Peregrino
del XIX
Emigración,
cloaca de mis horizontes,
entierro de uno sin sepelio,
muerte sin cadáver,
tienes nombre de diosa
y alma de prostituta,
evocas algo nuevo
y eres tan vieja como la historia.
Nombre de esperanza
que se sumerge en la desesperación.
—José Hierro, Réquiem
“Liebre que huye”, piensa Luciano suspirando, “galgos la siguen”. Pero Luciano sabe de sobra que no son liebres ni galgos, sino labriegos
con dos sombras: una del sol y otra del hambre. Ya no tienen más fuerzas para pedirle
agua al cielo, mucho menos espigas de trigo, avena o centeno. Ruegan, no
obstante, que no encuentren más penuria y haya pan para todos. En voz alta,
según corona una loma, Luciano pide a los cielos en que habitan los arcángeles,
serafines y hasta el Altísimo, que vuelvan las nubes cargadas de lluvia, y con
ellas la alegría a los ríos y a una tierra recia como la vida misma. Luego
entona un canto con el sonsonete que siempre trae el tamborilero el día del
patrón, pues hace años descubrió que despeja el hambre y toda necesidad, excepto
la de que pase el tiempo.
Luciano quisiese ya que fuese otoño para sentir el
viento fresco del noroeste, pero es verano y el hambre obliga, a él y a tantos,
a salir a su encuentro. Ya casi no recuerda el olor del trigo segado, ese
aliento de la tierra fértil, el gemido voluptuoso que emite el grano dorado
ante el roce de las manos de los hombres, ansiando acabar en forma de hogaza sobre
un mantel blanco el día de la fiesta.
Los saltones llevan el polvo prendido en las alas.
Trazan arcos que cortan los rayos del sol y despiden colores que no existen.
Por un instante rellenan el vacío del estómago con una emoción de futuro. Luciano
recuerda ahora al celtíbero que le marcó el camino dos pasos por delante de mil
años cada uno, huyendo del poderoso invasor romano para acabar de esclavo en
las minas de oro del Bierzo. También ahora él escapa de la sequía invasora y
poderosa. Le preocupa el símil al que sin querer le conducen sus reflexiones.
Se detiene bajo la sombra quieta de un quejigo para
escribir lo que estima deber ser recordado. De tanto leer el misal, el único
libro que rondaba por la casa, se ha convertido en labrador con alma de profeta
y mano de poeta.
Dejado atrás mi
valle de la mano de Dios abandonado,
donde antes se
alzaba el tallo de la vida y el vuelo de las avutardas,
sobre pisadas de
centuriones que las uñas de jumentos
cargados de siglos y
de grano habían al fin borrado,
las lagunas parecen
en la distancia costras en la piel de la memoria.
Suspira antes de suspender la escritura, guarda el lápiz
y el cuadernillo en el zurrón, con más mimo que el trozo de hogaza y tocino, y
observa el vuelo de un cernícalo forjando desde el cielo un destino común en la
tierra.
Después de tantos años buscando un agua que no acaba de
llegar, Luciano mira al cielo como lo miran los huérfanos: siempre en busca de
una madre que es ya solo un milagro. Hace semanas que las cigarras resucitaron
para poder morir de nuevo sobre yerbas agostadas, sobre árboles frutales
estériles y cereales abrasados. Mandó Dios, de la mano del sol, desbaratar el
año, con agostos en abriles y diciembres en octubres, como el año anterior, y
el de antes, y el otro, cuando los viejos suspiraron antes de anunciar lo que vendría.
Van ya cinco vacas flacas y no quedará nadie en el valle para contar la
séptima. Retoma Luciano el camino, y con él una letanía, porque no es rencor lo
que siente hacia tan inescrutable designio: “Que pueda regresar, Señor mío, con
las vacas gordas”. Se despide de su
tierra con la promesa del retorno, y hasta cree oír como unas zarzas sin moras
le clavan un deseo: “Que no veáis desgracia mayor de la que salís”.
Las alpargatas que hoyan el polvo dejan una nota vibrando
en la calima de la tarde, el sonido de la pena que inunda su origen, del dolor
que llena un pantano a sus espaldas con el agua de los espejismos, tras el
horizonte conocido. “Siguiendo este rumbo”, dijo una voz, acaso la de un celtíbero dos milenios antes, “la tierra
está preñada de oro”. Sería un hombre
como él, de pelo con vetas de nata y ojos de miel, buscando otro embarazo
telúrico. Un hombre con el alma sembrada de semillas que, como su tierra,
seguían sin germinar. “Tal vez allí…”
Sobreviene la noche como si el sol hubiese caído
asfixiado desde el cielo, y Luciano se sabe lejos de su mundo. El aire pesa
diferente, los sonidos son otros, como rumores, sin la claridad del valle familiar.
Aquí, se duele Luciano, la tierra huele roja.
Amanece con ecos que llegan lustrados por otro acento. Luciano
se incorpora, se escupe en las manos y se refriega los ojos para que busquen en
la distancia. Entonces lo siente: el temblor del valle, los pájaros que se
levantan con alboroto exagerado, las voces extrañas que se intensifican y una
respiración grande, monstruosa. Por un instante cree sentir el brazo de su
madre reuniéndole los hombros. Del fondo de aquel mundo crece, junto a una nube
demasiado blanca, un horror negro. La sombra bíblica pasa a su lado dejándole
los oídos sordos. Luciano se dice que eso debía de ser el tren. Y se hurga en las
orejas, por ver si ayudase a que salga el zumbido que las llena.
Aún le tiemblan las piernas y le murmuran los oídos
cuando se agacha para tocar aquella cicatriz de hierro. Descubren sus ojos
entonces un brillo oscuro y se dice que eso debe de ser el carbón. Observa la roca
con la curiosidad de un niño medroso, repasando sus betas untuosas con las
yemas de los dedos. Y siente como si el nuevo mundo con sus promesas hubiese
anidado sobre su mano abierta.
“Yo no seré otro esclavo”, se dice. Luciano cierra el puño y arroja aquel arcano negro hacia el
penacho blanco que se pierde en la distancia, entre verdores que no son suyos.
“Mejor sigo hasta el Fin de la Tierra”, piensa Luciano por el Camino de Santiago
abajo. “Dicen que en el mar todo es agua”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario