Primer Premio
Rutina troceada.
Autora: Angeles del Blanco Tejerina
El
cuchillo abre la zanahoria longitudinalmente con un corte preciso. Coloca las
partes planas sobre la tabla y corta, corta, corta en finísimas tiras. El filo
sube y baja, los dedos retroceden a la misma velocidad. Hoy toca corte juliana,
ayer en cuadrados perfectos. Filo arriba, abajo, dedo atrás, arriba, abajo, atrás,
sin mirar, con los ojos sueltos, traspasando el cristal, chocando contra las
piedras bañadas de luz. Troceada la zanahoria el puerro se tiende en la tabla.
Corte longitudinal y filo arriba, filo abajo, mientras la mirada de Olga sobrevuela
el patio, ese mundo exterior es cuadrado, tiene un pozo y una parra que se
enrosca y trepa por los pilares para terminar desperezándose, extendiéndose por
las vigas que sujetan el corredor. En el
corredor hay ropa tendida en una cuerda, se balancea buscando aire y sol,
ahuyentando cansancio. El agua hierve. Sobre la tabla ya se ofrece media berza,
es suave, el cuchillo se desliza sobre ella y los dedos retroceden. Avance,
retroceso y monotonía. Supervivencia.
La
campanilla de la entrada anuncia peregrino. Olga detesta los timbres, los
ruidos en general, se mueve mejor en el silencio. Sale a abrir limpiándose las
manos, mientras calcula que ya son seis para cenar. Añadirá otra zanahoria y otro
puerro. Tira fuerte, el portón se resiste porque creció con la humedad. Cuando la
bisagra cede, Olga mira al suelo. Es un ritual convertido en liturgia: lo
primero que mira son los pies del peregrino, porque dicen más que los ojos y la
boca. Dos pares de zapatillas de trekking. Ya son siete para cenar. Dos puerros
y dos zanahorias más. Zapatillas modernas, de material ultraligero, colores
flúor. Chicas jóvenes, sin duda, de las que aún no tienen pesares en el alma ni
tonos oscuros en la paleta. Cuando ve sus caras cree haberlas recibido durante
siete vidas: ojos orientales, piel niña y sonrisa perenne, todo bajo
sombreritos de paja. Saludan en su idioma y Olga cabecea y sonríe en el suyo, sólo
conoce el castellano aunque apenas lo practica. Comprende un poco de inglés, algo
el italiano y alguna palabra de francés, pero finge no entender y sustituye los
sonidos por gestos mansos, universales, porque sabe callar y sonreír en 17
idiomas. Extiende el libro para que se registren, muestra la clave wifi anotada
en una pizarra y sube a こんにち y な名前 al
cuarto que compartirán con el americano de botas cuarteadas, y Flavio, el
italiano de calzado cuarentón y polvoriento, posiblemente con demasiados
desvíos en su camino.
Flavio
lleva tres horas en el albergue. Ya se duchó, lavó la ropa y la tendió. Sentado
en el suelo del corredor, con los pies al aire y la espalda apoyada contra la
pared encalada, mira el patio que hay debajo. Cree haber viajado a la Edad
media, cantos rodados y silencio, una parra y un galgo tumbado. Maravillosa
desgana. Le parece formar parte de una escena del Quijote que leyó en su
instituto del Trastévere. Al otro lado del patio la ventana de la cocina enmarca
a la mujer que le recibió, como un cuadro. Tiene el pelo muy rizado, pantalón
suelto tipo indi, camiseta con sisa demasiado amplia enseñando el ombligo y
medio pecho por cada lado, pechos casi niños pero hermosos, calza alpargatas de
esparto en chancleta. Es guapa y misteriosa. Corta verduras sin mirar, con los
ojos volando lejos, muy lejos, cuanto más lejanos más tristes parecen. Flavio
saca de la mochila el bloc y el lapicero. Pinta un patio, un pozo con perro,
una parra sin uvas, un tendal sin secar… suena la campanilla de la entrada. La mujer
abandona el encuadre de la cocina y cinco minutos después sube seguida por dos
chicas orientales. Ellas saludan con un gesto de cabeza, Flavio sonríe y agita
el lápiz en el aire.
Sale
del cuarto la mujer, parece flotar de tan suaves como son sus movimientos al
bajar, desprende tonos grises que alimentan la mina del lapicero y Flavio
sombrea el pozo con ellos. La mujer vuelve al marco de la ventana, a la tabla, a
las verduras. Añade un toque de jengibre porque a los orientales les gusta ese
sabor. Las tiras de verdura se retuercen en el agua. Saca huevos y patatas para
hacer la tortilla, como ayer y antes de ayer, pero hoy cortará las patatas en
rodajas finas, ayer la troceó en cubos perfectos. El cuchillo sube y baja, la
patata suelta fécula y los ojos de Olga lagrimean, tal vez sea la cebolla o tal
vez la ausencia. El aceite calienta en la sartén y los huevos se baten en un
bol, bate y bate por instinto, con la vista apoyada en las botas y playeras que
se airean sobre el pozo. Olga se pregunta qué calzado elegiría ella si algún
día saliera de su cocina, su patio, su cuchillo y las verduras. Si en lugar de
hacer cena para siete extraños cenara con un hombre que hablara silencio, como
ella, y rescatara caricias que ya se enquistan de tanto guardarlas. Las
amontona por si él volviera a recogerlas. Las patatas tiritan en el aceite, un
temblor recorre los pechos niños, las verduras cuecen y su olor baña el aire,
la parra, un perro y siete caminantes salivan mientras masajean los pies
doloridos. Flavio pinta. Olga sueña.
El
americano baja al patio en calcetines y bermudas. Acaricia al perro, entra al
salón en busca de un refresco. La mujer abandona la cocina y se lo sirve. Él regresa
al patio y ella empieza a poner la mesa de madera rugosa y gruesa, piel anciana
suavizada por los roces. Sin mantel. Otro ritual: Siete platos. Siete vasos. Siete
tenedores. Siete cucharas. Siete vidas… A Olga le gusta todo lo que se pueda
numerar. Lo rutinario. Lo dócil. Cada día idéntico al anterior. Lavar sábanas,
secar, barrer, hacer camas, pollo y pescado para comer, puré de verdura,
tortilla de patatas y embutido para cenar. Pan de hogaza, de espelta, sin
gluten para celíacos. Agua, vino y gaseosa. Únicamente varía el número de
clientes. Máximo ocho porque sólo dispone de dos habitaciones y dos baños.
Distintos países, idiomas, colores… pero siempre la misma Olga, la misma cena.
Es la ventaja de alojarse un solo día. Recibe caminantes eufóricos, otros
cargados de melancolía, hay quien deja la tristeza desparramada por el patio,
otros pueblan las sábanas de chinches que habitaron otras camas. Todos llegan
cansados, comen, duermen, ninguno permanece. Solo Olga.
Él
estuvo a punto de hacerlo, pero siguió camino. Volvió dos veces más, antes de
desaparecer para siempre. Fue al único que permitió quedarse dos noches,
saltándose las normas, sobre todo las mentales, pero le negó la tercera. Volvió
en primavera, cenó puré, tortilla de patata y durmió abrazado a su espalda niña.
Regresó con el otoño. Puré, tortilla y una noche de regalo. Sexta y última.
Porque Olga no quiso o no supo soltar nudos, cortar al bies, rasgar las normas.
Comer la vida a bocados sin juliana, ni rodajas, ni cubos perfectos. Entendió tarde
que aquel hombre hizo el Camino de Santiago una sola vez, las dos siguientes peregrinó
hacia ella. Caminó hasta su silencio, su melancolía y los rizos en la almohada.
Pagó tres noches y ella le regaló otras tres. Pero él quería cerrar el libro de
visitas, descolgar la campanilla, borrar la clave wifi, adoptar al galgo y a la
parra, rescatar su mirada del fondo del pozo. Siete servilletas, jarra de agua,
jarra de vino, gaseosa… Los peregrinos bajan y se acomodan, unos hablan, otros
miran, todos comparten la magia de la tarde empedrada en un pueblo de León cuyo
nombre, tal vez no sepan escribir en su diario. Se fotografían ante el pozo con
el galgo dormitando a sus pies y con Olga al fondo rematando la mesa. Puré de
verduras, totilla de patata con cebolla. Embutido y ensalada. Todo sencillo,
nutritivo, exquisito. Todo Olga, su huerto y sus gallinas. Sus ademanes lentos
y ese vaho al mirar, que te empaña. Y casi duele.
De
mañana, se van los caminantes desprovistos de polvo y sueño, dejando su
cansancio entre las sábanas y un ¡gracias! en el libro de visitas. Se hilvanan las
despedidas de unos con el registro de los que ya están cerca, tal vez al girar
aquella curva... Flavio sale el último, mira largo a la mujer, tendiendo un
puente por si ella desea cruzar alguna palabra, pero no lo hace. Se sonríen y
separan. Flavio da tres pasos y se gira: “Me queda una duda y no quiero llevar
más peso del necesario” Olga no responde pero su gesto es de espera: “¿Por qué
cortas las verduras tan minuciosas si al final haces puré?” “Porque es lo único
que distingue un día de otro”. Esa frase acompaña al italiano durante un tramo del
camino, mientras ella deshace camas y tropieza con la lámina que él dejó sobre la
litera: Un patio empedrado, un perro dormitando a la sombra de un pozo y unas
alpargatas de esparto aireándose sobre el pozo. El calzado de sus rutinas. No
soy la única que lee los pies, piensa, y sonríe de lado a lado. Sonríe. Aún
sabe.