GOLONDRINAS
EN EL CIELO AZUL
Antidio
solía ser el primero en sacar la silla. La arrastraba desde la puerta trasera
del corralón arañando el pavimento para hacerse notar; luego la situaba en el
centro exacto de Las Cortes, se sentaba, tosía innumerables veces hasta que
aparecían los hermanos Antúnez.
–¿Ha
pasado alguno?
–Ni
un gato ha pasado.
Zacarías
era el hermano mayor. Corpulento, colorado como una teja. Sólo su incipiente
cojera y las gafas de culo de vaso contradecían el vigor de todo lo demás. José
le seguía arrastrando los pies, más muerto que vivo. Viéndoles a los dos, nadie
hubiera dicho que se llevaban ocho años, ni que el anciano de manos temblorosas
y espalda curvada fue en su día el benjamín de la casa de los Antúnez.
Teodoro
llegaba el último, hacia las once. Día sí, día no, lo hacía con un enorme puro
entre sus dedos largos de señorito. Se los mandaba Fidel desde La Habana, eso
decía él.
–¿Ha
pasado alguno? –preguntaba a los presentes después de sentarse en su silla de
camping.
–Ni
un gato –respondía Antidio sin quitar los ojos del veguero–. Buen puro,
compadre.
–Me
los manda Fidel, ya sabes.
Lo
llamaban Las Cortes porque allí iban los viejos a resolver los asuntos de
España. Se discutían leyes, se destituían ministros, se abucheaban o aplaudían
los nuevos impuestos con la misma pasión con que se hablaba del agua, de las
cosechas, de las piernas de las señoras que aparecían en televisión. Del Camino
de Santiago y los peregrinos también, en los últimos tiempos. Desde que
reformaron el albergue de San Martín, era el asunto principal en las sesiones.
Como si el atuendo de los caminantes, sus andares, sus distintas lenguas,
hubieran desbancado a las derechas e izquierdas de toda la vida.
–Ahí
vienen dos en bicicleta.
–¡Así
también peregrino yo!
Zacarías
era el purista de la reunión. Para él, ir en bicicleta a Santiago era como
hacer trampas en el juego. Se escamoteaban las ampollas en los pies, el bordón
en la mano, hasta la fe se escamoteaba.
–Son
los tiempos –terciaba Teodoro mordiendo el puro–. Dentro de poco, habrá
máquinas hasta para ayudarnos a mear.
–¿Estás
seguro?
José
parecía despertarse con esas cosas. No sólo por su próstata, más seca y
retorcida que un rastrojo, sino por el resto de su persona. Levantaba la cabeza
y fijaba sus ojillos azules en las figuras de los ciclistas, como si aquellos
artefactos de dos ruedas fueran panacea contra espolones, orquitis, el asma y
los ardores de estómago. Cuando los perdía de vista a la altura de las eras,
antes que los demás por las cataratas, volvía a doblar la espalda con
resignación.
–Algún
día yo también iré a Santiago –susurraba Antidio al concluir el espectáculo.
–¿También
en bicicleta?
–Volando,
amigos, como los ángeles.
–Así
iremos todos.
Cerca
del mediodía, se animaban los escaños. Los que habían pernoctado en el albergue
de San Martín pasaban entre las doce y la una, primero los más jóvenes, seguros
y a buen ritmo con sus mochilas a la espalda.
–Ésos
pillarán cama esta noche.
–Es
ley de vida.
Después
llegaban los maduritos, los de las ampollas, los que disfrutaban del paisaje
porque tenían plaza en un hotel. A veces, algún viejo con sombrero y cargado de
conchas.
–Si
no fuera por esta maldita pierna… –rezongaba Zacarías palpándose la rodilla.
–Si
no fuera por este maldito tabaco… –imitaba Teodoro sacando un nuevo puro de la
chaqueta.
–Buen
puro, compadre.
–Me
los manda Fidel.
Después
de comer, hablaban de peregrinos. Los de allí y los de todas partes, los
verdaderos y los falsos. Las tonterías de algún ministro pasaban a un segundo o
tercer lugar en el orden del día.
–¿Para
qué andar tanto? –interpelaba Teodoro esgrimiendo su puro vespertino.
–Dicen
que es la fe.
–No
te engañes, Antidio. Ya nadie cree en nada.
Adormilado,
Zacarías asentía con la cabeza.
–¿Y
si la están buscando?
–Que
anden entonces. Yo espero aquí sentado.
Los
tres se quedaban mirando al fumador como si de repente se dieran cuenta de que
ellos también estaban esperando algo. José, una bicicleta milagrosa para
ahuyentar sus males; Zacarías, al peregrino perfecto que sería como él de
joven, colosal, colorado como una teja; Antidio, al mismísimo Fidel Castro con
una caja de puros en cada mano.
–¿Y
tú qué esperas, Teodoro? –se interesaba alguno, media hora después.
–¿Qué
espero? Que todo siga igual.
Nadie
ejercía el turno de réplica ante semejante proclamación. Bajaban la mirada al
suelo y eso era todo. Zumbaban las moscas, sonaban grillos a lo lejos, iba
cayendo la tarde. Teodoro era el primero en retirarse. Plegaba la silla de
camping y saludaba a la parroquia.
–Mañana
más –decía.
Antidio
lo imitaba enseguida. Sin toses, sin arañar el pavimento. Cruzaba la calle con
la silla en vilo y se perdía en la puerta trasera del corralón.
–Bueno,
hermano, ya está todo vendido –exclamaba el mayor de los Antúnez levantándose
sin esfuerzo.
José
se lo pensaba un buen rato antes de decidirse.
–¿Crees
que será verdad? –preguntaba al fin con un brillo en los ojos, antes de
incorporarse.
–¿El
qué?
–Lo
de la máquina para mear mejor.
–Algún
día, quién sabe.
–¿Y
lo de los ángeles? ¿Iremos volando a Santiago, como dice Antidio?
Zacarías
se encogía de hombros y echaba la vista al cielo. Sobre su cabeza, chillonas y
vertiginosas, trasteaban en el cielo azul las golondrinas.
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