martes, 3 de octubre de 2023

PUBLICACiÓN RELATOS PRIMERA Y SEGUNDA MENCIÓN EN X CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

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La caricia

 

 Se me va de los dedos la caricia sin causa,

se me va de los dedos… En el viento, al pasar,

la caricia que vaga sin destino ni objeto,

la caricia perdida ¿quién la recogerá?

La caricia perdida – ALFONSINA STORNI

 

 

Besé el rostro sereno, dormido; Luis me abrazó. Repetí la caricia con cuidado para no despertarlo, porque, si así fuese, la magia del momento se habría quebrado. Tenía que prolongar esos instantes en los que podía satisfacer, muy fugazmente, mi necesidad de dar afecto. Él giró, se desprendió de mis brazos y se acomodó cerca del borde de la cama, en su pozo del colchón, en el fondo de ese abismo profundo y oscuro donde vivía. El momento de ternura había pasado.

Me enamoré de Luis por un equívoco. No fue porque sus ojos azules y ágiles me recordaran la infancia, cuando contemplé asombrada por primera vez el mar tendiéndose apacible sobre la playa de Hendaya, en Irún, cuando comencé con mis padres el Camino de Santiago. Ni tampoco por la contradicción que no llegaba a comprender entre su temperamento huraño y los ojos expresivos; ni siquiera porque necesitaba el amor para olvidarme de tanta soledad.

Había empezado a amarlo sin remedio el día que lo conocí, cuando me acompañó hasta mi casa después del baile y, en la penumbra silenciosa del zaguán, me susurró al oído: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes de lejos, y mi voz no te toca”. Mi ignorancia poética me impidió reconocer los versos y creí que habían nacido espontáneos. Luego, sus ojos vivaces y las manos vehementes me revelaron una gran necesidad de cariño; y yo tenía mucho para dar. Nos amamos en los lugares más insólitos y nos acariciamos por debajo de la mesa en las reuniones familiares con sus adustos padres.

Los primeros años de casados fuimos muy felices. Hasta que, buscando respuestas porque el hijo que tanto deseábamos no venía, Luis descubrió su infertilidad. Comenzó a alejarse.

El accidente que a Luis le costó la vista, terminó por recluirlo en su pequeño y a la vez profundo universo de dolor y sombras. Quise ser su lazarillo, calmar su angustia con el amor que me inspiraba. Él levantó una muralla.

Un día vino a visitarlo Héctor, su gran amigo de la infancia. Comenzó a hablarle de fútbol, la pasión de Luis. Al principio, venía los sábados por la tarde, se quedaba a cenar y seguía una sobremesa de goles, regates, mundiales y campeonatos, hasta la madrugada. Yo no entendía, no me interesaba el fútbol, pero me mantenía expectante y feliz ante las manifestaciones de placer de Luis, cómo revivía, cómo disfrutaba esos momentos. El resto de la semana permanecía callado y distante, sumido quizá en lo que había hablado con su amigo el último sábado o agobiado por viejos fantasmas. Durante las comidas, el silencio se espesaba; podía sentirlo en la garganta, se me cerraba cada vez más, me costaba respirar. Y una impotencia despiadada se escurría en mi ánimo como el rocío se cuela entre los pliegues de la ropa. Creí que Héctor podría ayudarme a recuperar el optimismo, la alegría, el amor de mi esposo.

— Por favor, ven más seguido. A Luis le hace mucho bien.

Soltero, sin compromisos, comenzó a visitarnos todos los días: durante la semana, cuando salía del trabajo; los domingos llegaba después de almorzar y se quedaba conversando conmigo hasta que Luis despertaba de la siesta.

— ¿Siempre te gustó el fútbol?

— De niño. Ahora..., para poder conversar con Luis, empecé a leer el suplemento deportivo de los periódicos.

Desde que mi esposo había quedado ciego, dejé de maquillarme; empecé a hacerlo de nuevo cuando se acercaba la hora de la llegada de Héctor. Varias veces nuestras manos se encontraron y las saqué rápido para no rendirme al mareo dulce que me sobrevino. Fue mi confidente.

— ...y necesito que me escuche, que me permita ayudarlo, mimarlo, me hacen falta sus caricias.

— Hablaré con Luis.

 

Están sentados en el sillón. Llevo los cafés en una bandeja, los dejo sobre la mesa ratona y me siento entre los dos. Hablan de fútbol, toman café.

Estoy feliz de ver a Luis entusiasmarse con la plática. Intento apoyar la cabeza sobre el respaldo y me recibe el hueco de una mano. Pienso en la audacia de Héctor que, por primera vez, se atreve a tocarme.

Debería apartarme, pero, el deseo de sentir una caricia tanto tiempo esperada, hace que apoye la cabeza y la gire levemente, con los ojos cerrados, hacia uno y otro lado. Los dedos se meten entre el pelo. Adivino una ternura profunda. Me siento segura de que no avanzará demasiado. Me inclino, apenas, hacia Héctor. Los dedos se detienen. Me froto contra ellos, buscando más. Pero la mano ha quedado estática. Giro la cabeza hacia Héctor. Abro los ojos. Su expresión es de asombro y algo de temor. Giro hacia Luis. También hay sorpresa en esos ojos normalmente inexpresivos. En su boca aparece una mueca de angustia, al mismo tiempo que retira su mano en medio de un silencio que comienza a pesar.

EL SEÑOR DE ALABASTRO

 

La enfermedad, la muerte y la locura fueron los ángeles negros que velaron mi cuna y que me han perseguido durante toda mi vida. Es lo que asegura Edward Munch a Van Gogh, que le mira con expresión serena mientras delimita su puntiagudo rostro con las manos. La habitación se ve envuelta por los acordes de una obertura de Robert Schumann. El músico se levanta de la silla, poderoso, como un Moisés dispuesto a dividir los mares, coge el pincel de Vincent y el lienzo de Edward y los envuelve en un pergamino que se mete en el bolsillo.  Mi imaginación va a mil por hora, no sé lo que está pasando. Una voz me susurra algo al oído, puede que sean los peregrinos en este camino que nunca termina, los audífonos se han vuelto a estropear. No consigo identificar de dónde procede. Me da la sensación de que los dos pintores y el músico hablan a la vez, como si vertiesen sus palabras en un embudo. A lo lejos, en la misma estancia pero levitando, como suspendido entre nubes de algodón, me llama la atención el cuerpo de un hombre, parece un Pantocrátor hecho para el pueblo, regio pero cercano, temeroso pero confiado. Es Santiago el Mayor, poderoso, enigmático, brillante como el alabastro de la abadía de Cañas, su espectáculo terrenal goza de una delicadeza extrema, me emociona, me dejo llevar...

Una vez más, la muerte me acompaña, por algo será. No me la quito de encima, es lo que me mantiene alerta, nada más desperezarme pienso en ella, la ansío, quiero que venga a mi encuentro, sé que nadie verterá una lágrima en mi funeral, ni siquiera lloverá ni hará mal tiempo, algo que ensalza los entierros, al revés, un Sol de justicia secará los ojos del sepulturero, que dejará la tumba a medio cubrir con tierra cuarteada por el calor.

A mis 85 años, la vida no se ve como un participante sino como espectador, hace lustros que vivo por inercia, en realidad no me considero un muerto viviente, como muchos de mis amigos me identifican, sino un vivo muerto, que es peor porque a la expresión se le quita el componente poético. Sea como sea, en el camino me siento un poco vivo, aunque me haya engañado y me resulte extraño emplear esa palabra.

La muerte siempre se lleva o deja con vida a la persona equivocada. En mi caso se empeña en equivocarse, no sé por qué, desde aquí hago un llamamiento a la innombrable para que acuda a mi encuentro, anímate, no me abandones. Con ella podría hablar de mi pasado con enjundia, con validez moral, me entendería, removería la ponzoña que me rodea y crearía poemas de libertad con ella.

Estoy tan acostumbrado a hablar del pasado con personas que no lo han vivido que termino inventándomelo. La única versión válida es la que tú mismo aportas, la historia es solo tuya. Narrar recuerdos, cuando solo existe un narrador, es escribir ficción. No lo sé, puede que el pasado se invente para poder seguir adelante. A mi edad, casi todos mis contemporáneos están muertos. Con ella a mi lado, con la Parca, seguro que la tortilla se daría la vuelta y ese pasado adquiriría valor de futuro, justo lo que un día fue. A Santiago lo mató Agripa, yo hace tiempo que vivo el tiempo de descuento. Un paso más, y otro, me da la mano, me ayuda, me susurra palabras reconfortantes desde el averno de los justos, vislumbro Logroño, Burgos, la tierra de Campos, Astorga, me llegan ecos de Oviedo, me cuesta moverme, pero el Mayor me da fuerzas…

Cuando envejeces, un extraño ocupa tu cuerpo, te posee, no eres tú mismo, todos estamos en la misma cinta transportadora, dirige la mercancía hacia un agujero, el hueco del abismo, del báratro, del vacío, de la nada, de la oscuridad. A mi edad uno siente que se halla en el quinto acto de una ópera de Wagner, es consciente de que el final será infausto, pero no sabe cuándo llegará…

Santiago me espera en esa ciudad brumosa que ahora es el corazón de Galicia, me está costando desplazarme por estos senderos, no hago el camino por ningún motivo espiritual, simplemente para morir al lado del hijo de Salomé.

Dicen que lloramos cuando nacemos y cuando morimos. Yo no tengo ni idea de lo que hice al nacer porque nadie lo sabe, puede que Santiago me ilumine. Sí que estoy seguro de que no lloraré cuando muera, a pesar de que, gracias a las emociones vividas en el camino, deseo aplazar ese momento un par de segundos para degustar lo sentido.

 

FIN

 

 

 

 

 

 

 

  


lunes, 2 de octubre de 2023

PUBLICACIÓN DEL RELATO PREMIADO EN EL X CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

GOLONDRINAS EN EL CIELO AZUL

 

 

Antidio solía ser el primero en sacar la silla. La arrastraba desde la puerta trasera del corralón arañando el pavimento para hacerse notar; luego la situaba en el centro exacto de Las Cortes, se sentaba, tosía innumerables veces hasta que aparecían los hermanos Antúnez.

–¿Ha pasado alguno?

–Ni un gato ha pasado.

Zacarías era el hermano mayor. Corpulento, colorado como una teja. Sólo su incipiente cojera y las gafas de culo de vaso contradecían el vigor de todo lo demás. José le seguía arrastrando los pies, más muerto que vivo. Viéndoles a los dos, nadie hubiera dicho que se llevaban ocho años, ni que el anciano de manos temblorosas y espalda curvada fue en su día el benjamín de la casa de los Antúnez.

Teodoro llegaba el último, hacia las once. Día sí, día no, lo hacía con un enorme puro entre sus dedos largos de señorito. Se los mandaba Fidel desde La Habana, eso decía él.

–¿Ha pasado alguno? –preguntaba a los presentes después de sentarse en su silla de camping.

–Ni un gato –respondía Antidio sin quitar los ojos del veguero–. Buen puro, compadre.

–Me los manda Fidel, ya sabes.

Lo llamaban Las Cortes porque allí iban los viejos a resolver los asuntos de España. Se discutían leyes, se destituían ministros, se abucheaban o aplaudían los nuevos impuestos con la misma pasión con que se hablaba del agua, de las cosechas, de las piernas de las señoras que aparecían en televisión. Del Camino de Santiago y los peregrinos también, en los últimos tiempos. Desde que reformaron el albergue de San Martín, era el asunto principal en las sesiones. Como si el atuendo de los caminantes, sus andares, sus distintas lenguas, hubieran desbancado a las derechas e izquierdas de toda la vida.

–Ahí vienen dos en bicicleta.

–¡Así también peregrino yo!

Zacarías era el purista de la reunión. Para él, ir en bicicleta a Santiago era como hacer trampas en el juego. Se escamoteaban las ampollas en los pies, el bordón en la mano, hasta la fe se escamoteaba.

–Son los tiempos –terciaba Teodoro mordiendo el puro–. Dentro de poco, habrá máquinas hasta para ayudarnos a mear.

–¿Estás seguro?

José parecía despertarse con esas cosas. No sólo por su próstata, más seca y retorcida que un rastrojo, sino por el resto de su persona. Levantaba la cabeza y fijaba sus ojillos azules en las figuras de los ciclistas, como si aquellos artefactos de dos ruedas fueran panacea contra espolones, orquitis, el asma y los ardores de estómago. Cuando los perdía de vista a la altura de las eras, antes que los demás por las cataratas, volvía a doblar la espalda con resignación.

–Algún día yo también iré a Santiago –susurraba Antidio al concluir el espectáculo.

–¿También en bicicleta?

–Volando, amigos, como los ángeles.

–Así iremos todos.

Cerca del mediodía, se animaban los escaños. Los que habían pernoctado en el albergue de San Martín pasaban entre las doce y la una, primero los más jóvenes, seguros y a buen ritmo con sus mochilas a la espalda.

–Ésos pillarán cama esta noche.

–Es ley de vida.

Después llegaban los maduritos, los de las ampollas, los que disfrutaban del paisaje porque tenían plaza en un hotel. A veces, algún viejo con sombrero y cargado de conchas.

–Si no fuera por esta maldita pierna… –rezongaba Zacarías palpándose la rodilla.

–Si no fuera por este maldito tabaco… –imitaba Teodoro sacando un nuevo puro de la chaqueta.

–Buen puro, compadre.

–Me los manda Fidel.

Después de comer, hablaban de peregrinos. Los de allí y los de todas partes, los verdaderos y los falsos. Las tonterías de algún ministro pasaban a un segundo o tercer lugar en el orden del día.

–¿Para qué andar tanto? –interpelaba Teodoro esgrimiendo su puro vespertino.

–Dicen que es la fe.

–No te engañes, Antidio. Ya nadie cree en nada.

Adormilado, Zacarías asentía con la cabeza.

–¿Y si la están buscando?

–Que anden entonces. Yo espero aquí sentado.

Los tres se quedaban mirando al fumador como si de repente se dieran cuenta de que ellos también estaban esperando algo. José, una bicicleta milagrosa para ahuyentar sus males; Zacarías, al peregrino perfecto que sería como él de joven, colosal, colorado como una teja; Antidio, al mismísimo Fidel Castro con una caja de puros en cada mano.

–¿Y tú qué esperas, Teodoro? –se interesaba alguno, media hora después.

–¿Qué espero? Que todo siga igual.

Nadie ejercía el turno de réplica ante semejante proclamación. Bajaban la mirada al suelo y eso era todo. Zumbaban las moscas, sonaban grillos a lo lejos, iba cayendo la tarde. Teodoro era el primero en retirarse. Plegaba la silla de camping y saludaba a la parroquia.

–Mañana más –decía.

Antidio lo imitaba enseguida. Sin toses, sin arañar el pavimento. Cruzaba la calle con la silla en vilo y se perdía en la puerta trasera del corralón.

–Bueno, hermano, ya está todo vendido –exclamaba el mayor de los Antúnez levantándose sin esfuerzo.

José se lo pensaba un buen rato antes de decidirse.

–¿Crees que será verdad? –preguntaba al fin con un brillo en los ojos, antes de incorporarse.

–¿El qué?

–Lo de la máquina para mear mejor.

–Algún día, quién sabe.

–¿Y lo de los ángeles? ¿Iremos volando a Santiago, como dice Antidio?

Zacarías se encogía de hombros y echaba la vista al cielo. Sobre su cabeza, chillonas y vertiginosas, trasteaban en el cielo azul las golondrinas.


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