MENCIÓN PARA EL SEGUNDO MEJOR RELATO
El
cuaderno de los 100 días
Autora: María Chust Pérez
La doctora respiró hondo antes de hablar, como
si necesitara fuerza para romperle el corazón a otro padre.
—Tu hija tiene gliomatosis cerebral .
—¿Qué es eso? —preguntó David, con voz hueca.
—Un tipo de tumor cerebral raro. Muy agresivo.
No responde al tratamiento. Nos quedan... unos tres meses. Quizá algo más.
El nombre flotó en su cabeza como una palabra
mal inventada. Gliomatosis cerebral . No parecía real. No sonaba como
algo que existiera. Pero existía. Y estaba matando a Clara.
No lloró. Aún no. Asintió con una especie de
dignidad rota y salió del hospital. Clara se quedaba ingresada. Había empeorado
en las últimas horas. Él solo iba a casa a recoger sus cosas.
Caminaba
como si todo el mundo se hubiera vuelto ajeno. Pasó por delante de una
papelería y algo lo detuvo. En el escaparate, entre bolígrafos y carpetas,
había un cuaderno sencillo, de tapas lisas, color crema. No destacaba, pero
algo en él le atrajo. Entró y lo compró.
En las escaleras de su edificio, ya supo para
qué lo quería:
"Voy a escribir todo lo que me
recuerde a ella. No quiero que se me escape. Si solo quedan cien días… que cada
uno cuente."
Aquella
noche, en la habitación del hospital, Clara dormía con un hilo de oxígeno y
fiebre en las mejillas. Sus pestañas temblaban al soñar.
David abrió
el cuaderno y escribió:
Día 1: Hoy bailamos bajo la lluvia.
Dijiste que las gotas eran cosquillas del cielo. Y yo te creí.
Los días
fueron cayendo como hojas en otoño. Clara se debilitaba, pero su ternura
permanecía intacta. David escribía cada noche como si las palabras pudieran
retener la vida.
Día 4: Te pintaste las uñas de azul.
Dijiste que así te dolía menos respirar. Reíste con la lengua azul de un
caramelo.
Día 12: Me dijiste que los abrazos eran
medicina. Hoy nos dimos catorce. Dijiste que era la dosis justa.
Intentó
contactar con Ana, la madre de Clara. No se veían desde que la niña tenía
cuatro años. Habían hablado poco desde entonces, casi nada. Le envió un
mensaje:
"Clara
está muy enferma. Le queda poco. Quizá deberías venir."
Horas
después, Ana llamó. Su voz era baja, llena de nudos.
—No sé si sabría mirarla. No he estado. No fui
capaz. Y ahora... no sé si tengo derecho.
—Lo tienes. Solo tienes que perdonarte —dijo
David. Ana colgó. Él no insistió.
Día 33: Preguntaste si los ángeles
tienen papá. Te dije que sí, y que yo seré uno cuando te vayas. Me miraste
raro. Luego me diste un beso.
Día 45: Hicimos una lista de cosas
imposibles: montar un unicornio, tocar una nube, no quererte. Dijiste que la
última no era tan imposible. Yo dije que sí. Que era la más.
Clara
comenzó a necesitar ayuda para todo. Ya no caminaba. Después, ya no hablaba
tanto. A veces, solo sonreía con los ojos. O dormía casi todo el día.
David lloraba en los pasillos, en los baños,
en el coche. Pero nunca delante de ella. Jamás.
Día 57: Jugamos a cerrar los ojos y
recordar cosas felices. Tú dijiste: “Esta”.
Día 67: Hoy me hiciste un dibujo: un
corazón con alas. Me dijiste: “Es para que no te duela tanto cuando me vuele”.
Esa misma
noche, ella le acarició la cara con dedos frágiles y le dijo:
—Papá…
¿cuando yo ya esté en el cielo… me prometes que seguirás sonriendo fuerte, para
que yo pueda verte desde arriba?
David
sintió que algo dentro se quebraba.
—Te lo
prometo.
Día 93: Me pediste que no llorara
cuando te vayas. No pude prometerlo. Solo te abracé tan fuerte que creí que mi
corazón se quedaba en el tuyo.
El día 99
llegó silencioso, como si el mundo supiera lo que estaba por ocurrir.
Clara no
podía moverse. Sus ojos se abrían apenas. Le pidió que le leyera el cuento del
dragón valiente y la niña sin miedo. Se durmió antes del final, en sus brazos.
David se
quedó con ella así, como si el tiempo no pudiera hacerle daño mientras la
abrazara.
Por la
mañana, no respiraba.
El monitor
estaba en silencio. Él ya lo sabía. No gritó. No se movió. Solo la abrazó más
fuerte, como si pudiera anclarla a este mundo. No escribió. El día 100 quedó en
blanco.
Aquella
tarde, Ana apareció. Se asomó a la puerta de la habitación. David estaba
sentado junto a la cama vacía, con el cuaderno sobre las piernas. Ella no dijo
nada. Solo se acercó, lo abrazó por la espalda, y lloró con un dolor callado,
lleno de todo lo que ya no podía ser.
David no la
apartó.
Semanas
después, David comenzó el Camino de Santiago. Clara había dicho una vez:
—Cuando me
cure, quiero hacerlo contigo. A pie. Hasta el final.
No se curó.
Así que él
fue por los dos.
Pasó
pueblos, montes, lluvia, ampollas. Y a veces, sintió que alguien caminaba junto
a él, ligera como una mariposa. Cuando llegó a Santiago, frente a la catedral,
con las piernas temblando y el cuaderno en la mochila, lo abrió. Y por fin
escribió:
Día 100
Hoy
llegué a Santiago. Tu sueño. El nuestro. Cerré los ojos y te imaginé corriendo
entre los peregrinos, riendo como cuando eras feliz.
Hoy
sonreí. Fuerte.
¿Lo viste?
MENCIÓN PARA EL TERCER MEJOR RELATO
La cruz y el hueco
Querido
parásito:
Te escribo
desde un banco de piedra en Bercianos del Real Camino, donde las cigüeñas se
saludan por su nombre y el silencio cruje como pan de víspera. Tú aún no sabes
lo que es un pueblo, ni un camino, ni una madre. Yo tampoco sabía lo que era
ser madre hasta que decidiste acampar en mi útero como un inquilino sin
contrato, sin modales y con permanencia indefinida. Desde entonces, compartimos
cuerpo, insomnios y gases. Un trato justo. Podrías haber salido del alma —como
los traumas o los poemas—, pero elegiste el atajo biológico.
Hago el Camino
de Santiago porque quise huir de todo, pero resulta que todo cabe en una
mochila: la culpa, el eco de una voz que ya no llama y el miedo a ser más madre
que persona. Pensé que andando se me irían cayendo los recuerdos como piedras,
pero lo único que he perdido es la contraseña del WiFi. No sé si nacerás con mi
sarcasmo o con la frente de tu padre, pero ojalá heredes mis pies: aguantan
ampollas, decisiones y desengaños como santos en romería.
Anoche dormí
en un albergue con olor a linimento, sudor rancio y confesiones medio en vela.
A mi lado, una coreana lloraba por un divorcio digno de guionistas de
telenovela; más allá, una alemana leía el Fausto en calzoncillos
térmicos. Y tú, dentro de mí, creciendo en silencio, como si esta tragicomedia
humana —con banda sonora de ronquidos y almas a medio cocer— no te afectara.
Hoy crucé
campos que parecían dibujados por un niño testarudo con solo dos lápices: verde
y ocre. Un señor me regaló cerezas y preguntó si el padre del niño lo sabía. Le
dije que sí. No le aclaré que el padre es un recuerdo borroso con barba, olor a
vino tinto y promesas vencidas. Supongo que el Camino me está volviendo
sincera. O cruel. O una mezcla soluble de ambas.
Aquí, los
muertos no se van del todo: se quedan sentados en las esquinas, mirando cómo
pasan los vivos, como si esperaran que alguien los reconozca. Me gusta esa fe
sin sotanas ni cilicios. Una fe de pan y tierra. Si algún día decides venir
hasta aquí —cuando ya no estés flotando en líquido amniótico, sino caminando
con tus propias heridas—, no olvides mirar al cielo al amanecer. Esta gente lo
hace por costumbre, sí, pero también por miedo: miedo a que se les olvide que
el sol aún sale sin que nadie lo pague.
Cuando naciste
en mí, nacieron también las preguntas. ¿Te gustará la lluvia? ¿Heredarás mis
rodillas feas? ¿Sabrás hacer el amor con palabras? Ojalá. Pero si no, al menos
que sepas esto: tu madre caminó el Camino. No para encontrarse. Para
encontrarte.
Pececillo mío:
Hoy crucé una recta tan larga que el horizonte parecía
un rumor inventado por los mapas. Caminábamos como si el suelo nos susurrara
secretos antiguos. El Camino no te habla: te escucha. Y cuando lo hace, lloras.
Sin razón aparente. Solo porque algo dentro se deshiela. Hoy me tocó a mí.
No lloré por ti. Eso lo hago a ratos, con descaro y
sin pañuelos. Lloré por la mujer que fui antes de tenerte: la que miraba
escaparates vacíos, la que confundía amor con distracción. Aquí hay una quietud
que no se parece al silencio: se parece a la verdad. Nadie pregunta en qué
trabajas. Nadie ofrece respuestas. Y eso, criatura mía, se parece mucho a la
libertad.
A media mañana, un niño del pueblo me preguntó si ya
dabas patadas. Le mentí. No pateas: flotas. Como si intuyeras que crecer es un
castigo suave, una deuda con el tiempo. Me gusta imaginarte navegando dentro de
mí, ajeno al ruido, como un dios menor en su océano de urgencias.
Aquí la gente no saluda con la mano, sino con la
mirada. Una anciana me ofreció un bizcocho envuelto en una servilleta y me
dijo: “Camine despacio, que el que llega pronto se pierde las preguntas”.
Anoche soñé contigo. Tenías su voz. Vieja. Serena. Como si vinieras desde muy
atrás, desde mucho antes de mí.
Hoy te hablé en voz alta. Te conté la historia del
peregrino que cargaba una piedra por su hijo muerto. Una piedra que pesaba
menos que el recuerdo. Caminaba para sentirlo cerca, aunque solo quedara la
ausencia. Tú no tienes nombre aún, pero ya eres la forma exacta de un hueco que
no sabía que tenía.
Ahora escribo mientras la tormenta se arrastra por los
tejados. Huele a tierra recién confesada. Tú duermes. O finges. Me basta con
saber que estás. Que habitas. Que si algún día te rompes —porque te romperás,
amor mío—, sepas mirar al frente y decir sin miedo: “El Camino empieza otra vez”.
Con barro en las botas y luz en los ojos,
Tu madre.
Cachorro mío:
Hoy llegué a la cruz de madera que corona el monte. No
hay nada allí, salvo viento… y los restos de quienes fuimos. La gente deja
piedras. Yo también dejé una, aunque era invisible. Era la culpa. El miedo. El
“no sé si podré ser tu madre”. La dejé allí, despacio. El cielo no tembló. Pero
algo en mí sí: se volvió más liviano.
He conocido caminantes sin pies, hombres que ríen con
las heridas abiertas, mujeres que cargan muertos como si fueran cartas de amor
mal cerradas. Todos llevan algo a la espalda, vida mía. Yo te llevo a ti. Y,
por primera vez, no pesa. Es más: me sostiene.
Mañana llegaré a Santiago. No espero milagros ni
catedrales llenas. Solo deseo que un día nazcas sabiendo esto: hubo un camino
antes de ti, y en cada paso —torpe, testarudo, verdadero—, yo ya te elegía.
Porque no se empieza a ser madre con un parto. Se
empieza caminando con alguien que aún no ha nacido… y sintiendo que ya te
habita.
Te espero en la próxima vida.
En la que empieza cuando llegues.
Tu madre,
ya sin piedras.