lunes, 2 de octubre de 2023

PUBLICACIÓN DEL RELATO PREMIADO EN EL X CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

GOLONDRINAS EN EL CIELO AZUL

 

 

Antidio solía ser el primero en sacar la silla. La arrastraba desde la puerta trasera del corralón arañando el pavimento para hacerse notar; luego la situaba en el centro exacto de Las Cortes, se sentaba, tosía innumerables veces hasta que aparecían los hermanos Antúnez.

–¿Ha pasado alguno?

–Ni un gato ha pasado.

Zacarías era el hermano mayor. Corpulento, colorado como una teja. Sólo su incipiente cojera y las gafas de culo de vaso contradecían el vigor de todo lo demás. José le seguía arrastrando los pies, más muerto que vivo. Viéndoles a los dos, nadie hubiera dicho que se llevaban ocho años, ni que el anciano de manos temblorosas y espalda curvada fue en su día el benjamín de la casa de los Antúnez.

Teodoro llegaba el último, hacia las once. Día sí, día no, lo hacía con un enorme puro entre sus dedos largos de señorito. Se los mandaba Fidel desde La Habana, eso decía él.

–¿Ha pasado alguno? –preguntaba a los presentes después de sentarse en su silla de camping.

–Ni un gato –respondía Antidio sin quitar los ojos del veguero–. Buen puro, compadre.

–Me los manda Fidel, ya sabes.

Lo llamaban Las Cortes porque allí iban los viejos a resolver los asuntos de España. Se discutían leyes, se destituían ministros, se abucheaban o aplaudían los nuevos impuestos con la misma pasión con que se hablaba del agua, de las cosechas, de las piernas de las señoras que aparecían en televisión. Del Camino de Santiago y los peregrinos también, en los últimos tiempos. Desde que reformaron el albergue de San Martín, era el asunto principal en las sesiones. Como si el atuendo de los caminantes, sus andares, sus distintas lenguas, hubieran desbancado a las derechas e izquierdas de toda la vida.

–Ahí vienen dos en bicicleta.

–¡Así también peregrino yo!

Zacarías era el purista de la reunión. Para él, ir en bicicleta a Santiago era como hacer trampas en el juego. Se escamoteaban las ampollas en los pies, el bordón en la mano, hasta la fe se escamoteaba.

–Son los tiempos –terciaba Teodoro mordiendo el puro–. Dentro de poco, habrá máquinas hasta para ayudarnos a mear.

–¿Estás seguro?

José parecía despertarse con esas cosas. No sólo por su próstata, más seca y retorcida que un rastrojo, sino por el resto de su persona. Levantaba la cabeza y fijaba sus ojillos azules en las figuras de los ciclistas, como si aquellos artefactos de dos ruedas fueran panacea contra espolones, orquitis, el asma y los ardores de estómago. Cuando los perdía de vista a la altura de las eras, antes que los demás por las cataratas, volvía a doblar la espalda con resignación.

–Algún día yo también iré a Santiago –susurraba Antidio al concluir el espectáculo.

–¿También en bicicleta?

–Volando, amigos, como los ángeles.

–Así iremos todos.

Cerca del mediodía, se animaban los escaños. Los que habían pernoctado en el albergue de San Martín pasaban entre las doce y la una, primero los más jóvenes, seguros y a buen ritmo con sus mochilas a la espalda.

–Ésos pillarán cama esta noche.

–Es ley de vida.

Después llegaban los maduritos, los de las ampollas, los que disfrutaban del paisaje porque tenían plaza en un hotel. A veces, algún viejo con sombrero y cargado de conchas.

–Si no fuera por esta maldita pierna… –rezongaba Zacarías palpándose la rodilla.

–Si no fuera por este maldito tabaco… –imitaba Teodoro sacando un nuevo puro de la chaqueta.

–Buen puro, compadre.

–Me los manda Fidel.

Después de comer, hablaban de peregrinos. Los de allí y los de todas partes, los verdaderos y los falsos. Las tonterías de algún ministro pasaban a un segundo o tercer lugar en el orden del día.

–¿Para qué andar tanto? –interpelaba Teodoro esgrimiendo su puro vespertino.

–Dicen que es la fe.

–No te engañes, Antidio. Ya nadie cree en nada.

Adormilado, Zacarías asentía con la cabeza.

–¿Y si la están buscando?

–Que anden entonces. Yo espero aquí sentado.

Los tres se quedaban mirando al fumador como si de repente se dieran cuenta de que ellos también estaban esperando algo. José, una bicicleta milagrosa para ahuyentar sus males; Zacarías, al peregrino perfecto que sería como él de joven, colosal, colorado como una teja; Antidio, al mismísimo Fidel Castro con una caja de puros en cada mano.

–¿Y tú qué esperas, Teodoro? –se interesaba alguno, media hora después.

–¿Qué espero? Que todo siga igual.

Nadie ejercía el turno de réplica ante semejante proclamación. Bajaban la mirada al suelo y eso era todo. Zumbaban las moscas, sonaban grillos a lo lejos, iba cayendo la tarde. Teodoro era el primero en retirarse. Plegaba la silla de camping y saludaba a la parroquia.

–Mañana más –decía.

Antidio lo imitaba enseguida. Sin toses, sin arañar el pavimento. Cruzaba la calle con la silla en vilo y se perdía en la puerta trasera del corralón.

–Bueno, hermano, ya está todo vendido –exclamaba el mayor de los Antúnez levantándose sin esfuerzo.

José se lo pensaba un buen rato antes de decidirse.

–¿Crees que será verdad? –preguntaba al fin con un brillo en los ojos, antes de incorporarse.

–¿El qué?

–Lo de la máquina para mear mejor.

–Algún día, quién sabe.

–¿Y lo de los ángeles? ¿Iremos volando a Santiago, como dice Antidio?

Zacarías se encogía de hombros y echaba la vista al cielo. Sobre su cabeza, chillonas y vertiginosas, trasteaban en el cielo azul las golondrinas.


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