A veces, el norte
No había
contado con el frío.
Pensaba
que mayo en el interior sería suave, templado, pero las mañanas eran una
cuchilla mansa. Caminaba encogida, como si el viento se colara por las costuras
de su abrigo y por los recuerdos que no quería enfrentar. Las botas nuevas le
apretaban el empeine, y el silencio del camino era tan amplio que sus
pensamientos resonaban como si los gritara. En esas primeras horas, cuando el
mundo parecía no haberse despertado del todo, se obligaba a caminar sin mirar
atrás.
Había
salido sola desde Astorga. No era el inicio clásico, pero le parecía
suficiente. Desde allí aún quedaban muchos kilómetros por recorrer, y no
necesitaba más. “Lo harás muy tarde”, le habían dicho algunos compañeros de
departamento. Pero ella no buscaba credenciales, ni compostelas, ni medallas.
Buscaba, sencillamente, no deshacerse. Después de meses viviendo en una inercia
que no le pertenecía, quería detenerse. Y andar era su única forma de pararse.
Había
dejado Canarias hacía poco más de tres años. Cuando ganó la plaza en una
universidad peninsular, apenas titubeó. Había trabajado demasiado, se había
dejado la vida para ser profesora universitaria, investigando sin financiación
y subsistiendo a través de trabajos mal pagados que la mantuvieron a flote
durante años. No podía dejar pasar esa oportunidad. Su pareja, Elena, profesora
de instituto, no quiso mudarse con ella. “Yo ya tengo mi sitio aquí”, afirmó,
sin dejar espacio para réplica. Lo intentaron un tiempo a distancia, pero se
les fue apagando la voz, como una radio mal sintonizada. De hecho, a los pocos
meses, su relación se quebró del todo. Y ella, aunque rota, no suplicó. Ya
tenía demasiadas pérdidas como para añadir una más a plazos.
En
cuanto a sus padres, la despidieron en casa. No hubo aeropuerto, ni pañuelos
agitados detrás de cristales. Su madre la abrazó largo, como si quisiera
memorizarle el olor, y le dijo que todo saldría bien. Su padre no dijo mucho.
No hacía falta. La miró con esos ojos azules que a veces parecían los suyos
propios, como si en el fondo ya supiera lo que venía.
La
universidad era hermosa, con claustros silenciosos que olían a piedra antigua y
a café de máquina. El equipo docente era pequeño, y con una profesora de
lengua, en particular, tejió enseguida una complicidad serena, de esas que se
agradecen sin necesidad de grandes gestos. El estudiantado también la había
recibido con calidez desde el principio. Eran grupos pequeños, y en el aula
sentía que había atención, escucha e, incluso, afecto. No era un mal lugar.
Todo lo contrario: en muchos aspectos, era un espacio amable.
Pero
todo, absolutamente todo, era distinto. No solo el frío que se le metía en los
huesos desde octubre, un frío húmedo que parecía pegarse a la piel y no irse
aunque llevara capas y capas encima. Las nieblas bajaban como un telón sobre la
ciudad y lo envolvían todo en una quietud rara, casi irreal. Y luego, sin
transición, llegaba el verano: un calor sin consuelo, que caía a plomo sobre
las aceras y convertía en hostiles las calles. Y primavera casi no había. El
clima cambiaba de un extremo a otro como si alguien apagara una luz y
encendiera otra. Lo único bueno es que le servía como excusa. Cuando le
preguntaban cómo estaba, respondía quejándose del frío o quejándose del calor, pero
lo que realmente dolía no era el aire helado ni el sol implacable, era la
sensación de no tener historia en ningún lugar. Y la verdad es que nadie quería
una respuesta de verdad. En Canarias no todo era fácil. Pero, aquí, a veces, se
sentía como un vaso lleno en una mesa que no era suya.
En
clase hablaba de Sor Juana, de Rosario Castellanos, de Alejandra Pizarnik. Se
aferraba a las autoras como a un salvavidas. Pero salía del aula con los
nudillos fríos, y no había nadie al otro lado del día que la sostuviera sin
pedirle explicaciones. El Camino de Santiago fue una decisión impulsiva. Una
compañera se lo sugirió: “Dicen que ayuda a pensar”. Ella lo interpretó como
una invitación a desaparecer sin dejar de estar.
El
tercer día, en una curva entre robles, alguien la alcanzó. Era una mujer de
paso firme y mirada serena. Llevaba el cabello claro, peinado por el viento y le
sonrió con naturalidad, como si ya se conocieran.
—¿Mucho
trecho hoy? —le preguntó.
Ella
dudó antes de responder.
—Lo
suficiente para que duelan más los recuerdos que los pies.
La
mujer rio, una risa corta, honesta.
—Entonces
vas por buen camino.
Se
presentó como Clara. Venía desde León. Iba sola, sin metas, “solo por
desconectar”. Trabajaba en una empresa de seguridad digital. “Cosas de las que
nadie se acuerda hasta que falla todo”, bromeó. Tenía arrugas junto a los ojos,
de esas que no envejecen, sino que cuentan historias. Llevaba el pelo recogido,
las botas gastadas, y una manera de caminar que no necesitaba mapa.
Caminaron
juntas sin acordarlo. En las cuestas, se adelantaban y se esperaban sin
hablarlo. En los silencios, una escuchaba cómo respiraba la otra. A veces
hablaban. De libros. De exilios. De lo difícil que era hacer amistades nuevas
después de los cuarenta. En un albergue cerca de Rabanal, mientras la lluvia
golpeaba los cristales, compartieron un termo con café, algo de fruta y unas
galletas.
—¿Siempre
has enseñado literatura? —preguntó Clara.
—No.
Durante años trabajé en lo que salía. Trabajé en un bingo, vendí pizzas... No
fue fácil, así que cuando gané la plaza, me pareció un milagro. Pero ahora no
estoy tan segura de que lo fuera.
—¿Te
pesa?
Ella
miró por la ventana. Un perro flaco cruzaba el patio del albergue.
—Me
pesa no saber quién soy sin tener que demostrarlo todo el tiempo.
Hubo
un silencio largo. Clara le tocó la mano.
—Eso
también se puede aprender.
No
hablaron más esa noche. Compartieron litera, separadas por un suspiro de
madera. Afuera, seguía lloviendo, y dentro, el cuarto olía a lana húmeda y a
linimento. Ella cerró los ojos y, por un momento, se permitió imaginar otra
vida, otra posibilidad. No fue deseo exactamente. Pero sí una forma de ternura
que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.
Los
días siguientes fueron lentos y preciosos. Desayunaban sin prisa, se contaban
trozos de infancia, discutían sobre novelas que ninguna recordaba del todo. En
un puente de piedra, Clara le recitó unos versos de Cristina Peri Rossi que
ella había olvidado y sintió que alguien le devolvía una parte que creía
muerta.
El
último día juntas, Clara anunció que debía desviarse. Una reunión ineludible.
Se encontrarían más adelante, quizá, o no. En un recodo del sendero, se
detuvieron.
—Quizá
el Camino no es llegar a Santiago —dijo Clara—. Quizá es recordar quién eras
antes del cansancio.
Ella
no respondió. Pero cuando Clara le rozó la mejilla con los dedos fríos y le
dijo: “Te veo”, sintió que la conocía desde antes. En sus ojos, las arrugas se
le marcaban más que nunca. Como si hubieran visto demasiado.
Cuando se alejó, no dijo adiós. Y
ella siguió caminando, aunque sin dejar de llorar. Lloraba por su madre, por
Elena, por sí misma. Por todo lo que había dejado atrás y que, de alguna forma,
seguía tirando de ella como una raíz seca. De repente lo entendió: añorar tanto
no le permitía mirar con claridad lo que tenía delante.
Al
llegar a la siguiente etapa, se detuvo. El cuerpo le pesaba, pero no solo por
el camino. Alzó la vista. El norte seguía allí, entero.