lunes, 1 de septiembre de 2025

PUBLICACIÓN DE LOS RELATOS QUE HAN OBTENIDO MENCIÓN ESPECIAL EN EL XII CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 MENCIÓN PARA EL SEGUNDO MEJOR RELATO

                                        El cuaderno de los 100 días

                                                                                                        Autora: María Chust Pérez

 La doctora respiró hondo antes de hablar, como si necesitara fuerza para romperle el corazón a otro padre.

 —Tu hija tiene gliomatosis cerebral .

 —¿Qué es eso? —preguntó David, con voz hueca.

 —Un tipo de tumor cerebral raro. Muy agresivo. No responde al tratamiento. Nos quedan... unos tres meses. Quizá algo más.

 El nombre flotó en su cabeza como una palabra mal inventada. Gliomatosis cerebral . No parecía real. No sonaba como algo que existiera. Pero existía. Y estaba matando a Clara.

 No lloró. Aún no. Asintió con una especie de dignidad rota y salió del hospital. Clara se quedaba ingresada. Había empeorado en las últimas horas. Él solo iba a casa a recoger sus cosas.

Caminaba como si todo el mundo se hubiera vuelto ajeno. Pasó por delante de una papelería y algo lo detuvo. En el escaparate, entre bolígrafos y carpetas, había un cuaderno sencillo, de tapas lisas, color crema. No destacaba, pero algo en él le atrajo. Entró y lo compró.

 En las escaleras de su edificio, ya supo para qué lo quería:

 "Voy a escribir todo lo que me recuerde a ella. No quiero que se me escape. Si solo quedan cien días… que cada uno cuente."

Aquella noche, en la habitación del hospital, Clara dormía con un hilo de oxígeno y fiebre en las mejillas. Sus pestañas temblaban al soñar.

David abrió el cuaderno y escribió:

Día 1: Hoy bailamos bajo la lluvia. Dijiste que las gotas eran cosquillas del cielo. Y yo te creí.

Los días fueron cayendo como hojas en otoño. Clara se debilitaba, pero su ternura permanecía intacta. David escribía cada noche como si las palabras pudieran retener la vida.

Día 4: Te pintaste las uñas de azul. Dijiste que así te dolía menos respirar. Reíste con la lengua azul de un caramelo.

Día 12: Me dijiste que los abrazos eran medicina. Hoy nos dimos catorce. Dijiste que era la dosis justa.

Intentó contactar con Ana, la madre de Clara. No se veían desde que la niña tenía cuatro años. Habían hablado poco desde entonces, casi nada. Le envió un mensaje:

"Clara está muy enferma. Le queda poco. Quizá deberías venir."

Horas después, Ana llamó. Su voz era baja, llena de nudos.

 —No sé si sabría mirarla. No he estado. No fui capaz. Y ahora... no sé si tengo derecho.

 —Lo tienes. Solo tienes que perdonarte —dijo David. Ana colgó. Él no insistió.

Día 33: Preguntaste si los ángeles tienen papá. Te dije que sí, y que yo seré uno cuando te vayas. Me miraste raro. Luego me diste un beso.

Día 45: Hicimos una lista de cosas imposibles: montar un unicornio, tocar una nube, no quererte. Dijiste que la última no era tan imposible. Yo dije que sí. Que era la más.

Clara comenzó a necesitar ayuda para todo. Ya no caminaba. Después, ya no hablaba tanto. A veces, solo sonreía con los ojos. O dormía casi todo el día.

 David lloraba en los pasillos, en los baños, en el coche. Pero nunca delante de ella. Jamás.

Día 57: Jugamos a cerrar los ojos y recordar cosas felices. Tú dijiste: “Esta”.

 Día 67: Hoy me hiciste un dibujo: un corazón con alas. Me dijiste: “Es para que no te duela tanto cuando me vuele”.

Esa misma noche, ella le acarició la cara con dedos frágiles y le dijo:

—Papá… ¿cuando yo ya esté en el cielo… me prometes que seguirás sonriendo fuerte, para que yo pueda verte desde arriba?

David sintió que algo dentro se quebraba.

—Te lo prometo.

Día 93: Me pediste que no llorara cuando te vayas. No pude prometerlo. Solo te abracé tan fuerte que creí que mi corazón se quedaba en el tuyo.

El día 99 llegó silencioso, como si el mundo supiera lo que estaba por ocurrir.

Clara no podía moverse. Sus ojos se abrían apenas. Le pidió que le leyera el cuento del dragón valiente y la niña sin miedo. Se durmió antes del final, en sus brazos.

David se quedó con ella así, como si el tiempo no pudiera hacerle daño mientras la abrazara.

Por la mañana, no respiraba.

El monitor estaba en silencio. Él ya lo sabía. No gritó. No se movió. Solo la abrazó más fuerte, como si pudiera anclarla a este mundo. No escribió. El día 100 quedó en blanco.

Aquella tarde, Ana apareció. Se asomó a la puerta de la habitación. David estaba sentado junto a la cama vacía, con el cuaderno sobre las piernas. Ella no dijo nada. Solo se acercó, lo abrazó por la espalda, y lloró con un dolor callado, lleno de todo lo que ya no podía ser.

David no la apartó.

Semanas después, David comenzó el Camino de Santiago. Clara había dicho una vez:

—Cuando me cure, quiero hacerlo contigo. A pie. Hasta el final.

No se curó.

Así que él fue por los dos.

Pasó pueblos, montes, lluvia, ampollas. Y a veces, sintió que alguien caminaba junto a él, ligera como una mariposa. Cuando llegó a Santiago, frente a la catedral, con las piernas temblando y el cuaderno en la mochila, lo abrió. Y por fin escribió:

Día 100

Hoy llegué a Santiago. Tu sueño. El nuestro. Cerré los ojos y te imaginé corriendo entre los peregrinos, riendo como cuando eras feliz.

Hoy sonreí. Fuerte.

 ¿Lo viste?


MENCIÓN PARA EL TERCER MEJOR RELATO

                                            La cruz y el hueco

                                                         Autor: Alberto Álvarez Bravo

 

Querido parásito:

Te escribo desde un banco de piedra en Bercianos del Real Camino, donde las cigüeñas se saludan por su nombre y el silencio cruje como pan de víspera. Tú aún no sabes lo que es un pueblo, ni un camino, ni una madre. Yo tampoco sabía lo que era ser madre hasta que decidiste acampar en mi útero como un inquilino sin contrato, sin modales y con permanencia indefinida. Desde entonces, compartimos cuerpo, insomnios y gases. Un trato justo. Podrías haber salido del alma —como los traumas o los poemas—, pero elegiste el atajo biológico.

Hago el Camino de Santiago porque quise huir de todo, pero resulta que todo cabe en una mochila: la culpa, el eco de una voz que ya no llama y el miedo a ser más madre que persona. Pensé que andando se me irían cayendo los recuerdos como piedras, pero lo único que he perdido es la contraseña del WiFi. No sé si nacerás con mi sarcasmo o con la frente de tu padre, pero ojalá heredes mis pies: aguantan ampollas, decisiones y desengaños como santos en romería.

Anoche dormí en un albergue con olor a linimento, sudor rancio y confesiones medio en vela. A mi lado, una coreana lloraba por un divorcio digno de guionistas de telenovela; más allá, una alemana leía el Fausto en calzoncillos térmicos. Y tú, dentro de mí, creciendo en silencio, como si esta tragicomedia humana —con banda sonora de ronquidos y almas a medio cocer— no te afectara.

Hoy crucé campos que parecían dibujados por un niño testarudo con solo dos lápices: verde y ocre. Un señor me regaló cerezas y preguntó si el padre del niño lo sabía. Le dije que sí. No le aclaré que el padre es un recuerdo borroso con barba, olor a vino tinto y promesas vencidas. Supongo que el Camino me está volviendo sincera. O cruel. O una mezcla soluble de ambas.

Aquí, los muertos no se van del todo: se quedan sentados en las esquinas, mirando cómo pasan los vivos, como si esperaran que alguien los reconozca. Me gusta esa fe sin sotanas ni cilicios. Una fe de pan y tierra. Si algún día decides venir hasta aquí —cuando ya no estés flotando en líquido amniótico, sino caminando con tus propias heridas—, no olvides mirar al cielo al amanecer. Esta gente lo hace por costumbre, sí, pero también por miedo: miedo a que se les olvide que el sol aún sale sin que nadie lo pague.

Cuando naciste en mí, nacieron también las preguntas. ¿Te gustará la lluvia? ¿Heredarás mis rodillas feas? ¿Sabrás hacer el amor con palabras? Ojalá. Pero si no, al menos que sepas esto: tu madre caminó el Camino. No para encontrarse. Para encontrarte.

 

Pececillo mío:

Hoy crucé una recta tan larga que el horizonte parecía un rumor inventado por los mapas. Caminábamos como si el suelo nos susurrara secretos antiguos. El Camino no te habla: te escucha. Y cuando lo hace, lloras. Sin razón aparente. Solo porque algo dentro se deshiela. Hoy me tocó a mí.

No lloré por ti. Eso lo hago a ratos, con descaro y sin pañuelos. Lloré por la mujer que fui antes de tenerte: la que miraba escaparates vacíos, la que confundía amor con distracción. Aquí hay una quietud que no se parece al silencio: se parece a la verdad. Nadie pregunta en qué trabajas. Nadie ofrece respuestas. Y eso, criatura mía, se parece mucho a la libertad.

A media mañana, un niño del pueblo me preguntó si ya dabas patadas. Le mentí. No pateas: flotas. Como si intuyeras que crecer es un castigo suave, una deuda con el tiempo. Me gusta imaginarte navegando dentro de mí, ajeno al ruido, como un dios menor en su océano de urgencias.

Aquí la gente no saluda con la mano, sino con la mirada. Una anciana me ofreció un bizcocho envuelto en una servilleta y me dijo: “Camine despacio, que el que llega pronto se pierde las preguntas”. Anoche soñé contigo. Tenías su voz. Vieja. Serena. Como si vinieras desde muy atrás, desde mucho antes de mí.

Hoy te hablé en voz alta. Te conté la historia del peregrino que cargaba una piedra por su hijo muerto. Una piedra que pesaba menos que el recuerdo. Caminaba para sentirlo cerca, aunque solo quedara la ausencia. Tú no tienes nombre aún, pero ya eres la forma exacta de un hueco que no sabía que tenía.

Ahora escribo mientras la tormenta se arrastra por los tejados. Huele a tierra recién confesada. Tú duermes. O finges. Me basta con saber que estás. Que habitas. Que si algún día te rompes —porque te romperás, amor mío—, sepas mirar al frente y decir sin miedo: “El Camino empieza otra vez”.

Con barro en las botas y luz en los ojos,

Tu madre.

 

Cachorro mío:

Hoy llegué a la cruz de madera que corona el monte. No hay nada allí, salvo viento… y los restos de quienes fuimos. La gente deja piedras. Yo también dejé una, aunque era invisible. Era la culpa. El miedo. El “no sé si podré ser tu madre”. La dejé allí, despacio. El cielo no tembló. Pero algo en mí sí: se volvió más liviano.

He conocido caminantes sin pies, hombres que ríen con las heridas abiertas, mujeres que cargan muertos como si fueran cartas de amor mal cerradas. Todos llevan algo a la espalda, vida mía. Yo te llevo a ti. Y, por primera vez, no pesa. Es más: me sostiene.

Mañana llegaré a Santiago. No espero milagros ni catedrales llenas. Solo deseo que un día nazcas sabiendo esto: hubo un camino antes de ti, y en cada paso —torpe, testarudo, verdadero—, yo ya te elegía.

Porque no se empieza a ser madre con un parto. Se empieza caminando con alguien que aún no ha nacido… y sintiendo que ya te habita.

Te espero en la próxima vida.

En la que empieza cuando llegues.

Tu madre,

ya sin piedras.

 

 



PUBLICACIÓN DEL RELATO GANADOR DEL XII CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

A veces, el norte

                                                                                      Autora: Yasmina Romero Morales

No había contado con el frío.

Pensaba que mayo en el interior sería suave, templado, pero las mañanas eran una cuchilla mansa. Caminaba encogida, como si el viento se colara por las costuras de su abrigo y por los recuerdos que no quería enfrentar. Las botas nuevas le apretaban el empeine, y el silencio del camino era tan amplio que sus pensamientos resonaban como si los gritara. En esas primeras horas, cuando el mundo parecía no haberse despertado del todo, se obligaba a caminar sin mirar atrás.

Había salido sola desde Astorga. No era el inicio clásico, pero le parecía suficiente. Desde allí aún quedaban muchos kilómetros por recorrer, y no necesitaba más. “Lo harás muy tarde”, le habían dicho algunos compañeros de departamento. Pero ella no buscaba credenciales, ni compostelas, ni medallas. Buscaba, sencillamente, no deshacerse. Después de meses viviendo en una inercia que no le pertenecía, quería detenerse. Y andar era su única forma de pararse.

Había dejado Canarias hacía poco más de tres años. Cuando ganó la plaza en una universidad peninsular, apenas titubeó. Había trabajado demasiado, se había dejado la vida para ser profesora universitaria, investigando sin financiación y subsistiendo a través de trabajos mal pagados que la mantuvieron a flote durante años. No podía dejar pasar esa oportunidad. Su pareja, Elena, profesora de instituto, no quiso mudarse con ella. “Yo ya tengo mi sitio aquí”, afirmó, sin dejar espacio para réplica. Lo intentaron un tiempo a distancia, pero se les fue apagando la voz, como una radio mal sintonizada. De hecho, a los pocos meses, su relación se quebró del todo. Y ella, aunque rota, no suplicó. Ya tenía demasiadas pérdidas como para añadir una más a plazos.

En cuanto a sus padres, la despidieron en casa. No hubo aeropuerto, ni pañuelos agitados detrás de cristales. Su madre la abrazó largo, como si quisiera memorizarle el olor, y le dijo que todo saldría bien. Su padre no dijo mucho. No hacía falta. La miró con esos ojos azules que a veces parecían los suyos propios, como si en el fondo ya supiera lo que venía.

La universidad era hermosa, con claustros silenciosos que olían a piedra antigua y a café de máquina. El equipo docente era pequeño, y con una profesora de lengua, en particular, tejió enseguida una complicidad serena, de esas que se agradecen sin necesidad de grandes gestos. El estudiantado también la había recibido con calidez desde el principio. Eran grupos pequeños, y en el aula sentía que había atención, escucha e, incluso, afecto. No era un mal lugar. Todo lo contrario: en muchos aspectos, era un espacio amable.

Pero todo, absolutamente todo, era distinto. No solo el frío que se le metía en los huesos desde octubre, un frío húmedo que parecía pegarse a la piel y no irse aunque llevara capas y capas encima. Las nieblas bajaban como un telón sobre la ciudad y lo envolvían todo en una quietud rara, casi irreal. Y luego, sin transición, llegaba el verano: un calor sin consuelo, que caía a plomo sobre las aceras y convertía en hostiles las calles. Y primavera casi no había. El clima cambiaba de un extremo a otro como si alguien apagara una luz y encendiera otra. Lo único bueno es que le servía como excusa. Cuando le preguntaban cómo estaba, respondía quejándose del frío o quejándose del calor, pero lo que realmente dolía no era el aire helado ni el sol implacable, era la sensación de no tener historia en ningún lugar. Y la verdad es que nadie quería una respuesta de verdad. En Canarias no todo era fácil. Pero, aquí, a veces, se sentía como un vaso lleno en una mesa que no era suya.

En clase hablaba de Sor Juana, de Rosario Castellanos, de Alejandra Pizarnik. Se aferraba a las autoras como a un salvavidas. Pero salía del aula con los nudillos fríos, y no había nadie al otro lado del día que la sostuviera sin pedirle explicaciones. El Camino de Santiago fue una decisión impulsiva. Una compañera se lo sugirió: “Dicen que ayuda a pensar”. Ella lo interpretó como una invitación a desaparecer sin dejar de estar.

El tercer día, en una curva entre robles, alguien la alcanzó. Era una mujer de paso firme y mirada serena. Llevaba el cabello claro, peinado por el viento y le sonrió con naturalidad, como si ya se conocieran.

—¿Mucho trecho hoy? —le preguntó.

Ella dudó antes de responder.

—Lo suficiente para que duelan más los recuerdos que los pies.

La mujer rio, una risa corta, honesta.

—Entonces vas por buen camino.

Se presentó como Clara. Venía desde León. Iba sola, sin metas, “solo por desconectar”. Trabajaba en una empresa de seguridad digital. “Cosas de las que nadie se acuerda hasta que falla todo”, bromeó. Tenía arrugas junto a los ojos, de esas que no envejecen, sino que cuentan historias. Llevaba el pelo recogido, las botas gastadas, y una manera de caminar que no necesitaba mapa.

Caminaron juntas sin acordarlo. En las cuestas, se adelantaban y se esperaban sin hablarlo. En los silencios, una escuchaba cómo respiraba la otra. A veces hablaban. De libros. De exilios. De lo difícil que era hacer amistades nuevas después de los cuarenta. En un albergue cerca de Rabanal, mientras la lluvia golpeaba los cristales, compartieron un termo con café, algo de fruta y unas galletas.

—¿Siempre has enseñado literatura? —preguntó Clara.

—No. Durante años trabajé en lo que salía. Trabajé en un bingo, vendí pizzas... No fue fácil, así que cuando gané la plaza, me pareció un milagro. Pero ahora no estoy tan segura de que lo fuera.

—¿Te pesa?

Ella miró por la ventana. Un perro flaco cruzaba el patio del albergue.

—Me pesa no saber quién soy sin tener que demostrarlo todo el tiempo.

Hubo un silencio largo. Clara le tocó la mano.

—Eso también se puede aprender.

No hablaron más esa noche. Compartieron litera, separadas por un suspiro de madera. Afuera, seguía lloviendo, y dentro, el cuarto olía a lana húmeda y a linimento. Ella cerró los ojos y, por un momento, se permitió imaginar otra vida, otra posibilidad. No fue deseo exactamente. Pero sí una forma de ternura que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.

Los días siguientes fueron lentos y preciosos. Desayunaban sin prisa, se contaban trozos de infancia, discutían sobre novelas que ninguna recordaba del todo. En un puente de piedra, Clara le recitó unos versos de Cristina Peri Rossi que ella había olvidado y sintió que alguien le devolvía una parte que creía muerta.

El último día juntas, Clara anunció que debía desviarse. Una reunión ineludible. Se encontrarían más adelante, quizá, o no. En un recodo del sendero, se detuvieron.

—Quizá el Camino no es llegar a Santiago —dijo Clara—. Quizá es recordar quién eras antes del cansancio.

Ella no respondió. Pero cuando Clara le rozó la mejilla con los dedos fríos y le dijo: “Te veo”, sintió que la conocía desde antes. En sus ojos, las arrugas se le marcaban más que nunca. Como si hubieran visto demasiado.

            Cuando se alejó, no dijo adiós. Y ella siguió caminando, aunque sin dejar de llorar. Lloraba por su madre, por Elena, por sí misma. Por todo lo que había dejado atrás y que, de alguna forma, seguía tirando de ella como una raíz seca. De repente lo entendió: añorar tanto no le permitía mirar con claridad lo que tenía delante.

Al llegar a la siguiente etapa, se detuvo. El cuerpo le pesaba, pero no solo por el camino. Alzó la vista. El norte seguía allí, entero.

RESULTADO DEL XII CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"


Según comunicación del jurado del XII Concurso de relatos " Una Historia en el Camino" formado por doña Esther Bajo, don Antonio Toribios García y doña Mª Elena Tejerina Chico, el resultado de dicho Concurso ha sido el siguiente:  

Premio al mejor relato: "A veces, el norte". Autora: Yasmina Romero Morales

Mención especial para el segundo mejor relato: "El cuaderno de los 100 días". Autora: María Chust Pérez.

Mención especial para el tercer mejor relato: "La cruz y el hueco". Autor: Alberto Álvarez Bravo.

Nº de relatos presentados: 170

Próximamente publicaremos en este blog los relatos premiados.

Gracias a todos los que habéis participado en este concurso.