lunes, 1 de septiembre de 2025

PUBLICACIÓN DEL RELATO GANADOR DEL XII CONCURSO DE RELATOS "UNA HISTORIA EN EL CAMINO"

 

A veces, el norte

                                                                                      Autora: Yasmina Romero Morales

No había contado con el frío.

Pensaba que mayo en el interior sería suave, templado, pero las mañanas eran una cuchilla mansa. Caminaba encogida, como si el viento se colara por las costuras de su abrigo y por los recuerdos que no quería enfrentar. Las botas nuevas le apretaban el empeine, y el silencio del camino era tan amplio que sus pensamientos resonaban como si los gritara. En esas primeras horas, cuando el mundo parecía no haberse despertado del todo, se obligaba a caminar sin mirar atrás.

Había salido sola desde Astorga. No era el inicio clásico, pero le parecía suficiente. Desde allí aún quedaban muchos kilómetros por recorrer, y no necesitaba más. “Lo harás muy tarde”, le habían dicho algunos compañeros de departamento. Pero ella no buscaba credenciales, ni compostelas, ni medallas. Buscaba, sencillamente, no deshacerse. Después de meses viviendo en una inercia que no le pertenecía, quería detenerse. Y andar era su única forma de pararse.

Había dejado Canarias hacía poco más de tres años. Cuando ganó la plaza en una universidad peninsular, apenas titubeó. Había trabajado demasiado, se había dejado la vida para ser profesora universitaria, investigando sin financiación y subsistiendo a través de trabajos mal pagados que la mantuvieron a flote durante años. No podía dejar pasar esa oportunidad. Su pareja, Elena, profesora de instituto, no quiso mudarse con ella. “Yo ya tengo mi sitio aquí”, afirmó, sin dejar espacio para réplica. Lo intentaron un tiempo a distancia, pero se les fue apagando la voz, como una radio mal sintonizada. De hecho, a los pocos meses, su relación se quebró del todo. Y ella, aunque rota, no suplicó. Ya tenía demasiadas pérdidas como para añadir una más a plazos.

En cuanto a sus padres, la despidieron en casa. No hubo aeropuerto, ni pañuelos agitados detrás de cristales. Su madre la abrazó largo, como si quisiera memorizarle el olor, y le dijo que todo saldría bien. Su padre no dijo mucho. No hacía falta. La miró con esos ojos azules que a veces parecían los suyos propios, como si en el fondo ya supiera lo que venía.

La universidad era hermosa, con claustros silenciosos que olían a piedra antigua y a café de máquina. El equipo docente era pequeño, y con una profesora de lengua, en particular, tejió enseguida una complicidad serena, de esas que se agradecen sin necesidad de grandes gestos. El estudiantado también la había recibido con calidez desde el principio. Eran grupos pequeños, y en el aula sentía que había atención, escucha e, incluso, afecto. No era un mal lugar. Todo lo contrario: en muchos aspectos, era un espacio amable.

Pero todo, absolutamente todo, era distinto. No solo el frío que se le metía en los huesos desde octubre, un frío húmedo que parecía pegarse a la piel y no irse aunque llevara capas y capas encima. Las nieblas bajaban como un telón sobre la ciudad y lo envolvían todo en una quietud rara, casi irreal. Y luego, sin transición, llegaba el verano: un calor sin consuelo, que caía a plomo sobre las aceras y convertía en hostiles las calles. Y primavera casi no había. El clima cambiaba de un extremo a otro como si alguien apagara una luz y encendiera otra. Lo único bueno es que le servía como excusa. Cuando le preguntaban cómo estaba, respondía quejándose del frío o quejándose del calor, pero lo que realmente dolía no era el aire helado ni el sol implacable, era la sensación de no tener historia en ningún lugar. Y la verdad es que nadie quería una respuesta de verdad. En Canarias no todo era fácil. Pero, aquí, a veces, se sentía como un vaso lleno en una mesa que no era suya.

En clase hablaba de Sor Juana, de Rosario Castellanos, de Alejandra Pizarnik. Se aferraba a las autoras como a un salvavidas. Pero salía del aula con los nudillos fríos, y no había nadie al otro lado del día que la sostuviera sin pedirle explicaciones. El Camino de Santiago fue una decisión impulsiva. Una compañera se lo sugirió: “Dicen que ayuda a pensar”. Ella lo interpretó como una invitación a desaparecer sin dejar de estar.

El tercer día, en una curva entre robles, alguien la alcanzó. Era una mujer de paso firme y mirada serena. Llevaba el cabello claro, peinado por el viento y le sonrió con naturalidad, como si ya se conocieran.

—¿Mucho trecho hoy? —le preguntó.

Ella dudó antes de responder.

—Lo suficiente para que duelan más los recuerdos que los pies.

La mujer rio, una risa corta, honesta.

—Entonces vas por buen camino.

Se presentó como Clara. Venía desde León. Iba sola, sin metas, “solo por desconectar”. Trabajaba en una empresa de seguridad digital. “Cosas de las que nadie se acuerda hasta que falla todo”, bromeó. Tenía arrugas junto a los ojos, de esas que no envejecen, sino que cuentan historias. Llevaba el pelo recogido, las botas gastadas, y una manera de caminar que no necesitaba mapa.

Caminaron juntas sin acordarlo. En las cuestas, se adelantaban y se esperaban sin hablarlo. En los silencios, una escuchaba cómo respiraba la otra. A veces hablaban. De libros. De exilios. De lo difícil que era hacer amistades nuevas después de los cuarenta. En un albergue cerca de Rabanal, mientras la lluvia golpeaba los cristales, compartieron un termo con café, algo de fruta y unas galletas.

—¿Siempre has enseñado literatura? —preguntó Clara.

—No. Durante años trabajé en lo que salía. Trabajé en un bingo, vendí pizzas... No fue fácil, así que cuando gané la plaza, me pareció un milagro. Pero ahora no estoy tan segura de que lo fuera.

—¿Te pesa?

Ella miró por la ventana. Un perro flaco cruzaba el patio del albergue.

—Me pesa no saber quién soy sin tener que demostrarlo todo el tiempo.

Hubo un silencio largo. Clara le tocó la mano.

—Eso también se puede aprender.

No hablaron más esa noche. Compartieron litera, separadas por un suspiro de madera. Afuera, seguía lloviendo, y dentro, el cuarto olía a lana húmeda y a linimento. Ella cerró los ojos y, por un momento, se permitió imaginar otra vida, otra posibilidad. No fue deseo exactamente. Pero sí una forma de ternura que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.

Los días siguientes fueron lentos y preciosos. Desayunaban sin prisa, se contaban trozos de infancia, discutían sobre novelas que ninguna recordaba del todo. En un puente de piedra, Clara le recitó unos versos de Cristina Peri Rossi que ella había olvidado y sintió que alguien le devolvía una parte que creía muerta.

El último día juntas, Clara anunció que debía desviarse. Una reunión ineludible. Se encontrarían más adelante, quizá, o no. En un recodo del sendero, se detuvieron.

—Quizá el Camino no es llegar a Santiago —dijo Clara—. Quizá es recordar quién eras antes del cansancio.

Ella no respondió. Pero cuando Clara le rozó la mejilla con los dedos fríos y le dijo: “Te veo”, sintió que la conocía desde antes. En sus ojos, las arrugas se le marcaban más que nunca. Como si hubieran visto demasiado.

            Cuando se alejó, no dijo adiós. Y ella siguió caminando, aunque sin dejar de llorar. Lloraba por su madre, por Elena, por sí misma. Por todo lo que había dejado atrás y que, de alguna forma, seguía tirando de ella como una raíz seca. De repente lo entendió: añorar tanto no le permitía mirar con claridad lo que tenía delante.

Al llegar a la siguiente etapa, se detuvo. El cuerpo le pesaba, pero no solo por el camino. Alzó la vista. El norte seguía allí, entero.