La foto en la cartera
Vengo de enterrar a mi padre. Al
llegar al viejo caserón, cansado, me he quitado la corbata, la he tirado en un
sillón y me he quedado vacilante en la sala sin saber a dónde ir. En cualquier momento espero escuchar sus
pisadas, su saludo breve, una llamada desde su habitación, pero nada de eso
sucede. El cura, sus amigos y mi prima Antonia han ido a resolver las pocas
cosas que había pendientes y también, me imagino, para dejarme solo y que pueda
descansar. Tras sentarme, he notado su olor y el aire cerrado de la casa. ¡Cuánto
ocupan las ausencias! En la sala silenciosa sorprende la continuidad de las
cosas. El reloj de pared, al que le gustaba tanto dar cuerda, sigue en marcha
con un tenue tic-tac y el suave balanceo del péndulo. En el pasillo, la vieja
foto de sus padres que siempre tocaba al pasar. Entro al baño y hay una
pastilla de jabón medio gastada encima del lavabo y crema de afeitar y un
cepillo de dientes en una balda bajo el espejo. Soy incapaz de ponerme ahora a
tirar esas cosas, pero tendré que hacerlo antes de volver a la ciudad. Que esos
objetos desaparezcan ¿es morir un poco más? En el frigorífico hay un cartón de
leche abierto, media coliflor, varios huevos, dos limones, una jarra de cristal
con agua y las medicinas que tomaba. Tras esta larga enfermedad pensaba que
estaba todo dispuesto, arreglado y no es así; pase lo que pase, hagas lo que
hagas, siempre morimos de repente.
Necesitaba hacer algo y me he puesto
a ordenar papeles. Voy tirando recibos de la luz de hace años -¡qué manía de
guardarlo todo!-, una entrada usada del cine, cartas de bancos… Me he guardado
un carné de identidad donde aparece fuerte y sonriente, con su barba sin apenas
canas, tan lejano de esa imagen de los últimos meses donde sus brazos parecían
palos, la barba era canosa y rala y los ojos se hundían en el rostro. También
he separado unas llaves, tendré que intentar localizar a dónde corresponden,
para qué cerradura valen. Es curioso como las llaves son eternas cuando la
casa, el coche o el armario que abrían, hace tiempo que han desaparecido. Odio
esas llaves que arrastro de un sitio a otro, de una mudanza a la siguiente, sin
saber si valen para algo y, al mismo tiempo, incapaz de tirarlas por si un día
me encuentro ante un cajón con el que ya no contaba y me reclama una de ellas. Una
de esas llaves indestructibles.
De repente, dentro de una cartera vieja
aparece una foto donde estamos los dos haciendo el Camino de Santiago. Yo tenía
quince años y él debía tener cuarenta y cuatro. Los dos vamos con la mochila,
el bastón, una gorra y una sonrisa de oreja a oreja. Se le ve tan lleno de
vida, tan alegre, tan feliz, que no puedo reprimir una sonrisa. A mí se me nota
fuerte y orgulloso, moreno y radiante. Esa foto debe ser cerca de Ponferrada y
creo que nos la hizo Luis. Él decía que era español, sus padres habían emigrado
desde Galicia a Toulouse al final de la Guerra Civil, pero nosotros le decíamos
que era más francés que un croissant. Me gusta vernos así, con el brazo por
encima del hombro del otro y con la mirada franca y limpia. Recuerdo el viaje,
recorrer juntos senderos polvorientos, comer un bocadillo a media mañana debajo
de un nogal y disfrutar de la comida y el vino en algún mesón del camino. Avanzar
hacia Santiago y luego, quizá, acercarnos al mar. ¡Te voy a echar tanto de
menos! En estos meses hemos hablado de tantas cosas menos de las realmente
importantes. Esa forma de querernos sin intimidades, con ese amor tan profundo
y al mismo tiempo tan discreto ¿tan cobarde?... El pudor de estas tierras donde
intentas cuidar sin preguntar, amar sin invadir, respetar sin saber muy bien lo
que eso implica. En silencio pienso en mi interior que debemos ser como esos
médicos japoneses que tenían que diagnosticar a sus enfermas sin poder auscultarlas.
Ellos llevaban la figurita de marfil de una mujer para que ella pudiera señalar
dónde le dolía. Así somos, buscando subterfugios e implicando a terceros –nuestras
muñecas de marfil- para preguntar ¿Dónde te duele? ¿En dónde está hoy tu
alegría, tu esperanza, tu corazón? ¿Por qué nunca perdiste el esfuerzo y el
ánimo? ¿Cómo estás, Papá?
Esa foto me ha hecho preguntarme sobre
lo que es la felicidad, lo fácil que es y lo difícil que lo hacemos. He pensado
en Miguel, mi hijo, su nieto querido. Me gustaría que algún día tenga una foto
así conmigo, quiero que cultive sus recuerdos y también que esté en los míos.
Le veo todavía como un niño, pero creo que le puede gustar, que nos puede venir
bien, olvidar el móvil y las prisas, recuperar el ritmo lento, disfrutar del esfuerzo
y el cansancio, estar juntos todas las horas del día. Y así, en un momento
triste como el de hoy, recordar que estuvimos juntos, que fuimos felices, que
la vida es esto, un largo camino, y que el camino también eres tú.
El bibliobús
Autora: Raquel Lozano Calleja
A
Madame Bovary le cosquillea el estómago cada vez que llegan al cerro de Macondo
y Aureliano Buendía se acerca a por un libro. A él le gusta la novela bélica y
mientras se pregunta por quién doblan las campanas de ese pueblo solitario, elude
acercarse por la sección de novela romántica. Justamente en esa sección, afligida se refugia en el consuelo de su mejores
amigas, Ana Ozores que espera ansiosa la partida hacia Vetusta y también Wendy,
que fantasea con recalar como cada
martes en el País de Nunca jamás.
El
capitán Ahab, por otra parte, parece avistar desde el bajel pirata, la Isla del
Tesoro. Ordena arriar banderas y atracan por error en un lugar llamado
Lilliput. Como por arte de magia todos los libros se hacen pequeños, incluidos
los diccionarios enciclopédicos de tal forma que las palabras parecen
convertirse en símbolos químicos y Amor se convierte en Am y Felicidad en Fe.
La
noche se adueña de la estancia y Drácula y el Doctor Jekyll deambulan errantes
mientras observan besarse a Romeo y Julieta bajo la poca luz que emite la
fosforescencia de emergencia.
El
conductor del vehículo decide recalar en un camino que no lleva a ninguna
parte, en tierra adentro, allí donde el trigo se bate en duelo con el viento y
la avena está más loca que nunca. En el mar de Castilla, en el Camino de
Santiago.
Cierra las puertas del bibliobús y un tipo
extraño se le acerca recitando algo que no acaba de entender. El conductor,
acostumbrado a compartir su tiempo con
personajes más que peculiares, le extiende su mano a modo de saludo y es
entonces, cuando aquel hombre de aspecto pálido, alto, delgado y de barba
descuidada le susurra al oído:
- No lo
olvides nunca. Luchamos contra gigantes, querido Sancho.