miércoles, 11 de septiembre de 2024

PUBLICACIÓN RELATOS CON PRIMERA Y SEGUNDA MENCIÓN EN XI CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

La foto en la cartera

 Autor: José Ramón Alonso Peña

Vengo de enterrar a mi padre. Al llegar al viejo caserón, cansado, me he quitado la corbata, la he tirado en un sillón y me he quedado vacilante en la sala sin saber a dónde ir.  En cualquier momento espero escuchar sus pisadas, su saludo breve, una llamada desde su habitación, pero nada de eso sucede. El cura, sus amigos y mi prima Antonia han ido a resolver las pocas cosas que había pendientes y también, me imagino, para dejarme solo y que pueda descansar. Tras sentarme, he notado su olor y el aire cerrado de la casa. ¡Cuánto ocupan las ausencias! En la sala silenciosa sorprende la continuidad de las cosas. El reloj de pared, al que le gustaba tanto dar cuerda, sigue en marcha con un tenue tic-tac y el suave balanceo del péndulo. En el pasillo, la vieja foto de sus padres que siempre tocaba al pasar. Entro al baño y hay una pastilla de jabón medio gastada encima del lavabo y crema de afeitar y un cepillo de dientes en una balda bajo el espejo. Soy incapaz de ponerme ahora a tirar esas cosas, pero tendré que hacerlo antes de volver a la ciudad. Que esos objetos desaparezcan ¿es morir un poco más? En el frigorífico hay un cartón de leche abierto, media coliflor, varios huevos, dos limones, una jarra de cristal con agua y las medicinas que tomaba. Tras esta larga enfermedad pensaba que estaba todo dispuesto, arreglado y no es así; pase lo que pase, hagas lo que hagas, siempre morimos de repente.

Necesitaba hacer algo y me he puesto a ordenar papeles. Voy tirando recibos de la luz de hace años -¡qué manía de guardarlo todo!-, una entrada usada del cine, cartas de bancos… Me he guardado un carné de identidad donde aparece fuerte y sonriente, con su barba sin apenas canas, tan lejano de esa imagen de los últimos meses donde sus brazos parecían palos, la barba era canosa y rala y los ojos se hundían en el rostro. También he separado unas llaves, tendré que intentar localizar a dónde corresponden, para qué cerradura valen. Es curioso como las llaves son eternas cuando la casa, el coche o el armario que abrían, hace tiempo que han desaparecido. Odio esas llaves que arrastro de un sitio a otro, de una mudanza a la siguiente, sin saber si valen para algo y, al mismo tiempo, incapaz de tirarlas por si un día me encuentro ante un cajón con el que ya no contaba y me reclama una de ellas. Una de esas llaves indestructibles.

De repente, dentro de una cartera vieja aparece una foto donde estamos los dos haciendo el Camino de Santiago. Yo tenía quince años y él debía tener cuarenta y cuatro. Los dos vamos con la mochila, el bastón, una gorra y una sonrisa de oreja a oreja. Se le ve tan lleno de vida, tan alegre, tan feliz, que no puedo reprimir una sonrisa. A mí se me nota fuerte y orgulloso, moreno y radiante. Esa foto debe ser cerca de Ponferrada y creo que nos la hizo Luis. Él decía que era español, sus padres habían emigrado desde Galicia a Toulouse al final de la Guerra Civil, pero nosotros le decíamos que era más francés que un croissant. Me gusta vernos así, con el brazo por encima del hombro del otro y con la mirada franca y limpia. Recuerdo el viaje, recorrer juntos senderos polvorientos, comer un bocadillo a media mañana debajo de un nogal y disfrutar de la comida y el vino en algún mesón del camino. Avanzar hacia Santiago y luego, quizá, acercarnos al mar. ¡Te voy a echar tanto de menos! En estos meses hemos hablado de tantas cosas menos de las realmente importantes. Esa forma de querernos sin intimidades, con ese amor tan profundo y al mismo tiempo tan discreto ¿tan cobarde?... El pudor de estas tierras donde intentas cuidar sin preguntar, amar sin invadir, respetar sin saber muy bien lo que eso implica. En silencio pienso en mi interior que debemos ser como esos médicos japoneses que tenían que diagnosticar a sus enfermas sin poder auscultarlas. Ellos llevaban la figurita de marfil de una mujer para que ella pudiera señalar dónde le dolía. Así somos, buscando subterfugios e implicando a terceros –nuestras muñecas de marfil- para preguntar ¿Dónde te duele? ¿En dónde está hoy tu alegría, tu esperanza, tu corazón? ¿Por qué nunca perdiste el esfuerzo y el ánimo? ¿Cómo estás, Papá?

Esa foto me ha hecho preguntarme sobre lo que es la felicidad, lo fácil que es y lo difícil que lo hacemos. He pensado en Miguel, mi hijo, su nieto querido. Me gustaría que algún día tenga una foto así conmigo, quiero que cultive sus recuerdos y también que esté en los míos. Le veo todavía como un niño, pero creo que le puede gustar, que nos puede venir bien, olvidar el móvil y las prisas, recuperar el ritmo lento, disfrutar del esfuerzo y el cansancio, estar juntos todas las horas del día. Y así, en un momento triste como el de hoy, recordar que estuvimos juntos, que fuimos felices, que la vida es esto, un largo camino, y que el camino también eres tú.


El bibliobús

 Autora: Raquel Lozano Calleja

A Madame Bovary le cosquillea el estómago cada vez que llegan al cerro de Macondo y Aureliano Buendía se acerca a por un libro. A él le gusta la novela bélica y mientras se pregunta por quién doblan las campanas de ese pueblo solitario, elude acercarse por la sección de novela romántica. Justamente en esa sección,  afligida se refugia en el consuelo de su mejores amigas, Ana Ozores que espera ansiosa la partida hacia Vetusta y también Wendy, que fantasea con recalar  como cada martes en el País de Nunca jamás.

El capitán Ahab, por otra parte, parece avistar desde el bajel pirata, la Isla del Tesoro. Ordena arriar banderas y atracan por error en un lugar llamado Lilliput. Como por arte de magia todos los libros se hacen pequeños, incluidos los diccionarios enciclopédicos de tal forma que las palabras parecen convertirse en símbolos químicos y Amor se convierte en Am y Felicidad en Fe.

La noche se adueña de la estancia y Drácula y el Doctor Jekyll deambulan errantes mientras observan besarse a Romeo y Julieta bajo la poca luz que emite la fosforescencia de emergencia.

El conductor del vehículo decide recalar en un camino que no lleva a ninguna parte, en tierra adentro, allí donde el trigo se bate en duelo con el viento y la avena está más loca que nunca. En el mar de Castilla, en el Camino de Santiago.

 Cierra las puertas del bibliobús y un tipo extraño se le acerca recitando algo que no acaba de entender. El conductor, acostumbrado a compartir  su tiempo con personajes más que peculiares, le extiende su mano a modo de saludo y es entonces, cuando aquel hombre de aspecto pálido, alto, delgado y de barba descuidada le susurra al oído:

-      No lo olvides nunca. Luchamos contra gigantes, querido Sancho.