del aire, o el frescor del agua.
Aun así, se puso en marcha esa mañana y trazó un “plan de objetivos del día” que fue cumpliendo plazo a plazo. Su primer objetivo fue salir de Palas de Rei. Después, andar al menos cinco kilómetros. Al poco tiempo vio pintado en un muro el número de teléfono de un taxi, y se convenció a sí mismo de seguir adelante: si en algún momento, flaqueaban sus fuerzas o su ánimo, siempre podría llamar a un taxi, y fin de la aventura.
Su siguiente objetivo entonces, fue culminar los cien kilómetros necesarios para obtener la Compostela en Santiago…después su meta fue cruzar la frontera que separa la provincia de Lugo de A Coruña por la aldea de O Coto…después, alcanzar el primer pueblo coruñés importante (Melide) y cruzar su famoso puente medieval…y por último llegar hasta el albergue, del que tan sólo le separaban escasos kilómetros. En circunstancias normales, no le quedaban más que una hora de camino para cumplir su última meta.
Pero el empuje de su ánimo, ese que le había ayudado a conseguir poco a poco todos los objetivos del día programados, también lo habían arrojado a un lugar perdido en el monte que conducía hasta Arzúa, alejado de la carretera (y por tanto, de la salvadora llegada de un taxi) y además sin cobertura telefónica para poder avisar a Protección Civil, Guardia Civil, Bomberos, guardas forestales, Ejército de Tierra,…lo que fuera que pudiera rescatarlo.
“Cuatro kilómetros…no son más que cuatro kilómetros”, se decía a sí mismo Daniel, con lágrimas de rabia e impotencia en sus ojos. No había una motivación especial para haber iniciado esa aventura. No tenía que agradecer nada a Dios, no tenía que cumplir promesa alguna, nadie lo esperaría en Santiago. Pero fue precisamente eso, lo que lo mantenía firme. Llegó sin “nada”…y había descubierto a un Daniel que desconocía, precisamente cuando el camino empezaba a causar estragos en pies, mente y moral.
Un peregrino de mediana edad pasó frente a él…detuvo sus caminar y le preguntó:
- ¿Estás bien?...
Era obvio que no…aun así, Daniel negó con la cabeza y secó con cierta vergüenza sus lágrimas. El peregrino añadió:
- A veces…parece que todo va en tu contra. Aparecen dificultades…una detrás de otra. El Camino de Santiago, no es más que una metáfora de la Vida, amigo. Y cuando estás ahí, sentado, sangrado por tus heridas…te das cuenta que sólo tienes una opción: levantarte y seguir el camino…aunque duela. ¡Ánimo, amigo! Ya queda menos… ¡Buen Camino!
- ¡Buen Camino!- respondió Daniel.
Mientras veía alejarse la figura del peregrino, recordó una frase que leyó pintada en el muro de una vieja casa, en la misma linde de la calzada: “Cuando el camino se hace duro, los duros caminan”.
Cerró los ojos e inspiró profundamente el frío aire hasta hinchar sus pulmones. Lenta y penosamente se calzó de nuevo, a punto de gritar de dolor. Se puso en pie y decidió que esos últimos kilómetros también habrían de aportarle algo, además de sufrimiento. Si los superaba, se sentiría capaz de acometer cualquier empresa en la vida, por dura que fuera. Inició un dubitativo caminar, que se transformó en clara cojera…pero le daba igual. Seguramente Daniel se rendiría sin remedio alguna vez, pero ese momento no había llegado aún. No en aquel punto perdido del monte coruñés.
Al terminar el día, puso sus castigados pies sobre el suelo de Arzúa, y tuvo por fin el firme convencimiento de que podría afrontar cualquier tipo de reto sin temor al fracaso o el sufrimiento por el resto de su vida. Jamás le abandonaría el coraje.
Sin buscarlo,  Daniel había encontrado su particular “por qué” del Camino.

EL CAMINO DEL ALMA A SANTIAGO.
Autor: Daniel Galván Taibo

El sonido de los pasos ya no es algo en lo que distraer la atención. Ya tantas semanas andando, el aprendizaje obtenido con la naturaleza del camino es embriagador. Durante todo el trayecto he descubierto escarpadas montañas, valles hermosos, pueblos inmensos por sus gentes a pesar de su tamaño… no sólo la espiritualidad del viaje en sí, sino el mismo júbilo que mi alma obtiene al llenarse de tantas cosas buenas. Durante todo el tiempo que llevo recorriendo el camino, mis pesares se han ido empequeñeciendo poco a poco. Mi malestar por las cosas mundanas ha mermado sobremanera, y ahora tengo un ímpetu hacia la vida antes desconocido por mi espíritu. Me embarqué en esta creída por mi ardua empresa, sin la convicción de que pudiera llevarla a cabo, pero cuál es mi sorpresa al ver que no es tanto la distancia del camino, como la hermosura del mismo. No encontrar un solo rincón del camino que no debiera ser visto, no encontrar un solo sonido del camino que no debiera ser escuchado, no encontrar una sola planta que no debiera ser olida, no encontrar un solo animal que no debiera ser acariciado, no haber ni una sola fruta que no esté libre de ser cogida por el hambriento peregrino… pero lo mejor de todo es la plenitud espiritual que se alcanza cuando, al final del camino, observas la Catedral emerger sobre los tejados de la grandiosa ciudad de Santiago de Compostela. Te invaden al mismo tiempo dos sensaciones: una de júbilo, tanto por llegar como por lo aprendido en la travesía, y otra de desazón por ver el final del viaje tan cerca. Pero cuando entras por la puerta principal y descubres que no tan sólo el viaje ha merecido la pena, sino que el mismo final era mucho más fascinante si cabe, es cuando descubres que tu Camino de Santiago no acabará en la Catedral, sino que te acompañará día tras día el resto de tu vida. Porque desde ese momento, tu Camino de Santiago lo seguirás andando cada segundo que tu alma exista, y cada día tendrás una Catedral de Santiago de Compostela esperándote en tu corazón, expectante de tu regreso, porque cada día de nuestra vida hacemos nuestro propio Camino de Santiago.






   

3 comentarios:

  1. Pilar Alvarez Serrano26 de septiembre de 2012, 2:40

    Acabo de leer el relato "DULCE SUEÑO" de D. Pedro Barreñada Molleda. A él no le conozco pero a Dª Rosario ,su hermana, si. Imagino con quien soñaba y quien le acompañaba, muy bonito, por lo que les quiero mandar un abrazo y recuerdo a toda la familia en especial a Charo.Alguna vez estuve en vuestra casa y tengo muy buen recuerdo.Gracias.
    Un saludo de Pilar Alvarez Serrano de Robles de Torio. León.

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    1. Gracias Pili. Tu mensaje es muy importante para nosotros. Te recordamos con muchísimo cariño.

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  2. ¡Hola! ¿Cuándo se publicarán los relatos finalistas de este años 2015?

    Saludos

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